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Chapter 30 - 30) Rivendel (III)

Luego del baño, Miquella regresó a sus aposentos aún perdido en sus pensamientos. Ese sueño no había sido como los anteriores: lo había sorprendido de golpe, arrastrándolo a un descanso profundo e involuntario. No entendía qué eran esas visiones, pero algo en ellas lo inquietaba; había una intensidad que las hacía parecer demasiado reales. Y ahora, en el fondo de su corazón, sentía como si le quedara una deuda pendiente con cierta elfa que, según lo recordaba, había muerto hacía ya mucho tiempo

No obstante, no pudo seguir divagando demasiado. Al llegar, encontró a los enanos no muy lejos, discutiendo y organizando sus pertrechos para marchar al amanecer. Todo parecía indicar que no quedaba tiempo que perder: la mayoría ya tenía sus cosas empacadas.

Los enanos se acercaron para consultar sobre la situación de los Eldens. Thorin había dado la orden de estar listos sin llamar demasiado la atención, discretos y veloces.

"Señor Miquella, ¿tiene todo preparado para partir?" preguntó Bofur, con un respeto sincero hacia el niño divino, sobre todo ahora que el poder de la runa de troll se hacía cada vez más notable.

"Debería estar todo listo muy pronto" respondió Miquella sin demasiada prisa.

El semidiós dio unas pocas órdenes a sus seguidores, más por formalidad que por necesidad: ellos sabían bien qué hacer.

Con el viaje en mente, abandonó sus aposentos y se dirigió a los establos de Rivendel. Estos no eran simples establos: se encontraban cerca de la muralla exterior, y su cuidado y diseño rivalizaban con el lujo del resto de la ciudad élfica. Allí, incluso los caballos parecían gozar de una vida privilegiada, atendidos con la máxima dedicación, sin padecer la menor carencia.

Miquella recorrió el lugar en busca de su montura, que había residido allí desde su llegada y disfrutado también de la hospitalidad de los elfos.

"Torrente" llamó, al ver a su corcel alimentándose de la hierba esmeralda que un elfo le ofrecía de la mano.

"Saludos, señor Miquella" dijo el elfo con una leve inclinación de cabeza.

"Gracias por cuidar de Torrente" respondió el semidiós, acercándose para rodear con sus brazos el cuello del corcel, que respondió con calma y afecto al contacto de su amo.

"Ha sido un honor" contestó el elfo, sin asomo de duda. "Este corcel es realmente especial. No ha causado problema alguno; es tan dócil como inteligente, tan cooperativo que ninguno de los mozos tuvo la más mínima dificultad en atenderlo."

"No hay corcel que se compare a mi Torrente" afirmó Miquella con orgullo.

"Sí, aunque también tuvimos que descubrir algunas de sus… peculiaridades." El elfo sonrió y no tardó en añadir "El primer día, cuando retiramos las flechas de su cuerpo, preparamos un equipo médico entero para tratarlo… pero las heridas desaparecieron en cuestión de segundos, aunque aun se le veia debil. Y luego, en otras ocasiones, cuando desaparecía del lugar donde lo dejábamos, llegamos a pensar que había escapado hacia la zona de las yeguas. Pero no…" rió suavemente, recordando la escena "resulta que se subía al tejado para contemplar el amanecer"

En ese momento llegaron un par de elfas portando baldes y herramientas de limpieza. Saludaron con respeto tanto a Miquella como al elfo que lo acompañaba, y enseguida se acercaron a Torrente, que ya levantaba una pata con elegancia, como si supiera lo que venía. Las elfas comenzaron a lustrar sus pezuñas y cuernos, además de cepillar con esmero su ahora brillante pelaje.

Parecía evidente que los elfos se habían fascinado con aquel corcel. Torrente no era un simple caballo: era un compañero ideal, el tipo de montura que cualquiera de ellos desearía. Aunque los corceles élficos gozaban de una profunda conexión con sus jinetes, ninguno poseía la espiritualidad ni la inteligencia que Torrente irradiaba. Su mera presencia era un enigma irresistible, un misterio que traía un soplo de novedad a la, por lo demás, apacible y monótona eternidad de los elfos.

"Parece que lo estás pasando bien, compañero" comentó Miquella con una sonrisa, observando cómo las elfas le hablaban con entusiasmo mientras lo acicalaban.

El semidiós no podía sentirse más orgulloso de su montura. Torrente se había ganado con creces aquel descanso; aún recordaba las flechas y mordidas que había soportado en la carrera contra los jinetes de huargos.

Justo cuando escuchaba a las elfas hablar sobre lustrar los cuernos de Torrente —lo cual le evocó imágenes bastante distintas a la escena frente a él— Miquella pensó, con cierta picardía, que quizá en el futuro debería procurarle algunas yeguas o cuidadoras cuando lograra establecerse. Fue en ese momento que apareció Lindir, asistente de Elrond, buscándolo.

"Señor, lord Elrond le invita a participar en una reunión esta noche" anunció con tono formal, sin dar más detalles, como si se tratara de un asunto reservado.

Miquella arqueó una ceja, intrigado. Recordaba lo que podía estar gestándose esa noche, pero le sorprendía la invitación directa de Elrond. Movido por la curiosidad, asintió y pidió a Lindir que le indicara el lugar y la hora.

"Adiós, Torrente. Nos vemos mañana. Trata de no embarazar a ninguna elfa mientras no estoy" dijo con una sonrisa socarrona al retirarse.

Las elfas que estaban limpiando al corcel espectral se detuvieron de golpe, sonrojadas hasta las orejas, como si de repente hubieran entendido la doble intención de aquellas palabras que dijeron antes. Incluso Lindir y el otro elfo que lo acompañaba no pudieron evitar atragantarse.

Miquella, divertido, disfrutaba de esos momentos de malicia, pero sabía que no podía permitirse perder tiempo. Si las cosas se desarrollaban como él sospechaba, debía prepararse con cautela… porque esa noche tendría la oportunidad de conocer a una de las mujeres más emblemáticas de este mundo.

...

Al caer la noche, Miquella, escoltado por Leda y Ansbach, siguió a Lindir por las escaleras de Rivendel. El elfo se despidió con una inclinación cortés, dejándolos proseguir solos hacia la parte más elevada de la fortaleza.

El semidiós avanzó con calma, admirando la magnificencia de la arquitectura élfica. Aquel lugar, visto ahora en persona, era mucho más vasto e imponente de lo que jamás había sido mostrado en las peliculas de su vida en la Tierra. Una gran plataforma se extendía sobre la ladera de la montaña, sostenida por columnas esbeltas y arcos de piedra adornados con delicadas tallas. Estatuas antiguas custodiaban los bordes, y aquí y allá, raíces y enredaderas trepaban entre las grietas, añadiendo un toque de naturaleza que, lejos de afear, realzaba la belleza del conjunto.

Fue entonces cuando alcanzó a escuchar las voces que lo esperaban: Gandalf, Elrond y varias figuras más. Las conversaciones se apagaron de inmediato al ver a los recién llegados.

"Espero no haber llegado tarde. Mis disculpas, si así fuera" saludó Miquella con cortesía, posando la mirada sobre los presentes.

"¿Miquella?" preguntó Gandalf, sorprendido. Para él, esta reunión debería ser privada, algo limitado a los poderes más influyentes de la Tierra Media. Que aquel joven apareciera allí cambiaba por completo la naturaleza del encuentro, pues los Eldens no eran exactamente nativos y no sabía si su presencia sería algo bueno o malo en esta situación.

Un anciano de porte severo, envuelto en túnicas blancas, dio un paso al frente. Sus ojos, con cierto desprecio apenas disimulado, se posaron en Miquella y sus acompañantes

"Yo lo invité" intervino Elrond con voz serena, dirigiéndose a Gandalf y al resto. "Con la nueva información que me ha llegado, creo conveniente que los Eldens estén presentes en este concilio."

"¿Y quiénes son estos… 'Eldens', para merecer un asiento aquí?" preguntó con desdén, como si se tratara de meros humanos que no tenían derecho a presenciar una asamblea de tal magnitud.

"Amigos… de un lugar muy lejano" respondió Elrond, conteniéndose. En realidad, él mismo no podía dar más explicaciones. Tan solo seguía la intuición —y la indicaciones— que lo habían guiado a extender la invitación.

Miquella sostuvo la mirada de aquel anciano de blanco, Saruman el Blanco, líder de los Istari. Reconocía su poder, sí, pero también su arrogancia. A diferencia de Gandalf, que ya había intuido la profundidad de lo que habitaba en él, Saruman no se había detenido lo suficiente para comprender que no tenía delante a un simple niño.

Leda y Ansbach dieron un paso adelante, casi listos para reprender la insolencia, pero Miquella los detuvo con un leve gesto de la mano. No valía la pena. Su atención estaba en otra parte.

En el extremo de la plataforma, de pie entre los demás, se encontraba una mujer de cabellos dorados, cuya presencia irradiaba tanto poder como sabiduría antigua. Su mirada, seria y profunda, estaba fija en los recién llegados. Y Miquella sabía quién era.

"Miquella, estos son Saruman, líder de los Istari, y la dama Galadriel, señora del bosque de Lothlórien" presentó Gandalf. Aunque no comprendía del todo por qué Elrond había traído al joven, él también intuía que los Eldens eran una fuerza a tener en cuenta… o lo serían muy pronto.

"Saludos, lady Galadriel. Miquella el amable, a su servicio" dijo él, inclinándose con respeto. En el fondo, no podía evitar sentirse fascinado por la presencia de la elfa, por su aura radiante y su cabello dorado, que rivalizaba con el suyo. De no ser por las diferencias raciales, cualquiera podría confundirlos como parientes cercanos

"Saludos, Miquella. El placer es mío" respondió Galadriel, observándolo con una calma que escondía atención profunda. Trataba de mirar más allá de la superficie, como si quisiera penetrar la esencia del niño. Y lo que percibía no era poca cosa.

Ambos, la dama élfica y el joven semidiós, quedaron por un momento inmóviles, mirándose en un silencio solemne, como si fueran figuras en un tapiz antiguo. Miquella la admiraba no solo por su poder y su aura, sino porque reconocía en ella a uno de los pilares de la historia de este mundo, imposible de olvidar. Galadriel, por su parte, veía en él algo desconcertante: un aspecto infantil que ocultaba un poder vasto, una rareza viviente que irradiaba lo extraño… y algo más, algo que no se atrevía a pensar...

En apariencia, Galadriel mantenía la serenidad que la caracterizaba, pero en su interior no estaba tranquila. Era una de las pocas que había presentido el caos que se avecinaba en la Tierra Media. Había visto demasiado en el Espejo de Lothlórien, visiones que apenas se dejaban descifrar, fragmentos de futuros oscuros que no deseaba aceptar. Y ahora, al contemplar a Miquella, al sentir su esencia… comprendía que aquello que había vislumbrado y temía se acercaba cada vez más.

"Un niño no debería estar presente en una reunión para tratar asuntos tan importantes. ¿No lo cree, Lord Elrond? Desconozco la razón por la que los has traído" dijo Saruman, cuestionando la decisión de Elrond. En realidad, no comprendía por qué los había invitado en primer lugar.

"No fue decisión de Elrond invitarlos, sino mía…" se escuchó una voz profunda proveniente de entre las columnas, acercándose con paso pausado

Todos giraron la vista hacia la figura que emergía de las sombras: un elfo de cabellos plateados, con una barba corta y rara en su raza, que avanzaba apoyado en un bastón. Su andar transmitía una calma tan antigua que superaba incluso a la de los demás señores élficos. Era, sin duda, alguien que había visto más amaneceres de los que cualquiera en aquella reunión podía contar. La barba era una prueba irrefutable de su gran longevidad, ya que solo unos pocos elfos muy viejos llegaban a tenerla.

"¡Círdan!" exclamó Gandalf, sorprendido, pues no esperaba ver al maestro carpintero de los Puertos Grises en Rivendel.

"Un placer volver a verte, Mithrandir" respondió el anciano elfo con una sonrisa serena. "Espero que Narya te haya servido tan bien como lo imaginaba…"

Gandalf, dejando de lado la sorpresa, lo saludó con alegría y reverencia. Saruman, en cambio, se tensó en silencio: ni él había previsto la aparición de Círdan, uno de los más venerados de los Eldar. Y si aquel anciano de los Puertos había recomendado a los Eldens participar en el Concilio Blanco, discutirlo ya no tenía sentido. Incluso su orgullo lo sabía: en presencia de Círdan, lo prudente era callar.

El aire se volvió denso. Saruman observaba con recelo al carpintero de barcos; Miquella, intrigado, no apartaba los ojos de Galadriel; y Galadriel, por su parte, parecía mirar al vacío, como si contemplara una visión que la atormentaba demasiado para poner en palabras.

"Bien" dijo Elrond, rompiendo la tensión que se acumulaba como tormenta. "Con todos aquí reunidos, es momento de dar inicio al Concilio."

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