Miquella descendió a una plataforma baja y desde allí alcanzó el suelo de una vasta caverna. El espacio era amplio, con múltiples entradas y túneles que se abrían como las fauces de una bestia. Pero no había salida real: en cada acceso aguardaban trasgos o trolls de cueva, bloqueando cualquier intento de huida.
Al girarse, lo encontró a él. El rey trasgo había llegado, cerrando con su inmensa mole la única abertura lo bastante grande como para no ser sellada por la turba. Ya no había escapatoria.
"Se acabaron tus opciones, niño" gruñó con una sonrisa maliciosa, jadeando de rabia. El haberlo hecho correr tanto lo enfurecía, aunque el regalo de su señor lo mantenía fortalecido, aún podía sentir el cansancio.
El monstruo alzó su garrote y lo golpeó contra el suelo. La piedra se agrietó en un estallido sordo, y la caverna entera vibró con el impacto.
Miquella observó aquel tronco y la banda metálica que lo rodeaba en el extremo. Ya lo intuía: ese poder extraño, esa fuerza que iba más allá de lo natural, no provenía del rey trasgo en sí, sino de esa pieza corrupta que resplandecía con destellos rojos en cada grieta. El resto era solo madera tosca.
No había demasiadas opciones. Torrente no podría escapar sin ser alcanzado por la marea de trasgos, pero el espacio abierto de la caverna le permitía al menos moverse en círculos, esquivar, ganar tiempo… lo justo hasta que llegaran refuerzos.
Con su bastón y su sello en las manos, Miquella invocó una espada colosal de energía pura. La hoja brillaba con un resplandor blanco azulado y, en contraste, parecía ridículo: un niño montado en un corcel con un arma más grande que ambos juntos. Pero era su única opción. No tenía peso real, y por eso podía blandirla sin agotarse; además, era la única magia de uso continuo que podía permitirse. Lanzar conjuros potentes era demasiado costoso: vaciaría su energía en minutos, y no podía darse ese lujo.
Activó también el poder del anillo. No sabía cuán eficaz sería, pero lo ajustó para absorber a gran escala. Al principio apenas un susurro: energía difusa del aire, ecos de cadáveres lejanos. Ineficaz en distancias largas… aunque sin saberlo, estaba tomando la mejor decisión. Poco a poco, de forma casi imperceptible, la energía de los trasgos caídos en otras cavernas se filtraba hacia él. Era una corriente débil pero constante.
A su alrededor, los trasgos que lo rodeaban sintieron un malestar extraño. No podían nombrarlo, pero era como si algo les robara segundos de vida. Incluso la roca misma comenzaba a ceder parte de su esencia, aunque para que eso la debilitara de verdad haría falta un tiempo infinito. El verdadero riesgo era otro: si no controlaba el flujo con precisión, el anillo podría volverse contra él y empezar a consumir su propia energía vital.
Miquella lo sabía. Y aun así, no podía detenerse.
La arena estaba lista, el círculo cerrado, y el rey trasgo avanzaba con la seguridad de quien sabe que su presa ya no tiene dónde huir.
...
Por su parte, enanos y eldens corrían por las distintas plataformas, huyendo de las hordas de trasgos y derribando otras a su paso. Con astucia, la compañía supo desviarse, aprovechar las herramientas del lugar y abrirse camino, ya fuera cortando cadenas o destruyendo pasarelas para cerrar el avance de sus perseguidores.
La destreza de los trece enanos se hizo evidente: cada uno abatió más trasgos de los que se podían contar. Los eldens, en cambio, avanzaban como una máquina imparable, aunque con un objetivo distinto. Mientras los enanos buscaban llegar a una zona segura, los eldens se dirigían hacia donde creían que estaba su señor, decididos a ayudarle aunque el camino fuera imposible.
Thiollier y Moore fueron clave en ese avance. El primero esparcía sus creaciones venenosas sobre las concentraciones de enemigos, debilitando a decenas, mientras sus compañeros lo protegían. Moorer, en cambio, marchaba como un tanque viviente, empujando con su escudo, abriendo paso por los puentes y lanzando trasgos al vacío con su fuerza brutal.
No faltaron los obstáculos: trolls que lanzaban rocas desde lejos o bloqueaban el camino. Pero ahí entraron en juego Filian y Kilian, diestras arqueras, junto con Bifur, Bofur y Bombur, que poseían las runas de poder troll. Los Eldens, por su parte, contaban con Freya y Hornsent, que avanzaban con sus objetivos fijos en derribar esos gigantes para que no estorbaran su paso.
Las arañas fueron otro problema: rápidas, silenciosas, difíciles de detectar y con venenos mortales. Por fortuna, eran pocas y sus jinetes aún menos, lo que evitó que el combate se volviera demasiado complejo.
En cierto punto, enanos y eldens se separaron tanto que ya no hubo un camino claro para reunirse. Thorin, con Orcrist brillando en su mano y segando trasgos como una cuchilla en un molino de carne, lo notó con frustración.
"¡Sigan adelante, ya encontraremos la forma de reunirnos!" rugió mientras guiaba a los suyos entre los pasillos de madera y hierro.
Pero la desgracia los alcanzó. Llegaron a una plataforma distinta, y allí los esperaba el trasgo que, en un principio, los había enviado a ver al rey. Los miraba con una sonrisa maliciosa, su mano posada sobre lo que parecía un tosco bastón. Al verlos llegar, bajó de golpe la palanca.
De inmediato, la plataforma perdió el soporte de un extremo y se volcó. Los enanos resbalaron y cayeron entre tablones rotos hacia un suelo de piedra. La caída no fue larga, y la resistencia de sus cuerpos les evitó heridas graves, pero las carcajadas del trasgo desde lo alto dejaron en claro que algo estaba mal.
Entonces lo oyeron: pasos arrastrados, ecos que venían del fondo de la cueva. Al levantar la vista, vieron siluetas humanoides que avanzaban torpemente hacia ellos. Al acercarse, la luz reveló el horror. Eran trasgos, pero no vivos: cuerpos con partes faltantes, carne podrida, huesos expuestos… un hedor nauseabundo mayor al habitual en esta cueva se impregnaba en el aire.
No había duda. Los enanos habían caído en una trampa: estaban en la fosa donde arrojaban a los trasgos muertos, ahora profanados y devueltos a la no-vida por el poder de la raíz negra.
...
Miquella lo estaba teniendo difícil. Con Torrente encargándose por completo de la movilidad y el esquive, el semidiós solo debía concentrarse en blandir la gran espada mágica contra el rey trasgo… pero era más fácil decirlo que hacerlo. Pese a su apariencia obesa y grotesca, el monstruo se movía con una destreza aterradora, desviando ataques y contraatacando con una fuerza bruta imposible de subestimar.
Consciente del origen de su poder, Miquella intentó varias veces cortar el tronco donde estaba incrustada la banda metálica, esperando anular así la fuerza del monstruo. Sin embargo, la magia del propio aro parecía reforzar la madera: cada choque del garrote contra la espada no terminaba en una fractura, sino en una colisión que repelía a ambos, estallando chispas y ondas de energía.
"Te ves cansado… niño" bufó el rey trasgo, jadeante, aunque sin mostrar señales de que la batalla fuera a terminar pronto.
Hasta entonces, los trasgos, trolls y arañas de alrededor habían permanecido expectantes, observando el duelo de su soberano. Pero con una simple señal de este, empezaron a moverse: arcos tensados, piedras listas en las manos de los trolls, un cerco cada vez más cerrado en torno al semidiós. El espacio para maniobrar se reducía a cada instante.
Miquella giró la mirada en todas direcciones, su mente trabajando a máxima velocidad en busca de una contramedida.
Su anillo había estado absorbiendo energía sin descanso, convirtiéndose en un vórtice que crecía con cada instante que seguía trabajando.
Incluso las criaturas del ejército trasgo parecían más débiles, y los cadáveres del entorno se descomponían a un ritmo antinatural, como si el mismo aire se drenara de vida. El poder acumulado era vasto, inconmensurable. Lo sentía latir en su interior, dispuesto a estallar en un hechizo capaz de arrasar con todo.
Pero ahí residía el dilema: para liberar semejante magia tendría que desatar una fuerza que quizás lo consumiera también a él, y en un espacio cerrado la devastación podía volverse contra todos. Peor aún: ¿y si el garrote encantado del rey trasgo podía contrarrestarlo?
Atrapado en esa encrucijada, la tensión se quebró de pronto con un estruendo. Desde lo alto, una plataforma cedió, y sobre parte de la horda trasga cayeron los eldens, como un relámpago que rasga la oscuridad.
"¡Por Miquella!" gritó Leda, lanzándose al combate y enardeciendo a sus compañeros. La matanza comenzó en un instante, y la atención del ejército trasgo se dividió justo en el momento más crítico.
El rey trasgo desvió la mirada un instante hacia los recién llegados, pero no pareció importarle: sus hordas podrían ocuparse de ellos. Un troll, dispuesto a demostrarlo, levantó una roca sobre su cabeza para aplastar a los eldens. Sin embargo, antes de lanzarla, una intensa luz blanca lo envolvió y lo hizo volar por los aires, cayendo con estrépito sobre un grupo de trasgos.
Tras el troll derribado apareció la figura de Gandalf, bastón en alto, irradiando una claridad que cortaba la penumbra de la caverna. Su llegada fue heroica, aunque su aspecto distaba mucho de la majestuosidad: ropas desgarradas, sangre manchando su piel y heridas que lo hacían parecer peor que un mendigo. Pero sus ojos ardían con firmeza, y su espada en mano le abrió camino hacia el centro de la gruta, donde estaba Miquella.
"Así que… un solo golpe no bastó" gruñó el rey trasgo, sin perder la soberbia.
No tuvo tiempo para más. Un rugido colectivo de guerra estalló:
"¡¡¡AAAHHHH!!!"
Los enanos irrumpieron en la arena, maltrechos, pero firmes. Tres de ellos cargaban un enorme tronco como ariete, corriendo hacia la mole trasga. Con un violento golpe de su garrote, el rey los hizo volar junto con la improvisada arma, derribándolos. Se giró triunfante… y en ese mismo instante sintió algo acercándose.
Giró otra vez y lanzó un barrido horizontal con todas sus fuerzas, pero falló: Torrente saltó ágilmente por encima del arma y su portador, burlando de nuevo al coloso. El rey trasgo rugió de furia, cansado de ser humillado por aquel corcel. Lo vio cargar de frente, como dispuesto a cornearlo, y descargó sobre él un golpe devastador.
El garrote se abalanzó contra Torrente, pero antes de que pudiera impactarlo, el caballo se desvaneció.
Miquella se había deslizado de su montura tiempo antes del impacto. Ahora, con las palmas contra el suelo, liberaba una oleada de energía. El rey trasgo aun afectado por la inercia de su porpio ataque, apenas alcanzó a percibir cómo la roca bajo sus pies ardía y se agrietaba.
No lejos de allí, Gandalf llegó al centro de la arena y, con un salto humanamente imposible, se alzó muy alto por encima de Miquella y del rey
Como la erupción de un volcán, una explosión de llamas brotó bajo el rey trasgo, lanzándolo varios metros hacia el aire. En pleno ascenso, la figura del mago lo interceptó desde lo alto.
En la caída, Gandalf blandió a Glamdring y atravesó el cuerpo del coloso desorientado, hundiendo la hoja sin piedad. Con la otra mano, empujó su bastón contra el pecho de la criatura y desató una luz blanca enceguecedora. El impacto fue brutal: el rey trasgo fue enviada a gran velocidad contra el suelo como un proyectil, estrellándose con una fuerza que hizo temblar toda la cueva.
El garrote se desprendió de su mano en la caída. Privado de la energía que lo sostenía, su cuerpo gigantesco se desplomó, destrozado por la combinación de heridas, sobrecarga y la pérdida del poder prestado. Tal vez incluso murió antes de tocar el suelo.
La lucha en el centro de esta cueva al fin terminó, pero con un ambiente pesado, con los jadeos de Gandalf y Miquella, que apenas podían mantenerse en pie. Sin necesidad de palabras, ambos dirigieron la mirada hacia el garrote caído.
En el suelo, la banda metálica que lo rodeaba palpitaba con destellos cada vez más débiles. Unos segundos después de la muerte del Rey trasgo, comenzó a resquebrajarse, hasta que se partió en incontables fragmentos que se dispersaron por todo el lugar. El fulgor que antes exudaba se extinguió en un instante, como si solo quedara metal ordinario.
Una leve onda expansiva recorrió el lugar, tan sutil que apenas unos pocos la percibieron… como un susurro, un último aviso de que aquel objeto había sido destruido.
