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Chapter 37 - 37) Saliendo de la Montaña

La muerte del rey trasgo fue un punto de quiebre devastador en la batalla que aún rugía dentro de la caverna. El caos se desató: los trasgos de la montaña rugieron de furia por la caída de su líder, pero la situación tampoco era favorable para ellos.

Al ver el cuerpo colosal desplomarse y la banda metálica estallar en fragmentos, los trasgos de Moria se miraron entre sí y, como si un mismo instinto los dominara, abandonaron el combate. La fuerza que los había obligado a cooperar había desaparecido; no pensaban arriesgar sus vidas en un territorio ajeno. Se replegaron con lentitud, retrocediendo paso a paso, dispuestos a esperar en las sombras, listos para dar el golpe final y reclamar las recompensas cuando todo acabara.

No fueron los únicos. Las arañas comenzaron a retirarse junto a sus jinetes, arrastrándose hacia los túneles como si nunca hubieran estado allí. Los trolls, por su parte, se volvieron erráticos: menos coordinados, más salvajes, rugiendo de ira y perdiendo el poco control que habían demostrado. Y en lo profundo de la caverna, los gigantes dejaron escapar aullidos que hicieron retumbar la piedra. Aunque no llegaron a atacar a sus propios aliados, estuvieron peligrosamente cerca, como si la violencia reprimida hubiera vuelto a despertar.

Como si la situación no fuese ya desesperada, desde una de las entradas irrumpió un nuevo horror: trasgos no muertos, que avanzaban tambaleantes hacia todo lo que aún respiraba. Los enanos se habían enfrentado a ellos antes en el foso, y aunque habían logrado abrirse paso, también provocaron otro problema: al escapar, también habían liberado a esas criaturas de su encierro. Ahora los cadáveres marchaban sin descanso hacia la batalla, listos para destruir a los vivos.

Era evidente: nadie podía permanecer un minuto más en aquel lugar. Abriéndose camino a golpes, eldens y enanos convergieron hacia el centro de la cueva, donde Gandalf mantenía su posición. Su bastón y su espada brillaban como balizas de poder, repeliendo a las hordas que lo asediaban.

Allí mismo, encontraron a Miquella arrodillado, luchando por levantarse. Leda corrió hacia él, pero el semidios apenas pudo alzar la voz:

"Déjenme… yo puedo…" aulló con dificultad, los labios tensos de dolor. "Maten, ábranse paso… ¡tenemos que salir! Pero maten a cuantos más puedan…"

Debería haber sentido alivio por la victoria contra el peor de sus enemigos. Con el rey trasgo muerto, todo lo demás parecía resolverse fácilmente, más aún con la inconmensurable energía que había acumulado su anillo. Pero no era así. Ese mismo anillo era ahora la raíz de su tormento.

Durante la batalla, había funcionado como una máquina incansable, absorbiendo energía sin pausa. Y aunque Miquella había tratado de controlarlo, había llegado a un punto de no retorno. El flujo era imposible de detener. Sentía cómo el anillo drenaba lo que lo rodeaba: la vitalidad de los vivos, la esencia de la roca, incluso la decadencia de los cadáveres.

El efecto ya era visible. Los trasgos muertos se desmoronaban en polvo ante los ojos de todos, y los vivos que se acercaban demasiado se debilitaban cada vez más rápido, como si la vida les fuera arrancada segundo a segundo.

Esta era una habilidad descomunal, pero también estaba fuera de control, y el peligro que suponía no era menor. Miquella sentía cómo el anillo quería devorarlo todo. La única razón por la que el poder aún no consumía también a sus compañeros era porque él mismo estaba concentrando toda su voluntad en contenerlo. Cada vez, sin embargo, le resultaba más difícil. Sentía que si flaqueaba, no solo arrastraría consigo a sus amigos, sino que también sería devorado.

El dedo que portaba el anillo sangraba; se encontraba en un ciclo constante de necrosis y regeneración gracias al flujo incesante de energía absorbida y devuelta. Miquella mismo empezaba a sentir náuseas al percibir cómo su cuerpo era vaciado y rellenado una y otra vez.

Esto no podía continuar. A ese nivel de poder, lo único que lograba era frenar el crecimiento descontrolado de la absorción y tratar de disminuirlo poco a poco, con la esperanza de apagarlo por completo. Pero aquello no era algo que pudiera lograrse en poco tiempo.

"Tenemos que salir de aquí" gruñó Thorin, mirando cómo estaban cada vez más cercados, contenidos solo por el bastón de Gandalf y la distracción de los trasgos, divididos por los no muertos.

"No resistiré mucho más", advirtió el mago. Su poder era grande, pero no inagotable, y la marea de enemigos seguía creciendo, reforzada por trolls y gigantes.

"¡A un lado!" rugió Miquella, alzando la mano del anillo frente a sí.

Una energía aguamarina y negra, brillante y pulsante, se concentró en torno a su brazo. El aire tembló, la presión se volvió insoportable para los más cercanos, y de pronto, un rayo destructor salió disparado hacia adelante: Comet Azur.

El torrente de energía arrasó con todo a su paso, pulverizando trasgos y lanzando por los aires incluso a un troll, que fue atravesado sin remedio. Ni cetro ni sello fueron necesarios: el anillo contenía tanta energía que bastaba para desatarla. Pero semejante poder tenía un precio. La mano de Miquella quedó abrasada, carbonizada por el esfuerzo, aunque él no lo tuvo en cuenta.

El dolor estuvo a punto de quebrar su concentración en suprimir la absorción. El anillo seguía bebiendo energía sin descanso, y los cadáveres calcinados por el hechizo comenzaban a descomponerse en polvo frente a sus ojos.

Con rapidez, Miquella colocó su mano sobre el cuerpo del rey trasgo. El cadáver se desintegró en cuestión de segundos, consumido por la voracidad del anillo. Un silbido resonó en el aire, y al instante Torrente apareció, respondiendo a su llamada. Sin dudarlo, Miquella montó y se lanzó hacia la brecha recién abierta.

"¡Vamos!" gritó, sujetando su mano herida contra el pecho.

La compañía no dudó. Aprovechando la oportunidad, avanzaron tras él, decididos a escapar de aquella cueva infestada de trasgos antes de que fuera demasiado tarde.

"¡Maten todo lo que puedan en el camino!" exigió Miquella con dificultad.

Aunque sus palabras dejaron a varios confundidos, nadie dudó. Confiaban en su compañero, y los Eldens, en particular, respondieron de inmediato, abriéndose paso con una brutalidad renovada.

Miquella, montado en Torrente, podría haberse alejado velozmente del peligro. Sin embargo, su anillo seguía fuera de control. Necesitaba muertes a su alrededor, necesitaba cuerpos de trasgos para absorber; de lo contrario, la presión del anillo se intensificaría sobre sí mismo hasta devorarlo por completo. Por eso ordenó a su corcel que no se separara del grupo.

Con Torrente a cargo de sus movimientos, Miquella se concentraba en ralentizar la absorción y desarmar poco a poco el vórtice de energía. Su esperanza era clara: que al salir de aquella cueva, con menos trasgos alrededor, el anillo estuviera lo bastante bajo control para no ser una amenaza para todos.

Para aliviar la carga, desvió parte del poder procesando la esencia del rey trasgo en una runa. Igual que con los trolls, el anillo absorbió su fuerza y selló aquel poder en un nuevo fragmento rúnico. Aunque esa runa tardaría en alcanzar su verdadero potencial, el desvío de energía brindaba un pequeño respiro a su cuerpo agotado.

Con Miquella limitado, fue Gandalf quien tomó la delantera. Cada movimiento de su bastón y de su espada desataba ráfagas de magia pura, destruyendo obstáculos y repeliendo oleadas de trasgos. Los enanos luchaban con la misma ferocidad: sabían que esta era la única oportunidad de escapar. Miquella estaba herido, Gandalf agotado, y todos los demás medianamente maltratados. Si se detenían, no quedaría nada de ellos salvo restos para alimentar a la horda.

El camino era caótico, confuso, pero, quizá por obra de la fortuna, pronto se acabaron las plataformas de madera. Ante ellos se abría la piedra desnuda de la montaña. Y entonces, alguien lo vio: un destello. No era fuego ni antorcha, sino una luz más pura. Lejana, tenue… pero inconfundiblemente la luz del sol. Una salida

Miquella había logrado reducir en gran parte la furia del anillo, aunque el precio era un agotamiento que lo hacía temblar. Miró la pendiente abrupta que se extendía hacia aquella promesa de libertad y, detrás de ellos, la marabunta de trasgos que ya casi los alcanzaba. Ninguno de los caminos parecía viable: retroceder era arriesgar la vida… y saltar al vacío era elegir una muerte segura.

Entonces Gandalf tomó una decisión. Alzó su espada y comenzó a golpear las uniones más sólidas de la plataforma donde estaban.

"¡¿Qué estás haciendo?!" vociferaron los enanos, con un temor que iba más allá de la batalla. Para ellos, mejor morir combatiendo que caer y hacerse polvo contra la roca.

"Sacándonos de aquí", respondió el mago con calma, y descargó un último golpe de su bastón contra el suelo.

Los trasgos se abalanzaban ya sobre ellos cuando la plataforma crujió. Con un estruendo que resonó en toda la caverna, la estructura cedió y se desprendió del resto, precipitándose al abismo.

Miquella, sintiendo que el anillo estaba a un último segundo de estabilizarse, hizo que Torrente cargara directo contra la horda de trasgos.

"¡Mi Señor!" gritó Leda, alarmada al ver que parecía lanzarse solo contra el enemigo

El semidios no respondió. De pie frente al océano de trasgos que se precipitaba hacia él, extendió ambas manos hacia adelante y liberó una última atracción de energía: una onda implosionadora que desgarró el aire.

Un sonido atroz, capaz de romper tímpanos, resonó en la caverna. Con un destello inexistente, casi fuera de este mundo, la mitad de los trasgos que lo rodeaban cayeron muertos en un instante, como si les hubieran arrancado el alma. Los que sobrevivieron quedaron inertes, desplomados, con su vitalidad severamente dañada, posiblemente causando la muerte en poco tiempo.

La energía se retrajo hacia el anillo, que por fin se cerró sobre sí mismo, apagando su absorción continua como si nunca hubiera existido. Miquella exhaló un suspiro entrecortado de alivio, y Torrente se volvió de inmediato hacia la plataforma donde estaban los demás. La estructura se deslizaba por el borde de la roca como una montaña rusa descontrolada, con todos gritando y aferrándose desesperados.

La compañía hacía lo posible por sostenerse, mientras la plataforma caía y se tambaleaba. Miquella los siguió de cerca montado en Torrente, usando su capacidad para saltar sobre el aire y conjurando pequeñas plataformas como puntos de apoyo.

El final llegó con violencia. La plataforma chocó contra el suelo con un estruendo que sacudió a sus pasajeros, lanzando a varios por los aires. El golpe fue brutal, pero infinitamente más benigno que una caída directa desde la altura de donde venían.

Miquella descendió hasta ellos y vio el estado de sus compañeros: aturdidos, magullados, agotados al límite. Más de uno estaba al borde del desmayo.

Reuniendo lo poco que le quedaba, el semidios conjuró un hechizo de sanación en área. Una luz dorada se expandió como un manto sobre todos, cerrando heridas, calmando el dolor y devolviendo fuerza a los cuerpos extenuados. Al mismo tiempo, aquel resplandor cegó y ahuyentó temporalmente a los trasgos que aún los perseguían.

Fue un bálsamo para la compañía, suficiente para permitirles ponerse en pie una vez más, aunque no era una cura absoluta. Miquella no estaba en condiciones de desatar todo su poder: el desgaste había dejado huellas profundas. Su mano, apenas recuperada, aún temblaba. Uno de sus ojos estaba rojo, consumido por un derrame. Su respiración era irregular, y las náuseas lo mareaban y sus sentidos estaban distorsionados. El anillo había salvado sus vidas… pero lo había quebrado por dentro. Un simple hechizo no lo recuperaría, él necesitaba descansar...

"Rápido" urgió Gandalf, ayudando a levantar a quienes aún se tambaleaban. "¡El sol está cerca! Solo su luz detendrá a los trasgos"

Apoyándose unos a otros, todos reunieron sus últimas fuerzas. Leda sostuvo a Miquella para mantenerlo firme sobre Torrente, y la compañía entera corrió hacia el túnel de salida.

La luz se hizo visible al final del pasadizo, primero como un tenue resplandor, luego como un faro que los llamaba. Trasgos aún los perseguían, pero ya era demasiado tarde para ellos.

Emergieron de la montaña corriendo, y de golpe fueron recibidos por el aire fresco, el calor del sol y la visión de la hierba verde y los bosques que se extendían hasta el horizonte.

La compañía no se detuvo. Ni una palabra de celebración salió de sus labios: sabían que mientras aquella entrada quedara a sus espaldas, todavía no estaban a salvo.

Pero aún corriendo, aún heridos, la sensación era clara: habían sobrevivido. Y bajo la luz del día, por primera vez en mucho tiempo, podían respirar de aliviados.

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