Aunque a los enanos les resultaba incómodo ser escoltados por los elfos hasta el pie de las Montañas Nubladas, no tenían razones reales para quejarse… aun así lo hicieron. Murmuraban entre dientes, incapaces de sentirse en paz bajo la vigilancia de aquellos a quienes consideraban más rivales que aliados.
Thorin, en cambio, no se unía a las protestas. Guardaba silencio, montando junto a Gandalf, apartados del resto. Nadie alcanzaba a escuchar lo que conversaban, pero bastaba con mirar sus rostros para comprender que no era una charla ligera, sino una discusión seria y cargada de preocupaciones.
El viaje fue incómodo para algunos, pero para otros no pasó de ser un paseo inesperadamente seguro. Miquella, aunque consciente de la gravedad de la situación, se esforzaba por tomárselo con calma. Cabalgaba cerca de sus seguidores, escuchando a Leda y Ansbach relatar lo que se había hablado en la reunión mientras él dormía, discutiendo entre ellos sus próximos pasos y cómo enfrentar lo que vendría.
Lo cierto era que los enanos debían agradecer la mano amiga de los elfos: gracias a la escolta habían llegado mucho antes a los pies de la montaña de lo que jamás lo hubieran hecho por sí solos.
Cuando el terreno comenzó a volverse demasiado empinado, la compañía se detuvo. Todos desmontaron… excepto Miquella. Los elfos tomaron las riendas de las monturas, se despidieron con un saludo sencillo y comenzaron el regreso hacia Rivendel.
Ahora quedaban solos: enanos, Eldens, Bilbo y Gandalf, frente al desafío de atravesar los pasos montañosos que conducían sobre la antigua morada de los enanos, Khazad-dûm. Ni los ponis ni los caballos eran adecuados para aquel terreno áspero y traicionero; tendrían que continuar a pie. Todos, salvo Miquella: Torrent era un corcel único, preparado para afrontar incluso esos senderos imposibles. Y en cierto modo, era lo mejor: el semidiós, frágil en apariencia, habría tenido serias dificultades para resistir el trayecto sin ayuda.
La marcha se reanudó. Gandalf y Thorin guiaban al frente, los enanos y Bilbo marchaban en medio, y los Eldens cerraban la retaguardia. No era una división estricta, pues el terreno los obligaba a mantenerse cerca, sobre todo en los pasos más estrechos. Miquella, gracias a Torrent, tenía más libertad: avanzaba y retrocedía, se adelantaba a los exploradores o ascendía a promontorios para vigilar la ruta. Era, en efecto, un explorador improvisado.
Fue en una de esas escaladas que distinguió, a lo lejos, nubarrones oscuros aproximándose. Sonrió con cierta ironía: recordaba lo que debía ocurrir en la historia que conocía. Pero esta vez los enanos habían partido antes, y eso alteraba el curso de los acontecimientos. Si su cálculo era correcto, la tormenta los alcanzaría recién al final del cruce, y quizá no tendrían que enfrentarse con el peligro que aguardaba bajo la montaña. Aun así, no pudo evitar sentir curiosidad por aquellos gigantes de roca.
El camino continuó sorprendentemente tranquilo. Demasiado. Y esa calma, en vez de brindar alivio, pesaba sobre todos como una sombra. Gandalf lo percibía, y Miquella también... incluso aquellos más sensibles: no era paz, era la sensación incómoda de ser observados. Como si ojos invisibles los siguieran desde las grietas y rocas circundantes.
La lluvia comenzó con una llovizna suave, apenas unas gotas. No era una tormenta; ni siquiera el cielo se había oscurecido, solo tenía un tono gris claro. Sin embargo, el ambiente se sentía ominoso. La tensión aumentó al oír un leve sonido de rocas chocando.
El grupo se detuvo, mirándose entre sí. La posición en la que estaban no era ideal, y su visibilidad era limitada. No podían saber si era un derrumbamiento o algo más. Aun así, todos ya tenían sus manos sobre sus pertenencias y armas.
Miquella, intrigado, espoleó a Torrent para ganar altura y obtener mejor vista. Desde allí no vio nada, solo una montaña aparentemente silenciosa. Y sin embargo, lo sentía: había hostilidad en el aire, una mirada múltiple, maliciosa, que se clavaba sobre ellos desde varios puntos.
Segundos antes de regresar para informar que no había encontrado nada, ocurrió. Entre las piedras, en distintas direcciones, figuras oscuras comenzaron a moverse, revelándose lentamente desde detrás de las rocas.
Figuras humanoides, colosales, de una altura equivalente a dos o tres trols, se alzaban a lo lejos. Desde su posición, Miquella no alcanzaba a distinguir con claridad sus rasgos, pero podía ver lo suficiente: cuerpos robustos, ligeramente encorvados, cubiertos por una piel áspera y rugosa de tonos pardos, quizas escamosa. Sus rostros eran grotescos, apenas reconocibles como humanos; tal vez más próximos a neandertales deformes, aunque ni siquiera eso parecía exacto.
Uno de ellos se inclinó lentamente, tomó una roca enorme con ambas manos y la alzó por encima de su cabeza.
"¡CUIDADO!" gritó Miquella, al mismo tiempo que hacía saltar a Torrente hacia un costado. Una piedra descomunal pasó rozando su anterior posición y se estrelló contra la ladera.
l grito llegó justo a tiempo. La compañía levantó la vista y vio más rocas descender a toda velocidad hacia ellos. Los enanos se dispersaron como pudieron, esquivando a duras penas los proyectiles que destrozaban el sendero y hacían volar cascotes por todas partes.
Los impactos retumbaban como martillazos de un dios iracundo. Cada piedra arrancaba secciones enteras del camino, dejándolos al borde del vacío
"Gigantes" grito gandlf señalando al mas visible de ellos que y se estaba agachando apra cojer otra roca.
—¡Gigantes! —bramó Gandalf, señalando al más cercano, que ya preparaba otro lanzamiento.
El peligro era evidente: estaban demasiado lejos para contraatacar y nadie podía asegurar que las flechas fueran de utilidad contra criaturas de semejante tamaño.
"Corran hacia adelante, busquen cobertura!" ordenó Thorin con voz firme, abriéndose paso por el angosto sendero.
La compañía obedeció sin cuestionar, avanzando a toda prisa. El sendero se resquebrajaba bajo sus pies, los tramos rotos obligaban a saltar de roca en roca, y la llovizna volvía todo resbaladizo como hielo. Bilbo, en un mal paso, patinó y estuvo a punto de precipitarse al abismo; de no ser porque un Elden lo atrapó en pleno aire y lo arrojó hacia adelante, habría terminado en la oscuridad sin fondo.
Mientras tanto, Miquella y Gandalf se mantenían como el último escudo. Conjuros estallaban en destellos de luz y ráfagas de energía, destrozando las rocas más amenazantes antes de que cayeran sobre sus compañeros. Pero era inútil pensar que estaban a salvo: la lluvia de proyectiles no cesaba, y cada segundo era una apuesta contra la muerte.
Fue entonces cuando divisaron una cueva al costado del camino. La idea dividió opiniones en un instante: sí, ofrecía cobertura contra los proyectiles, pero ¿y si no tenía salida? ¿y si los golpes de los gigantes provocaban un derrumbe y quedaban atrapados en su interior?
No hubo tiempo de decidir.
Un estruendo mayor retumbó en la montaña. El sonido de la piedra resquebrajándose fue tan ensordecedor que todos se detuvieron instintivamente. El suelo temblaba bajo sus pies, y un rugido sordo, como el de la propia tierra, se alzó junto al primer relámpago de la tormenta.
Ante sus ojos, la montaña misma pareció levantarse, desprendiéndose en bloques titánicos que cobraban forma de extremidades. Una figura colosal, hecha de pura roca, se irguió pesadamente, sacudiendo la ladera entera con cada movimiento. Y no era la única: otras siluetas comenzaron a emerger de entre las montañas cercanas, como si la cordillera entera hubiera decidido despertar.
Las rocas arrojadas por los gigantes menores habían golpeado varias zonas de la montaña, y en esos mismos lugares empezaron a levantarse otras figuras aún más imponentes. Eran gigantes de roca, colosales, mucho más grandes y aterradores que aquellos de carne y hueso. No eran simples bestias, sino masas vivientes de montaña que parecían encarnar el poder primitivo de la tierra misma.
Sus miradas, si podían llamarse así, se posaron primero en quienes los habían despertado
"Gigantes de roca…" murmuró Gandalf por segunda vez, incrédulo ante semejante destino.
"Esto no podría empeorar…" gruñó Thorin, reflejando el desánimo de sus enanos, que apenas habían escapado de un desastre para encontrarse con uno mayor.
Pero no era la compañía la que estaba en el centro de la atención. Los gigantes menores, los de carne, tampoco habían previsto lo que sus ataques desencadenarían. Los colosos de piedra no comprendían la malicia ni la violencia como los mortales: eran como niños descomunales, de mente simple, para quienes los gigantes de carne eran lo bastante grandes como para llamarles la atención y convertirse en juguetes visibles, a diferencia de lso demas que serian como insectos a sus ojos. Así, con inocencia brutal, comenzaron a lanzarles enormes pedruscos, mucho más vastos que cualquiera de los proyectiles anteriores.
En un instante, un gigante de carne fue aplastado bajo una roca titánica, reducido a silencio eterno. Sus compañeros rugieron de ira, y la lucha estalló. Los “pequeños” gigantes arremetieron contra las montañas vivientes, que ni siquiera comprendían que estaban en una batalla real. Para ellos, todo seguía siendo un juego.
El caos fue indescriptible. Rocas volaban en todas direcciones, fragmentos de montaña se desplomaban con estrépito, y la violencia del choque era tan desmesurada que la compañía no tuvo opción: debían huir. La rodilla de un coloso de piedra cayó a pocos metros de donde estaban, abriendo un cráter y haciendo temblar todo el valle. Sin pensarlo, se precipitaron dentro de la cueva, la única protección inmediata que ofrecía la ladera.
Miquella hizo desaparecer a Torrente justo en el salto de entrada, antes de que un impacto estremeciera la entrada y las paredes vibraran como un tambor. Dentro, la penumbra se llenó de polvo, fragmentos de roca y un silencio quebradizo cargado de terror.
El techo se agrietaba sobre sus cabezas. Pedazos de piedra se desprendían, golpeando el suelo a su alrededor. La compañía, con el miedo reflejado en sus rostros, se apresuró a buscar una salida, pero no hallaron nada. Solo muros cerrados y oscuridad, una posible tumba de piedra...
La tensión crecía con cada grieta nueva, con cada rugido apagado que llegaba desde el exterior, con cada sacudida que hacía vibrar el piso bajo sus botas. Todos mantenían las armas en mano, como si el acero pudiera protegerlos del derrumbe de una montaña.
No podían salir, pero quedarse tampoco era opción. Gandalf y Miquella se mantenían tensos, preparados para desatar su poder en el instante exacto en que la cueva cediera, aunque ni siquiera ellos estaban seguros de poder salvar a todos.
Entonces, entre el fragor de truenos y derrumbes, un sonido distinto se sumó: un crujido más bajo, más cercano.
Una serie de "cracks" los tomó por sorpresa, pero el grupo no le dio mayor importancia, pensando que eran los sonidos de la cueva resquebrajándose aún más. En cierto modo, tenían razón; solo que, en lugar de ser las paredes o el techo, esta vez fue el suelo.
Con horror, vieron aparecer grietas bajo sus pies y, al mismo tiempo, un resplandor azulado iluminó tenuemente las espadas élficas de Thorin, Gandalf y Bilbo, revelando lo que se escondía entre las grietas.
Un instante después, el piso entero se desplomó. No hubo dónde aferrarse, pues no había nada a lo cual sujetarse: el suelo entero desapareció bajo ellos como si hubiera sido tragado por un abismo.
Cayeron todos, la compañía entera, mientras vislumbraban entre la lluvia de polvo y maderas rotas la causa: estructuras subterráneas, reforzadas con vigas, habían cedido, derribadas por criaturas humanoides horrendas que acechaban bajo la montaña.
No hubo tiempo para comprender más. El descenso era como la resbaladilla más cruel del mundo: una caída interminable sobre la áspera roca que desgarraba ropas y piel, sin posibilidad de detenerse.
Leda intentó aferrarse, y Ansbach clavó la hoja de su guadaña para frenar, pero entonces escucharon la voz clara de Miquella.
"¡Déjense caer!" ordenó, sujetando con firmeza su túnica mientras maniobraba en la caída.
Los Eldens, obedientes, soltaron sus intentos de resistencia y buscaron acercarse a su señor, protegiéndolo con sus cuerpos mientras descendían hacia lo desconocido.
