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Chapter 34 - 34) Dentro de la Montaña

El final de la caída los llevó a una estrecha plataforma de madera, nada adecuada para la cantidad de cuerpos que se precipitaron sobre ella. Trece enanos, siete eldens adultos y medio, Gandalf y Bilbo, todos amontonados en un espacio reducido, cayendo unos sobre otros… No fue una experiencia agradable, sobre todo para quienes tuvieron la mala suerte de ser los primeros en aterrizar y convertirse en la base de aquella improvisada montaña humana.

Los mejor librados fueron Miquella y Gandalf, que lograron amortiguar el golpe con un poco de magia. Incluso intentaron ayudar a los demás, pero no resultaba sencillo, y aunque evitaron un desastre mayor, la situación seguía siendo caótica.

Sin embargo, un detalle en particular llamó poderosamente la atención de Miquella. La plataforma era tan pequeña que, aunque los primeros en caer quedaron magullados por el peso de los demás, los últimos corrían el riesgo de quedar fuera y precipitarse a una muerte segura. Algunos alcanzaron a aferrarse a un compañero o a los bordes, trepando a duras penas para evitar el vacío. Pero hubo alguien que no lo logró: Bilbo.

Miquella presenció con incredulidad cómo el hobbit resbaló como una bola fuera de la plataforma. Y, sin embargo, en lugar de caer a un destino fatal, el pequeño cuerpo rodó de un modo casi imposible: se deslizó entre rocas y grietas, golpeándose de forma controlada, como si una mano invisible guiara su caída para reducir el daño, llevándolo cada vez más profundo en ese abismo. Era una suerte demasiado conveniente

El semidiós frunció el ceño. Todo parecía… orquestado. Lo más inquietante fue que ni Gandalf ni los enanos advirtieron la ausencia de Bilbo. En cambio, algunos de los eldens sí parecieron notar su caída. Por un instante, Miquella mismo sintió que no debería haber reparado en ella, como si algo intentara borrar el hecho de su mente. Sacudió aquella sensación, aunque no pudo evitar preguntarse hasta qué punto los designios de Eru Ilúvatar impregnaban este mundo. Aun así, notaba que ni él ni los otros eldens estaban tan sometidos a esa silenciosa influencia

No tuvo mucho tiempo para profundizar en esa idea. Apenas unos segundos después de la caída, un instinto primario lo estremeció: no estaban solos. La amenaza era inminente.

El primero en reaccionar fue Gandalf. Al percibir el peligro, alzó su bastón y liberó una ráfaga de luz que desvió una lluvia de flechas dirigidas contra el grupo. El destello sacó a todos de su aturdimiento y los obligó a levantarse y prepararse.

miquella rapdiamente fue rodeado por los demas eldens, los enanos tambien se levantaron en una formacion circular. ahora todos podian ver que es lo que sucedia.

Los eldens rodearon de inmediato a Miquella, mientras los enanos se reagruparon en una formación cerrada. Pronto todos vieron la magnitud de lo que se avecinaba: por el único puente de madera que conectaba con la plataforma, una horda de humanoides corría hacia ellos, armados con espadas toscas y con una intención claramente asesina.

En las plataformas vecinas, encaramados a las paredes, más de esas criaturas tensaban sus arcos, dispuestos a desatar otra lluvia de proyectiles como la que Gandalf acababa de repeler.

Eran trasgos: una subespecie de orcos de las Montañas Nubladas. Adaptados a la vida subterránea, se movían con agilidad en las cavernas, mucho más que sus congéneres de Mordor, aunque a cambio sufrían mayor incomodidad bajo la luz. Criaturas deformes, hostiles y voraces, que ahora se abalanzaban sobre el grupo.

Los que avanzaban por el puente eran los que podrían llamarse "trasgos de la montaña": orcos de piel pálida, bajos y encorvados, cuya civilización se había asentado en la parte superior interna de la gran cadena montañosa. Su aspecto era grotesco, más robustos, con espaldas arqueadas y movimientos bruscos, adaptados a moverse en pasadizos estrechos.

En cambio, los que aguardaban en las plataformas incrustadas en las paredes no pertenecían al mismo linaje. Estas eran criaturas más altas y escuálidas, aunque su andar agazapado y su hábito de moverse en cuclillas les daban una apariencia más encogida. Su piel era terrosa, sucias sus facciones, y sus ojos brillaban con un odio enfermizo. Habitaban los túneles inferiores, en lo que alguna vez fue el reino de los enanos, por lo que ellos podrían ser llamados “trasgos de Moria”.

Que existieran distintas razas de trasgos no era extraño; las Montañas Nubladas se extendían lo suficiente como para albergar incontables facciones, cada una con su propio jefe y costumbres. Lo verdaderamente insólito era que dos de esos pueblos colaboraran sin matarse entre sí. Claro que Miquella aún desconocía estos matices; para él, en ese instante, todos eran simplemente orcos ansiosos por despedazarlos.

La tensión se hizo insoportable. Nadie se movía, salvo los ojos inquietos que escrutaban cada gesto. Los trasgos se habían detenido a pocos metros de la compañía, golpeando sus armas contra la piedra en un ritmo macabro, mientras los arqueros mantenían las cuerdas tensas, apuntando directamente a sus pechos. La escena no era muy distinta en peligro de la que habían vivido contra los gigantes en el exterior de la montaña, aunque, al menos, aquí la destrucción parecía algo más contenida.

La situación era clara: estaban rodeados, atrapados en una plataforma demasiado estrecha. Los únicos caminos eran saltar al vacío o intentar abrirse paso por el puente, que ya de por sí se veía endeble, custodiado además por un ejército de trasgos.

Tanto Gandalf como Miquella llegaron a la misma conclusión al mismo tiempo. Ambos se prepararon para desatar una magia deslumbrante, un estallido de luz y poder que les diera aunque fuera un respiro, una mínima oportunidad de reacción.

Pero antes de que pudieran actuar, un trasgo de la montaña se abrió paso entre el tumulto y se colocó al frente. A simple vista no era muy distinto de los demás, quizá con algo más de cuero en su vestimenta y un arma de tamaño desproporcionado, pero lo cierto es que su autoridad se imponía: los demás guardaron silencio en cuanto levantó la mano huesuda.

"El rey quiere verlos… antes de matarlos" gruñó en un horrible dialecto del habla común, su voz rasposa como hierro oxidado y la boca llena de colmillos amarillentos.

Al instante, tanto los trasgos de Moria como los de la montaña prorrumpieron en un grito unísono, una ovación salvaje que resonó como un presagio. Era el clamor de quienes celebraban un destino ya sellado, convencidos de que la muerte de sus prisioneros estaba escrita.

Los enanos y los eldens apretaron con más fuerza las armas, listos para luchar hasta la muerte. Sin embargo, Gandalf entrecerró los ojos. Fue él quien advirtió con claridad lo que los demás apenas intuían: había dos facciones de trasgos actuando en conjunto. Aquello no era natural. Su instinto le decía que algo más se estaba fraguando en las sombras.

Los trasgos de la montaña retrocedieron lentamente por el puente de madera, sin dejar de golpear sus armas contra la roca, produciendo un ruido áspero que pretendía intimidarlos. No se alejaron mucho; sólo lo suficiente para marcar con claridad a la compañía cuál debía ser el camino.

"¿Qué hacemos?" preguntó Thorin, con la mandíbula tensa y los ojos fijos en las pocas opciones que tenían.

"Avancemos" respondió Gandalf, sin apartar la vista de las criaturas. "Hagamos lo que quieren… aquí no tenemos salida. Si llegamos hasta su líder, quizá podamos ganar tiempo. Y si las 'negociaciones' fallan, siempre habrá una oportunidad de escapar en el camino."

La voz del mago era firme, aunque en su interior reconocía que también sentía curiosidad. Quería ver con sus propios ojos qué clase de trasgo había logrado unir bajo un mismo mando a dos pueblos rivales. Fue el primero en dar un paso adelante.

Thorin apretó los dientes. No le gustaba la idea de obedecer a un orco, y menos aún si aquello los conducía a la perdición. Pero tampoco tenía alternativas. Hizo señas a los enanos para que estuvieran preparados, siempre listos para abrirse paso con el filo de sus hachas, y comenzó a seguir al mago.

Los eldens miraron a Miquella, todavía protegido en el centro del círculo defensivo que habían formado a su alrededor. El semidiós asintió, autorizando el avance. En silencio, no dejaba de pensar que, pese a las alteraciones que se habían provocado en el tiempo del viaje, habían terminado igualmente en manos del rey trasgo. Lo que no sabía era que esto se debía a cierta diferencia de la historia original, que los trasgos parecían haber anticipado su llegada.

El grupo avanzaba despacio, empujado por el clamor de la horda. Los trasgos de la montaña se replegaban ante ellos, mientras otros trepaban con inquietante facilidad por las paredes, apareciendo tras la compañía y cerrando cualquier posibilidad de retroceso. Los rodeaban por todos lados, obligándolos a continuar. La tensión se volvía casi insoportable.

Pronto llegaron a un punto en que el puente se ramificaba hacia diferentes pasarelas y túneles. Era la entrada a lo que solo podía describirse como la ciudad de los trasgos: un enjambre de pasadizos, puentes y plataformas iluminadas por antorchas y otros fuegos.

Algunos enanos, viendo la posibilidad de escapar, intentaron desviarse disimuladamente hacia otro camino. Pero de inmediato las flechas de los trasgos de Moria silbaron desde lo alto, clavándose a sus pies. Los proyectiles no buscaban matarlos, al menos no todavía, pero les dejaban claro que cualquier intento de fuga sería castigado. Por fortuna, ninguna flecha dio en el blanco.

Gruñendo de frustración, los enanos tuvieron que retroceder y resignarse a seguir el único sendero que les marcaban sus captores: el que conducía hacia su líder.

Los eldens, en cambio, no sufrieron ese trato. Ninguno de ellos rompió la formación de tortuga que habían creado alrededor de Miquella. Sus cuerpos eran una muralla impenetrable, dispuestos a recibir sobre sus espaldas cualquier proyectil antes de permitir que alcanzara a su señor.

El camino era un laberinto imposible, una maraña de pasarelas de madera, puentes colgantes y plataformas enclavadas en la roca. Quizá sólo los trasgos comprendían aquel entramado y sabían orientarse en él; para cualquiera ajeno, encontrar un sendero hacia el rey trasgo sin guía habría sido tarea muy difícil.

A medida que avanzaban, la compañía tomó verdadera conciencia de la magnitud del lugar. La ciudad trasga era rudimentaria, primitiva incluso, pero dejaba entrever la fuerza de aquel pueblo. En las casas excavadas en la piedra, en los balcones colgantes y en los túneles oscuros se agolpaban decenas… cientos… quizá miles de trasgos, y eso era sólo lo que la vista alcanzaba.

La mayoría eran trasgos de la montaña, aunque también había grupos de Moria dispersos entre ellos. No parecía que se llevaran demasiado bien, pero hacían un esfuerzo consciente por contener su hostilidad mutua y no matarse entre si. Aquello, en sí mismo, era alarmante.

Y no era lo único. Lo que de verdad provocó que los enanos dejaran de soñar con desvíos fueron las otras criaturas que compartían el dominio de aquella caverna.

Y no era lo único. Lo que de verdad provocó que los enanos dejaran de soñar con desvíos heroicos fueron las otras criaturas que compartían el dominio de aquella caverna.

Había arañas del tamaño de ponis, lo bastante grandes como para ser montadas por los trasgos, cosa que algunos hacian... y que además recolectaban su veneno para embadurnar las armas. Había trolls de cueva, enormes y toscos, con piedras en las manos listos para lanzarlas si las flechas no bastaban para mantener a la compañía en su camino. Y lo peor de todo: por lo menos un gigante fue visto, de los mismos que habían enfrentado en el exterior, se movía con pesadez en una de las salas más amplias de la caverna. 

Aquel ejército no era algo que ni Gandalf, ni Thorin, ni siquiera Miquella hubiesen anticipado. Ninguna de esas fuerzas aisladas era nueva para ellos: todos sabían que los trasgos, en sus distintos asentamientos, solían desarrollar sus propios recursos bélicos. Pero ver tantas armas, razas y horrores reunidos bajo un mismo techo era una señal inequívoca de que algo oscuro se estaba gestando.

Y aún había más. Los eldens, con su mirada atenta, detectaron algo insólito: a lo lejos se alzaba lo que parecía un rancho de ratas gigantes, nativas de las Tierras Intermedias. Los trasgos las habían capturado y domesticado como ganado dentro de la montaña. El hedor ya era insoportable, y las ratas solo hacían que la podredumbre de aquella ciudad subterránea.

¿Y qué más horrores podrían haber gestado en las entrañas de las montañas? ¿Qué otras cosas de las tierras intermedias habían arrastrado a su oscuro dominio?

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