Además de Leda, todos los presentes se volvieron hacia Miquella con cierta confusión; sin embargo, sus palabras, la seguridad en su voz y, sobre todo, el historial que ya había demostrado, hicieron que esta vez confiaran en él sin demasiada resistencia.
Elrond abrió camino hacia un sector particular de Rivendel, uno reservado para los estudios que requerían la influencia directa de la luna.
Era una plataforma rocosa que sobresalía en la ladera de la montaña, rodeada de pequeñas cascadas cuyo murmullo acompañaba la brisa nocturna. En el centro, como si la propia tierra lo hubiera forjado, un enorme cristal semitransparente emergía del suelo en forma de mesa natural. Desde allí, el cielo nocturno y los astros podían contemplarse sin obstáculos, y tanto la luz de la luna como la del sol caían sobre el lugar con una claridad perfecta.
Al llegar, todos aguardaron expectantes la acción de Miquella, quien había asegurado poder resolver el problema de la luz lunar. Elrond extendió el mapa ofreciéndoselo, dejándole libre el paso hacia la mesa de cristal. Pero el semidiós negó con la cabeza: no necesitaba el mapa. Avanzó hasta la plataforma con calma, como si la decisión estuviera ya tomada.
Los demás lo miraban sin entender. ¿Qué haría aquel niño? Durante un instante, algunos imaginaron —con mezcla de temor y asombro— que intentaría mover la propia luna para ajustarla a sus fines. El solo pensamiento resultaba inquietante.
Miquella, ignorando las miradas, alzó la vista hacia el astro nocturno. Los recuerdos de Ranni afloraron en su mente, pero los apartó con esfuerzo. Juntó las manos frente a su pecho, canalizando la energía del anillo que portaba. Quizás aquello era un gasto innecesario —bastaba esperar un día más—, pero él deseaba hacerlo. Un hechizo que evocaba a su hermana, una forma de honrarla.
La energía comenzó a brillar en sus palmas, una luz lunar artificial, tan pura como la real. Su ceño se frunció con la concentración mientras extendía lentamente las manos.
Entonces, el firmamento pareció distorsionarse ante los ojos de los presentes. Flotando en lo alto, aunque no demasiado lejos, apareció una segunda luna, más pequeña, que cubrió momentáneamente la visión de la original. No era real, sino una materialización mágica, pero irradiaba poder y cercanía como si lo fuera. Los allí reunidos contuvieron la respiración, incapaces de apartar la vista.
Miquella no se relajó tras invocarla; al contrario, redobló su esfuerzo. Con un movimiento pausado de sus manos, hizo que aquella luna ilusoria girara hasta adquirir la forma de un creciente perfecto. Solo entonces suspiró, aliviado por haberlo logrado.
"Listo. Una pequeña modificación a los hechizos lunares de la familia de mi media hermana, y ahí está: una luna creciente", dijo Miquella. Un peso se le quitó de encima, pero ahora venía la prueba de fuego. "Ve si funciona, porque esa luna no durará por siempre".
La energía de esa luna falsa era palpable, un aura que ponía tensos e intrigados a los presentes, sobre todo a Elrond. Una vez más, el líder elfo se encontraba abrumado por la curiosidad ante un niño con poderes dignos de los Hijos del Creador, los Ainur. Su convicción de que esa era la verdadera identidad de Miquella o algo similar se hacía cada vez más firme.
Aunque le hubiera gustado seguir especulando sobre la identidad de Miquella y admirar sus habilidades, las palabras del semidiós le recordaron que no podían perder más tiempo. Elrond se acercó a la estructura cristalina, que ya brillaba con fuerza por la intensa luz de la luna. Colocó el mapa sobre ella y, al instante, este reveló lo que ocultaba.
"Quédate junto a la piedra gris cuando el zorzal llame y el sol poniente, con la última luz del Día de Durin, brille sobre la cerradura" leyó Elrond en voz alta para todos los presentes.
Los enanos fruncieron el ceño. Estaban felices de haber descubierto el secreto, pero la situación no pintaba bien.
"Eso es malo... Nos queda poco tiempo", dijo Thorin, haciendo sus cálculos. Aún les quedaban meses, pero el viaje hasta Erebor y los posibles contratiempos hacían que un error de cálculo pudiera costarles la oportunidad.
"No hay gran problema", respondió Miquella con despreocupación. "Supongo que podemos llegar a tiempo, e incluso si no lo hacemos, siempre podemos intentar entrar por la puerta principal de la montaña. Planeamos matar al dragón, y aunque perder el elemento sorpresa es malo, estamos mentalizados para que todo salga mal".
"No recomendaría provocar al dragón", interrumpió Elrond. "Si fallan, su ira arrasará con los inocentes cercanos. Ni siquiera deberían pensar en enfrentarlo, pero si lo van a provocar, lo mejor es que hagan todo lo posible por acabar con él y no dejar que su error dañe a los demás".
Miquella solo asintió en señal de respeto, pero sin intención de cambiar sus planes. Movió sus manos, disipando la luna falsa del cielo, y devolviendo todo a la normalidad. Luego tomó la mano de Leda y se fue. El resto de la conversación era insignificante para él. Lo que Gandalf, Elrond o Thorin pensaran en ese momento no era tan importante como la posibilidad de ir a su cama y abrazar a Leda o Freya mientras dormía... y, claro, a la muñeca Ranni, a la que parecía extrañar después de aquel hechizo lunar.
...
La mañana siguiente trajo consigo la confirmación de Thorin: la compañía partiría en uno o dos días como máximo. El tiempo apremiaba, pero era necesario reponer suministros y asegurarse de que todos estuvieran en condiciones antes de enfrentar el próximo punto crítico del viaje: las Montañas Nubladas.
Miquella suspiró con cierta melancolía al pensar en abandonar Rivendel tan pronto. El lugar le resultaba un centro vacacional ideal, pero sabía que debían seguir avanzando. Ya habría tiempo para descansar… si lograban resolver todo lo que se avecinaba. Claro que eso no le impediría aprovechar hasta el último instante allí.
Los enanos, fieles a su estilo burdo y sin remilgos, no tardaron en apropiarse de una de las grandes y ornamentadas fuentes élficas, utilizándola como su improvisado baño. Todos se zambulleron desnudos, jugando, empujándose y peleando a carcajadas, ofreciendo un espectáculo que obligaba a cualquier elfo que pasara cerca a darse la vuelta de inmediato con gesto horrorizado. Elrond mismo, acompañado de su asistente, solo pudo suspirar resignado: eran invitados, y aunque su comportamiento rayara lo inaceptable, no planeaba echarlos. A esas alturas, lo que realmente le preocupaba era que los enanos casi habían acabado con todas las reservas de vino de las cocinas.
Los eldenses, por su parte, eran mucho más reservados. Si se les veía fuera de sus habitaciones, era únicamente porque Miquella lo ordenaba de manera expresa.
Hablando de él, también decidió darse un baño, pero no en medio de una fuente pública, sino en las termas élficas: un refinado complejo al estilo romano, poco común en la región, pero frecuentado por algunos elfos para conversar y relajarse.
Claro que Miquella no se dirigió al sector masculino. No. Él, con la naturalidad de quien cree tener todo el derecho, siguió a Leda hasta la sección femenina, entrando sin la menor carga psicológica.
Las elfas presentes no pudieron ocultar su sorpresa al verlo aparecer. Y esta vez no había lugar a dudas: desnudo, Miquella mostraba con claridad su género, despejando las habladurías de quienes aún pensaban que podía tratarse de una niña.
Mientras las murmullos crecían a su alrededor, él intercambió miradas con las elfas como si no pasara nada. Leda, también desnuda, lo atendía con calma y devoción, lavando su cuerpo con el cuidado de quien trata una obra de arte frágil. Los susurros no cesaban, pero el semidiós sonreía sereno, disfrutando tanto de los mimos de su caballera como del espectáculo alrededor, aunque varias elfas intentaban cubrirse discretamente.
Tras la limpieza, ambos pasaron a la piscina principal, donde se sumergieron juntos y se apoyaron en la pared, dejando que el agua caliente los envolviera en un profundo estado de relajación.
Las elfas, algo incómodas, se mantenían en el lugar solo por pura curiosidad hacia aquel niño tan enigmático. Su apariencia inocente hacía más tolerable su presencia, aunque, para su sorpresa, su mirada a veces parecía tan intensa que llegaba a provocarles cosquillas, como si viera más allá de lo que debía.
Con el paso del tiempo, algunas de las elfas más serenas se atrevieron a acercarse. Eran las mayores, las de espíritu más templado, quienes dieron el ejemplo y animaron a las más jóvenes a unirse a la charla. La curiosidad era natural: aquel semidiós resultaba tan distinto, pero al mismo tiempo tan similar a los elfos, que parecía imposible no sentirse atraídas por el misterio que irradiaba.
Miquella no tuvo problemas en conversar con ellas, dejándose envolver por sus voces melodiosas mientras aprendía sobre la historia de Rivendel, sobre la cultura élfica y sobre la Tierra Media en general. Sus vidas longevas habían convertido a cada una en un cofre de recuerdos y conocimientos.
En un ambiente cada vez más distendido, el semidiós incluso permitió que las elfas exploraran con sus manos ese cuerpo que parecía emitir una pureza casi sagrada. Lo tocaban con la misma reverencia con la que acariciarían un relicario. Claro que Miquella también supo aprovechar la situación, y en ese juego de curiosidad inocente deslizó su mano sobre la piel de alguna dama élfica, en un mutuo lavado que parecía a medio camino entre rito y travesura.
Leda observaba la escena con frustración contenida. Comprendía que no había deseo ni malicia en aquellas caricias, que las elfas actuaban con la naturalidad de quien examina un fenómeno único… pero aun así, no le resultaba cómodo ver a su señor tan rodeado de manos ajenas. Se consolaba con el hecho de que ninguna de ellas había ido más allá de los brazos y el torso, aunque Miquella, en el fondo, hubiera deseado otra cosa.
Fue en medio de ese contacto, cuando el murmullo de las elfas se mezclaba con el agua y la fragancia de los aceites, que Miquella sintió de nuevo aquella extraña ausencia, como si algo le faltara. Una voz, un canto lejano, resonó en su memoria.
El semidiós comenzó a adormecerse, dejándose vencer por el sopor. Se recostó contra la pared de la piscina, apoyando la cabeza sobre Leda, y cerró lentamente los ojos. Ni ella ni las elfas se atrevieron a molestarlo; a sus ojos no era más que un niño cansado que buscaba un respiro.
...
Todo se volvió borroso, difuso, envuelto en un halo onírico.
Miquella estaba nuevamente en su cuerpo adulto: alto, esculpido, de cabellos negros que caían como un río oscuro, y ojos morados que parecían contener algo oscuro. Vagaba por un bosque sin rumbo, con su espada en mano, como si buscara algo que aún no comprendía.
La visión se quebró y volvió a recomponerse, mostrándole una escena inolvidable: una elfa recogía flores mientras entonaba una melodía suave, intoxicante. Su belleza era casi irreal, como una obra de arte viviente, algo que difícilmente pudiera pertenecer al mundo de los mortales.
Sus miradas se encontraron. Por un instante, el tiempo pareció detenerse… y luego, la imagen se desvaneció otra vez.
Las visiones siguientes fueron fragmentos inconexos: Miquella persiguiéndola, presentándose ante ella, compartiendo momentos, caminando juntos por una ciudad élfica en medio del bosque, cortejándola con una devoción intensa…
Y al final, una última imagen: la elfa eligiendo a otro. Un humano mortal. Miquella, resignado, aceptando su derrota, pero dejando una advertencia que resonó con fuerza en el sueño:
"Puede que no te tenga hoy, quizá tampoco mañana, que tu corazón pertenezca a otro hombre… pero volveré por ti. Y llegará el día en que te reclamaré como mía… Lúth..."
...
...
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"...hien." susurró Miquella al despertar, todavía en las aguas de Rivendel. Solo quedaban Leda y unas pocas elfas a su alrededor.
Se sentía mareado. Otro de esos sueños. Importante, lo presentía, pero los detalles siempre parecían escurrirse de su memoria, borrándose como arena entre los dedos.
Con un gesto cansado, salió del agua, llamando de inmediato la atención de Leda, que había permanecido a su lado sin perderlo de vista.
"Vamos, Leda… ayúdame a vestirme." apoyó su cabeza en el vientre de su caballera, con voz lastimera. "Siento que tengo el corazón roto… necesito mimitos."
Y aunque no recordaba con claridad el sueño, las emociones seguían palpitando en su pecho, tan vivas...
