Con los enanos ya medio satisfechos y cansados de aquel ambiente solemne que, según ellos, parecía más un funeral que una cena, comenzaron a mostrar su verdadera naturaleza. Golpeando la mesa y los cubiertos a modo de instrumentos, improvisaron una canción tosca y poco armoniosa para competir con la melodía de los elfos y de Miquella. Entre risas, voces graves y restos de comida volando por los aires, llenaron el salón de un bullicio irreverente que, sin embargo, les resultaba mucho más natural y agradable.
Los elfos y los Eldens solo podían observar aquel espectáculo con mezcla de sorpresa y resignación, mientras que Miquella, por su parte, regresó con las doncellas élficas, quienes, pese a su desconfianza inicial, se mostraban ahora más permisivas. Aunque la fachada de fragilidad del joven se había disipado por completo, todavía había quienes aceptaban darle de comer o atenderle, embelesadas por la extraña atracción que irradiaba y el gran espectáculo que dio.
La cena terminó finalmente cuando los enanos, saciados y ebrios de alegría, dejaron más comida en el suelo que en los platos.
La Compañía fue conducida a sus aposentos para pasar la noche. Al estar todos en su mayoría recuperados, no había necesidad de permanecer en la enfermería. Los enanos se acomodaron en un sector, y los Eldens en otro, con elfos sirvientes cerca para atender sus necesidades. Claro que algunos podían pensar que aquello era más bien un modo de vigilancia, y aunque Elrond lo negara con palabras, en su fuero interno sabía que quería mantener un ojo tanto en los destrosos de los enanos como en los movimientos de aquellos enigmáticos Eldens.
Ya instalados en los aposentos, Miquella salió a pasear por las tierras élficas. No iba solo, pues Leda lo acompañaba. Oficialmente, para protegerlo, pero también para evitar que su amo acosara a más damas elfas... o, como ella lo veía, para asegurarse de que las rameras elfas no sedujeran a su señor. A pesar de todo, sabía que su señor no seria el engañado y, en lo que respecta al caso contrario, no estaba segura de poder detenerlo si su amo lo deseaba.
Rivendell era un lugar hermoso, un sitio que parecía estar en su mejor momento. Pero esa era su esencia, pues en ese rincón del mundo, el tiempo parecía haberse detenido por completo.
"Es hermoso, ¿no?" comentó Miquella con naturalidad, apoyado sobre la baranda de un balcón, observando cómo la noche se adueñaba del valle. "No puedo evitar pensar en nuestro hogar… y en cuánto deseo reconstruirlo."
"Usted logrará levantar un lugar aún más bello y eterno que Rivendel, mi señor" afirmó Leda sin dudar, con la esperanza ferviente de que aquello sucediera pronto
"Quizás… aunque no es una competencia" respondió él con una ligera sonrisa. "Pero, de serlo, diría que tengo cierta ventaja gracias a una extraña mujer."
Recordó a Yavanna y las semillas que guardaba celosamente entre sus objetos más preciados, junto a aquella muñeca de Ranni que, como siempre, regresaba a su mente al contemplar la luna.
Siguió caminando sin rumbo fijo, aunque con la extraña sensación de que algo palpitaba en su interior. Sentía una ausencia, como si alguien o algo le faltara, una deuda invisible imposible de reconocer. Por un momento se sintió adormilado, pero pronto recuperó el paso, vagando hasta una zona conmemorativa donde un gran mural mostraba una escena crucial en la historia de la Tierra Media.
"Sauron…" susurró, contemplando la imagen del Señor Oscuro justo unos momentos antes de ser derrotado por un hombre.
Se giró y sus ojos se posaron en el pedestal que sostenía los fragmentos de Narsil, la espada que había cercenado el Anillo Único de la mano del enemigo. Se acercó con curiosidad y, tras mirarle a Leda con una expresión lastimera, su caballera se aproximó para alzarlo por las axilas. De esa forma, Miquella pudo alcanzar la empuñadura.
Una vez de nuevo en el suelo, se tomó su tiempo para contemplar y palpar los restos de la hoja legendaria. Se preguntaba si había en verdad algo especial en aquel acero, o si había sido simplemente la mano invisible del destino la que permitió tales hazañas en el pasado… y las que aún aguardaban en el futuro
Finalmente, incapaz de resistirse, cerró sus dedos sobre el mango roto y lo agitó como si blandiera una espada intacta. Con movimientos juguetones, trazó cortes en el aire, cambiando de postura como un niño que finge luchar con un palo, imaginando que es un sable de luz. Ese toque infantil, tan fuera de lugar y, a la vez, tan propio de él, volvió a manifestarse.
“Sabes, algunos dirían que jugar con reliquias es una falta de respeto…” se oyó una voz serena. Pronto, Elrond apareció desde una puerta lateral. “Pero supongo que, si se trata de usted, podría considerarse más bien un honor para la reliquia.”
“Buenas noches, señor Elrond.” Saludó Miquella con un gesto tranquilo, como si no lo hubiesen sorprendido en pleno juego con los restos de la espada. “Solo estaba admirando un arma de tan alto renombre… Además de Glamdring y Orcrist, esta es la unica otra gran reliquia de esta tierra que he tenido la oportunidad de ver de cerca.” Mintió con suavidad, aunque con un tinte de verdad en sus palabras. “Es una lástima que esté rota… aunque quizá, si no lo estuviera, no podría siquiera manejarla.”
“Ciertamente. Ahora es más un recuerdo que un arma.” Asintió el señor de Imladris, observando la empuñadura en manos del semidiós y los fragmentos descansando sobre el pedestal.
“Le vendría bien una restauración. Conozco a alguien capaz no solo de arreglarla, sino de realzarla más allá de lo que fue en su momento.” Comentó Miquella, poniéndose de puntillas para intentar devolver la pieza sin tener que recurrir a lanzarla y esperar acertar, no sería muy adecuado frente al señor elfo.
Elrond extendió la mano con calma, y Miquella le entregó la empuñadura. Con delicadeza, el elfo la colocó junto a los demás fragmentos, con una reverencia silenciosa, antes de volver a mirar al joven semidiós.
“Me gustaría conocer a semejante maestro de la forja.” Admitió con genuino interés.
“A mí también me encantaría presentárselo. De hecho, me agradaría tenerlo ya entre nosotros como herrero personal de los Eldens… Pero aún no es momento. Antes debo establecer un hogar digno para convocarlo.”(Miquella)
“Rivendel tiene espacio de sobra, si lo desean.” Replicó Elrond con una leve sonrisa. “Percibo en ti muchas más similitudes con los elfos que con los hombres de la Tierra Media… A pesar de tus… peculiaridades.” Dudó apenas, recordando lo que había presenciado y escuchado de las doncellas, sobre sus manos curiosas... pero lo dejó pasar. En el fondo, lo sentía: aquel ser compartía la pureza y la inmortalidad de los suyos, conectado con el mundo de una manera profunda. “Pueden hacer de Rivendel su hogar, si así lo desean.” concluyó, pensando en los posibles cambios que tendría que hacer en el lugar si aceptaban quedarse.
“Le agradezco su generosa oferta.” Respondió Miquella con cortesía, aunque firmeza. “Rivendel es hermoso, y sería un honor permanecer aquí… pero mi pueblo necesita hallar su propio lugar. No se preocupe, tal como nos ha recibido, también lo invitaremos a nuestra tierra cuando por fin la tengamos.”
“Esperaré con paciencia ese día, príncipe Miquella.” Respondió Elrond, con voz solemne. Había escuchado ya varias historias sobre él de parte de los enanos y de Gandalf, entendiendo un poco mas el trasfondo de tal individuo, lo que solo acrecentaba su curiosidad.
Solo Miquella, por ahora.” Corrigió el semidiós con una leve sombra en su mirada. “No hay reino del que pueda llamarme príncipe.” Sus palabras, suaves pero firmes, traían consigo un dejo de confusión y nostalgia. El título inevitablemente le recordaba a su hogar perdido… y, más aún, a su padre/madre.
Justo en ese momento, Gandalf entró acompañado por Thorin y Balin, interrumpiendo la conversación entre Miquella y Elrond.
“Disculpe, lord Elrond, pero esperamos que pueda ayudarnos a resolver ciertas dudas.” Dijo el mago con tono diplomático. Al notar a Miquella a un lado, vaciló un instante sobre si era el mejor momento, pero tras lo mucho que le había costado convencer a Thorin de venir, no podía dejar pasar la oportunidad.
“¿Qué clase de dudas?” Preguntó Elrond, intrigado. La presencia de los enanos y de Gandalf tampoco eran un asunto menor para la Tierra Media, así que debía prestar atención.
“Tenemos en nuestro poder un mapa, pero no logramos interpretarlo del todo.” Explicó Gandalf, lanzando una mirada significativa a Thorin, como instándolo a entregarlo. Sin embargo, al llegar a este punto, el heredero de Durin mostró una resistencia evidente.
Gandalf reprimió el tic en su ojo. El orgullo de Thorin le resultaba exasperante: ni siquiera ahora parecía dispuesto a confiar en los elfos, aunque su obstinación fuese en perjuicio propio. El mago se mordió las palabras que amenazaban con convertirse en insultos hacia la testarudez de los enanos.
“Thorin, Elrond es uno de los pocos en toda la Tierra Media capaz de descifrar este mapa. ¿Quieres que todo nuestro viaje haya sido en vano?” Le dijo, frotándose el puente de la nariz con cansancio.
El enano dudó unos instantes, aferrado a sus viejas rencillas contra los elfos, pero al final cedió. Gandalf tenía razón: no podían perder tiempo, y, en verdad, Elrond había mostrado cortesía hasta el momento. Thorin decidió que podía desprenderse del mapa por un rato.
Elrond lo recibió con calma y lo abrió, examinando sus detalles. Miquella se acercó curioso, poniéndose de puntillas para mirar por encima, alternando la vista entre el mapa y el rostro del elfo.
Por momentos, no podía evitar que su lado infantil y curioso saliera a flote, algo que había comenzado desde que fusionó las perspectivas de un niño inmortal y un adulto mortal. Su mente, al parecer, alternaba entre diferentes etapas y permutaciones de personalidad, aunque siempre era el mismo Miquella, solo que mostrando otra faceta de sí mismo.
Elrond ignoró su intromisión con gentileza y se concentró en el texto antiguo. La experiencia de siglos hacía de él el más indicado para la tarea.
“Erebor…” murmuró al reconocer la montaña. “¿Qué interés tienen en ese lugar?”
“Puramente…” comenzó Gandalf, pero fue interrumpido.
“Vamos a matar al dragón.” Anunció Miquella con total naturalidad, provocando que el mago casi perdiera el equilibrio.
“Eso... no sería prudente… por no decir una pésima decisión.” Replicó Elrond, mirando de reojo a Gandalf, que a su vez desvió la vista, incómodo
“Pero es la decisión tomada.” Insistió Miquella sin un atisbo de duda. “Si ganamos, habrá un peligro menos. Si fracasamos, significará que no dimos lo mejor de nosotros y mereceremos nuestro destino. ¿Puede leernos el mapa, lord Elrond? Partiremos de todas formas, pero agradeceríamos su ayuda.
Elrond lo observó en silencio. No dudaba de que aquel joven de aura extraña realmente marcharía hacia la Montaña Solitaria, con o sin su ayuda. Tras pensarlo unos segundos, decidió aportar con su conocimiento; después ya decidiría como actuar ante lo que ahora sabía.
“Cirith Ithil…” dijo con solemnidad. “Es natural que no logren descifrarlo: parte del texto está escrito en runas lunares.”
“¿Y puedes leerlas?” Preguntó Thorin, con ansiedad apenas contenida.
“Estas runas fueron grabadas durante la víspera del solsticio de verano, bajo la luz de una luna creciente, hace casi doscientos años. Y las runas lunares solo pueden leerse bajo una luna del mismo aspecto y en la misma estación en que fueron escritas.” Explicó Elrond con calma. “Tienen suerte: mañana tendremos la misma luna. Entonces podrán leerse.” Concluyó, extendiendo de nuevo el mapa hacia Thorin.
El enano dejó escapar un suspiro, mezcla de alivio e impaciencia. Que el mapa pudiera leerse era una buena noticia, pero la espera lo carcomía. En su interior, incluso dudaba: ¿y si el elfo mentía para ganar tiempo y compartir la información con otros?
“¿Luna creciente?” Murmuró Miquella, alzando la vista hacia el cielo. Entonces sonrió con un destello en los ojos. “¿Y si no tuviéramos que esperar hasta mañana?” Preguntó, captando la atención inmediata de todos los presentes.
