Miquella no se percató de que había llegado al reino élfico, ni siquiera de que Leda y los demás habían alcanzado su lado, hasta que lo sacudieron suavemente para despertarlo. La pérdida de sangre lo había dejado débil, casi dormido sobre Torrente.
Su cuerpo estaba cubierto de heridas y aún tenía dos flechas clavadas: una en el hombro y otra en la cadera. Ninguna había perforado órganos vitales, pero su carne y huesos estaban dañados… y aún así él parecía comportarse como si nada.
"¡Oh... Leda!" murmuró el semidiós, saliendo de su estado de sonambulismo al ver el rostro preocupado de su caballera. "¿Ya llegamos?" preguntó, mirando con desgano las grandes puertas que se alzaban frente a él.
"Mi señor, ¿está bien?" replicó Leda exaltada, con el corazón en la garganta. Aunque Miquella finge normalidad, ella no podía ignorar el dolor que sentía al ver a su pilar espiritual, sagrado e intocable, en semejante estado.
"¡Abran las puertas y llamen a los curanderos!" ordenó Elrond en cuanto lo vio. Aunque percibía que aquel niño no era un ser común, jamás retrasaba la atención de los heridos. De hecho, pensaba tratarlo él mismo, el llamado a los médicos de Rivendel era puro protocolo.
"Estoy bien… no hagan tanto problema" dijo Miquella con indiferencia, aunque su voz sonaba débil, casi moribunda. "Ayúdame a sacarme estas flechas, no tengo fuerzas"
"Deja que los profesionales se encarguen de ti, niño" gruñó Dwalin, quien también estaba herido y necesitaba atención.
La preocupación era generalizada. Pese a que Miquella insistiera en ser un adulto atrapado en un cuerpo maldito, la mayoría no lograba verlo así de continuo. Para ellos era un muchacho herido, y la angustia que inspiraba era aún mayor que la que habrían sentido por un enano, con su cuerpo robusto y resistente notable a simple vista.
"Solo sácame esta flecha, Leda" ordenó el semidiós.
Había recuperado un poco la lucidez, lo suficiente para sentir el dolor, y no le agradaba. Leda, atrapada en esa mirada suya que desarmaba cualquier defensa, no pudo negarse. Fiel aunque temblorosa, sujetó la flecha en su hombro y la arrancó de un tirón. La herida se abrió más, la sangre brotó, y Miquella apenas logró fruncir el ceño y apretar los dientes… detestaba la debilidad de su propio cuerpo.
"Ahora la otra" susurró con firmeza.
Varios elfos ya habían aparecido y trajeron una camilla antes de poder detener tal acto. Elrond negó en silencio. Lo que estaban haciendo podía agravar mucho el estado del niño, y estuvo a punto de intervenir usando a Vilya para tratar al semidiós y evitar que empeorara… hasta que lo notó: la peculiaridad en los Eldens.
Miquella soltó un gemido cuando Leda le arrancó la segunda flecha de la cadera, aunque ella creyó que lo hizo a propósito al escuchar las palabras que murmuró en voz baja, como solía hacer para molestarla:
"Tan… profundo…"
Aun así, el semidiós levantó su mano. En ella brillaba un artefacto dorado: el sello del Erdtree.
"Acérquense..." dijo, reuniendo la poca fuerza que le quedaba. Una energía dorada comenzó a acumularse en el sello, visible y palpitante.
Alzó la mano, y de pronto, alrededor de él, runas y destellos dorados se expandieron en un círculo radiante.
Rivendell era ya un lugar donde la magia se sentía en el aire, pero en ese instante, en la entrada misma del valle, temporalmente hubo una zona aún más sublime.
Fue fugaz, apenas un destello, pero inolvidable.
Los heridos sintieron sus heridas cerrarse, la energía volver a sus cuerpos. No era una curación completa, pero la belleza de aquella magia era incomparable. No provenía de la energía del anillo, como otras veces, pues se había agotado hace tiempo... sino del poder genuino de Miquella. Esa diferencia se sintió en lo más profundo de cada alma: era una bendición que no solo sanaba el cuerpo, sino que tocaba el espíritu.
El señor de los elfos no pudo evitar quedar fascinado al presenciar aquella magia con sus propios ojos. Ya no era solo Vilya capaz de sanar heridas de esa manera: ahora, en la Tierra Media, vagaba otro sanador igualmente prodigioso. Para alguien como él, tan conocedor y longevo, resultaba asombroso que algo aún pudiera sorprenderlo. Grabó aquel recuerdo en su memoria y, con ello, obtuvo una visión más clara de aquel supuesto "líder mayor", tal como lo había escuchado durante el viaje de regreso.
Las heridas de todos parecieron cerrarse en su mayoría, pero fue el propio Miquella, como centro del hechizo, quien más se benefició. Los cortes y las flechas que atravesaban su carne desaparecieron sin dejar rastro, su piel volvió a lucir inmaculada, y la única prueba de lo cerca que había estado de desangrarse era la túnica empapada en sangre.
Claro que tal milagro no estuvo libre de costo: Miquella no tenía carga en el anillo y tuvo que recurrir a su propio poder para desatar semejante curación.
Cuando la mano alzada del semidiós cayó al concluir el hechizo, él mismo cayó también. Como un peso muerto, se deslizó desde Torrente directo al suelo, aunque fue recibido un tiempo por los brazos de Leda.
Miquella permanecía consciente, pero apenas era capaz de mover un solo músculo. Incluso su voz, aunque ya no sonaba moribunda, carecía de fuerza suficiente para imponerse sobre el silencio.
"Estoy cansado… Leda… cárgame" susurró débilmente. De haber tenido fuerzas, sin duda se habría aferrado a ella como un perezoso.
Así, la tensión que había dominado la escena comenzó a disiparse. Los más conocedores no pudieron dejar de maravillarse con las capacidades de Miquella; aun si se encontrara solo y abandonado en el mundo, con semejante don de sanación podría convertir su nombre en una leyenda en la Tierra Media.
La compañía siguió a Elrond hacia el interior de Rivendel, escoltada por los médicos élficos, quienes al final devolvieron inútiles los utensilios que habían preparado: lo más grave ya había sido tratado. Aun quedaban heridas, pero ninguna fatal. Las Casas de Curación fueron la primera parada, donde cada individuo recibiría los cuidados necesarios.
Elrond, al comprobar que ninguna dolencia requería de su intervención inmediata, se adelantó para disponer un banquete. Sabía que una mesa bien servida era el mejor lugar para conversar que una enfermería. Y, aún así, no podía disimular su creciente interés por estos enigmáticos “eldens”
Acomodados en varias camas, libres ya de la urgencia de la batalla y sin preocuparse por compañeros agonizantes, los enanos recuperaron ese carácter tan… suyo. Ese mismo que podía apreciar hacerlo o desear lanzarlos por una ventana, según el momento.
Miquella observó cómo se mostraban casi ofendidos al ser atendidos por manos élficas, como si aquellas eran veneno líquido y un destino peor que la infección y la gangrena. Thorin, en particular, ni siquiera aceptó recostarse en una cama: se apartó de cualquiera que intentara acercarse y prefirió tratar sus propias heridas, aunque fuera con torpeza y terquedad.
El resto no se quedó atrás. Daban más trabajo a los sanadores de lo que cualquiera habría querido admitir. Fue un espectáculo de paciencia por parte de los elfos, que hicieron lo imposible por mantener la compostura y ocultar el disgusto que les provocaban esos pacientes tan insoportables. Incluso cuando Bofur, convencido de que no necesitaba curación, terminó de pie sobre una cama, completamente desnudo y con sus genitales muy expuestos, mostrando sus cicatrices recientes y proclamando que estaba “sano como un toro”, los sanadores se limitaron a mirar al vacío con una dignidad admirable… aunque en algunos ojos se notaba que estaban a punto de perder la compostura.
A un costado, Gandalf suspiraba hondo. Si no fuera porque sabía que la condición de los enanos ya no era grave, habría considerado seriamente noquear a un par de ellos para que se dejaran tratar de una vez. Miró a Bilbo, sentado a su lado, que apenas tenía algunos raspones y se dejaba atender obedientemente por una elfa. El mago no pudo evitar pensar, con cierta esperanza, que tal vez algo de ese sensatez hobbit terminara contagiándose a los enanos… aunque rezaba para que no sucediera al revés.
Los elfos, se mostraron mucho más complacidos con los eldens, aunque no tanto como con Bilbo. En un sector cercano, la mayoría de las camas estaban vacías, salvo la que ocupaba el niño rubio. A su alrededor, los mayores permanecían en pie como estatuas, cubriendo cada flanco y protegiéndolo con una devoción casi reverencial.
Los mayores también necesitaban atención médica, pero ninguno parecía dispuesto a recibirla antes que su señor. Ni la insistencia de los sanadores logró hacerlos ceder. Finalmente, los elfos decidieron que lo más práctico era tratarlos allí mismo, en guardia, un escenario incómodo en términos médicos… pero infinitamente más soportable que bregar con los enanos. Los sanadores asignados a los mayores miraban con compasión a sus compañeros y, en el fondo, agradecían su buena fortuna.
pero al final no resultó así, pues Miquella ordenó a sus seguidores que se dispersaran y aceptaran la curación, quedando solo Leda a su lado. Ella, testaruda, parecía dispuesta a desobedecer esta vez, aun siendo quien más lo necesitaba: sus heridas eran profundas y era un milagro que hubiera aguantado tanto tiempo antes de que el semidiós las aliviara.
"Tengo el cuerpo débil... creo que solo manos femeninas deberían tocarme" dijo Miquella con voz cansada, claramente aunque finga.
Bastó esa frase y una mirada helada de Leda para que cualquier sanador varón desistiera de acercarse, bajo amenaza implícita de ser fulminado en el acto.
Así, fueron las elfas quienes se acercaron para atender tanto al semidiós como a su caballera. Como todos los presentes, debieron desprenderse de sus armaduras y prendas ensangrentadas para poder ser tratados. En el caso de Miquella, su túnica blanca se había tratado por completo de rojo, y era imposible no notar la fragilidad que ocultaba tras aquella apariencia divina.
En la sala solo había cuatro mujeres: las hermanas enanas, Freya y Leda. Ninguna de ellas era una doncella recatada, de modo que no dudaron en despojarse de sus ropas sin el menor pudor, quedando desnudas bajo la luz de las lámparas. Miquella podría haber llamado aquel un gran día, de no ser porque también tuvo la desgracia de ver a varios enanos desnudos… y aquello, definitivamente, no era un espectáculo digno de contemplar.
Los enanos, al menos, mostraron un respeto especial por Kilian y Filian, hijas de Dís, la princesa enana. Por esa razón les cedieron las camas más alejadas y ninguno osó dirigirles la mirada. Los elfos, para mantener un mínimo de decoro, colocaron biombos que separaban hombres de mujeres. Eso solo funcionó con las enanas, que aprovecharon la barrera para quitarse sus máscaras metálicas sin mostrar sus rostros... mas por costumbres por los elfos que por aquellos compañeros que tienen su confianza.
Con los demás, los biombos fueron inútiles. Los enanos eran demasiado revoltosos y bulliciosos para permanecer tras ellos. Y en cuanto a los mayores, no permitieron nada que bloqueara la vista hacia su señor: la debilidad de Miquella era algo que tenían demasiado presente, y desconfiaban de dejarlo sin vigilancia, ni siquiera en manos élficas.
Gracias a ello, los enanos tuvieron vía libre para contemplar los cuerpos desnudos de Leda y Freya. Y aunque sus gustos solían ser… peculiares, incluso ellos no pudieron evitar asentir con respeto y cierta admiración. Bofur, en un arranque poco sabio, estuvo a punto de silbar al ver las cicatrices y músculos de Freya y Leda, pero Dwalin, rápido como un rayo, le presionó los labios hasta casi partirle los dientes, con una mirada que decía claramente: “ No pienso salvarte dos veces, idiota”.
El gesto fue celebrado en silencio por muchos enanos. Una cosa era la falta de pudor, pero la posibilidad de ofender a una de esas mujeres era una sentencia de muerte segura, y no una muerte agradable. Más de uno vio Leda en su sed de sangre hace un rato donde, de un solo puñetazo directo en la entrepierna, pulverizó las caderas de un orco. El crujido quedó grabado en su memoria con un detalle demasiado gráfico como para olvidarlo.
Por mucho que se sintieran cercanos a ellas, ningún enano se atrevió a bromear en voz alta todavía. Leda y Freya no eran simples mujeres: eran guerreras iguales o mayores que ellos, que merecían su respeto y lo sabían bien.
Las elfas desvistieron al semidiós con delicadeza, no solo por lo que dijo o por su frágil estado, sino porque sentían que estaban tratando con algo sagrado. Los elfos presentes sintieron una familiaridad con el muchacho, como si no fuera un humano, sino uno de ellos. Aquellos rasgos, esa belleza etérea, que era como la suave y acogedora luz de los Dos Árboles que una vez iluminaron a Valinor... todo ello hacía hacía que los elfos, en especial quienes estaban en contacto directo con Miquella, sintieran su inmensa belleza.
Pero no podía quedarse a contemplarlo. Tenían un deber, ya su lado Leda no dejaba lugar a dudas, con una mirada de acero que prometía castigo si no empezaban. Así, las sanadoras comenzaron a retirar con cuidado la ex túnica blanca, empapada en sangre.
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