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Chapter 25 - 25) Batalla en Campos Rocosos

Los números de los orcos disminuían poco a poco mientras la compañía seguía avanzando, pero era evidente que aquello no podía continuar así por mucho tiempo. Torrente, al igual que el resto de los Eldens, no había recuperado sus máximas capacidades al llegar a este mundo y, aun siendo un corcel espiritual, empezaba a mostrar signos de desgaste. Cada metro recorrido se cobraba un precio, y ese precio eran más heridas, tanto para él como para Miquella.

El semidiós sintió el ardor de las flechas que rozaban su carne y el peligro de las fauces de los huargos, que se lanzaban sobre él con la ferocidad de un hambriento devorando un pastel. El cansancio lo estaba alcanzando; no era un guerrero, y ni siquiera poseía el físico de un adulto. Sus hechizos comenzaron a volverse más defensivos que ofensivos, hasta que, exhausto, lanzó uno más… pero no contra sus perseguidores, sino hacia adelante, elevándolo al cielo.

Fue un conjuro simple, ni poderoso ni letal, que brilló en lo alto captando la atención de los orcos que lo habían estado acosando. No hubo explosiones, ni veneno, ni hielo que cubría el terreno. Solo aquel destello, el último que el niño conjuró antes de seguir cabalgando en línea recta, alejándose de la horda.

Torrente llegó a un paraje de grandes rocas, con los huargos pisándole los talones. A pesar del cansancio, no era un corcel común: con la misma naturalidad con la que otros caminan, saltó de una roca a otra, dejando atrás a los lobos menos ágiles.

Algunos orcos, llevados por el impulso, intentaron imitar la maniobra, pero sus monturas carecían de la destreza de Torrente o cabras. Uno tras otro, los huargos perdieron el equilibrio, resbalando por las piedras y cayendo al vacío. Sus jinetes maldijeron al niño, algunos con huesos rotos, pero no tuvieron tiempo de reincorporarse: una flecha atravesó el cráneo de uno de los lobos, que se desplomó sobre su orco, y antes de que este pudiera reaccionar, un hacha enana le partió el cuello.

Desde las sombras de aquel laberinto de piedra surgieron enanos, Eldens, un hobbit y un mago, emboscando a los rezagados que se habían internado en el terreno. Hachas y espadas se clavaron en los desprevenidos; los huargos, sin espacio para maniobrar, se volvieron torpedos presas. Con ataques rápidos y retiradas tras las rocas, la compañía esquivaba las flechas de los arqueros orcos que disparaban desde lejos.

La batalla se desató tal y como Miquella había planeado. Los orcos restantes eran ahora un enemigo más manejable, y los huargos lanzaron un último aullido gutural antes de lanzarse con furia contra sus presas. Las toscas espadas orcas chocaron contra las hachas enanas, viejos enemigos jurados enfrentándose como tantas veces en la historia.

Los Eldens, aun sin compartir ese rencor ancestral, luchaban sin piedad contra cualquiera que hubiera osado herir a su señor. Para ellos, la mera existencia de aquellos seres era impura. Leda, con los ojos inyectados en sangre, blandía su espada cercenando enemigos sin detenerse: había visto a su señor pasar, con la túnica antes inmaculadamente blanca ahora manchada de rojo, y en ella se despertó un deseo de masacre que llevaba mucho tiempo contenido. Ignorando su seguridad, saltó al frente a erradicar a esa raza inmunda.

Gandalf, aunque no estaba en primera línea, cubría la retaguardia y protegía a Bilbo. Lo peor que podía suceder era ser rodeados por los huargos, pero aún así el mago fue de los que más bajas produjeron, aunque fuera de forma indirecta. El sello que limitaba a los Ainur era mucho más débil que en tiempos pasados, y su magia, antes restringida al punto de obligarlo a usar una espada, ahora mostraba algo de su verdadera potencia. Bastaban unos pocos movimientos de su bastón para lanzar ondas de fuerza que arrojaban a varios orcos a la vez, y sus estallidos de luz abrasaban vivos a quienes osaban acercarse demasiado, además de esas estocadas eléctricas destructivas como rayos comprimidos.

Aun así, el número de orcos seguía siendo aterrador, mucho mayor que en cierta historia conocida. Aquello era un ejército digno de temor. La compañía luchaba con fiereza y no estaba en desventaja... pero no lo lograrían sin pagar un alto precio en heridas y agotamiento. Quizás lo peor de todo eran los arqueros que, desde la distancia, limitaban cada movimiento y mantenían la amenaza siempre presente.

La lucha continuaría hasta que los orcos cercanos fueran eliminados y la compañía encontrará una forma de acabar con los arqueros. Pero aquello no sería fácil: estaban montados, y alcanzar su posición corriendo era casi imposible antes de que se replegarian a otro lugar.

Entonces, un cuerno resonó, grave y cercano, atrayendo la atención de orcos, enanos y eldens… todos, excepto Leda, que seguía desmembrando enemigos como si nada pudiera detenerla.

El sonido había provenido de muy cerca, y antes de que nadie pudiera descubrir su origen, una nueva lluvia de flechas descendió sobre el campo. Esta vez, sin embargo, la compañía no era el objetivo: varios orcos cayeron bajo aquel ataque sorpresa.

De entre los bosques cercanos emergió un cuerpo de caballería, reluciente en exquisitas armaduras de metal, portando estandartes celestes que ondeaban al viento. Cargaron directamente contra los arqueros orcos, emboscándolos e impidiéndoles huir. Los enemigos, forzados a abandonar su ofensiva contra la compañía, se vieron obligados a plantar cara a un rival mucho más temible: los jinetes expertos de Rivendell, que habían surgido como fantasmas, con sus lanzas ya apuntando a sus corazones.

Sin la amenaza constante de flechas desde la distancia, y reconociendo a los recién llegados como aliados (para algunos, al menos), la compañía desató toda su fuerza. El cansancio pareció desvanecerse y la lucha volvió a intensificarse.

"¡ATAQUEN!" rugió Thorin, alzando a Orcrist. "¡Que ningún elfo pueda decir que mató más orcos que un enano" Y sin esperar cobertura alguna, cargó al frente.

Los enanos lo siguieron con menos cautela que antes, llegando incluso a lanzarse en grupos sobre los huargos para derribarlos. En especial Bofur, Bifur y Bombur parecían los más confiados: las runas que aumentaban su fuerza los mantenían en mejores condiciones… aunque esa misma confianza también les costó recibir más de una herida por descuido.

Incluso Bilbo, que ya había probado el sabor amargo del combate, tomó una espada caída y remató a orcos y huargos derribados. Con Gandalf protegiendo su espalda, el hobbit ganó algo de valor, manchando sus manos con sangre enemiga sin acabar herido… o muerto.

Los jinetes de Rivendell no tardaron en aniquilar a los arqueros y, sin detenerse, galoparon hacia la compañía, arcos y lanzas listas para acabar con los pocos orcos que aún quedaban. Aquello irritó a varios enanos, que vieron cómo sus últimos blancos —y con ellos, los puntos en su “contador” de muertes— caían a manos de un elfo.

Poco después, el último orco cayó. El campo quedó en un silencio tenso, roto solo por el golpeteo de cascos élficos sobre la piedra y la tierra. Los elfos eran meticulosos, asegurándose de que cada enemigo abatido estuviera realmente muerto, rematando los cuerpos en el suelo. Los enanos, en cambio, se reagruparon en una formación cerrada, observando con recelo a aquella raza a la que, desde hacía generaciones, guardaban un profundo rencor.

De entre los jinetes élficos que mantenían sus lanzas en alto —como si la batalla aún no hubiera terminado— y cuya postura los enanos podían malinterpretar como una amenaza, surgió un jinete distinto a los demás: su líder.

"Lord Elrond" dijo Gandalf, reconociendo al comandante de las tropas y avanzando con una sonrisa al ver a un viejo amigo.

"Mithrandir", pronunció Elrond, acercándose también con una sonrisa amistosa. "Parece que nos encontramos en una situación bastante compleja" añadió en sindarin , mientras observaba al grupo de enanos y al contingente de humanos cubiertos de sangre orca. Sin embargo, en aquellos humanos notaba algo diferente, algo que los apartaba de los que había conocido antes.

"Sí… complicado…" respondió el mago en el mismo idioma, mirando a su grupo sin saber por dónde empezar a explicar.

"Ya habrá tiempo para hablar mientras comemos, amigo mío. Volvamos, para que curen vuestras heridas", propuso Elrond en tono amistoso, dando una señal a sus jinetes.

Uno de los elfos tocó un cuerno, y de inmediato la formación cambió: un destacado se quedó en el lugar, mientras otro partía a explorar por si algún orco había quedado con vida, tal como Elrond había ordenado.

"¿Qué dijo el elfo? ¿Ya se van?" preguntó uno de los enanos. Ninguno deseaba otro enfrentamiento en ese momento; estaban exhaustos, heridos, y aunque tercos, no eran estúpidos. La retirada de los elfos sería un alivio.

"Nos han invitado a Rivendel para tratar nuestras heridas, comer y descansar" explicó Gandalf a quienes no entendían el élfico.

El mago miró a Thorin, que mantenía un silencioso intercambio de miradas con Elrond. Desde su montura, el señor de Imladris inclinó levemente la cabeza.

"Saludos, Thorin, hijo de Thráin. Imladris les da la bienvenida", dijo ahora en lengua común, mostrando respeto por el príncipe enano.

Thorin solo se acercó. No estaba en posición de negarse; su compañía necesitaba un buen descanso, y aunque detestaba la idea de refugiarse entre elfos, sabía que era eso o arriesgarse a que la campaña no pudiera continuar.

Gandalf suspiro aliviado, pensando que por fin las cosas se calmaban… pero no todos compartían su tranquilidad.

"No podemos ir. Debemos buscar a nuestro señor" Declinó Leda con rapidez, impaciente por iniciar la búsqueda del líder desaparecido.

"¿Hablas de un joven jinete de cabello dorado?" preguntó Elrond, fijando la mirada en esos humanos que llamaban su atención.

"¿Lo has visto?" inquirió Leda sin el menor respeto, solo urgencia.

"Uno de mis exploradores se cruzó con él en el camino. Parecía herido y le indicó la ruta hacia Rivendel antes de regresar a la formación. Posiblemente podríamos encontrar en el camino de vuelta... o quizás ya nos esperando esté allí" confirmó Elrond, percibiendo la ansiedad y la lealtad inquebrantable de aquella mujer así como de los que estaban a su lado por ese extraño individuo que no había tenido la oportunidad de conocer todavía.

"¡Vamos!" ordenó Leda. Los Eldens se agruparon y avanzaron hacia Elrond, casi empujándolo a iniciar la marcha cuanto antes.

Elrond solo ascendió y comenzó su marcha. La comitiva avanzaba con lentitud por la falta de monturas para la Compañía. Aunque los elfos cabalgaban a una velocidad reducida para permitir que los demás los siguieran, el ritmo seguía siendo atenuante, especialmente para los heridos. Pero los Eldens no tenían tiempo que perder, así que en cuanto un enano parecía rezagarse, uno de ellos qeu aún tenía la fuerza suficiente lo levantaba como un costal, lo echaba al hombro y continuaba sin reducir la velocidad. A los enanos, claro, esto no les gustó, pero los Eldens no atendían a razones; su única preocupación era Miquella.

La situación era tal que Leda casi derriba a un elfo para quitarle el caballo, pero sabía que sería una estupidez. Había oído que encontrar Rivendell era una hazaña y no podía permitirse atacar a los únicos que podían guiarlos, aunque su deseo de hacerlo fuera profundo.

Por suerte, Imladris no estaba lejos. Los enanos, conmovidos por la lealtad de los Eldens hacia su señor —tan parecido a la que ellos sentían por Thorin—, hicieron un esfuerzo final que permitió a Elrond acelerar el paso.

El camino fue arduo para los exhaustos y heridos, pero al fin la ciudad de Rivendel se desplegó ante ellos: Imladris, uno de los pocos reinos imperecederos en la Tierra Media.

Los Eldens no se detuvieron a admirar la belleza del lugar; sus ojos buscaban a un solo hombre. No habían encontrado rastro suyo en todo el trayecto, así que su última esperanza era que ya estaba allí… y casi fue así.

Al acercarse a las puertas, vieron a Miquella ya Torrente avanzando. Su paso era lento y tambaleante, como el de un niño a punto de caer dormido. Era esa la única razón por la que los guardias no lo atacaron directamente tras su advertencia ignorada.

La Compañía no pudo evitar correr hacia Miquella al verlo en ese estado; Desde la distancia, ya habían divisado las flechas clavadas en el cuerpo de Torrente y el semidiós. No solo los mayores, incluso los enanos y Bilbo estaban muy preocupados por su compañero herido... aunque les parecía raro el no haber encontrado rastros de sangre en el camino, pero se debía principalmente a que la sangre divina de Miquella se desvaneciera al estar lejos de el, limpiando su rastro y dejando visible solo la sangre que cubría su cuerpo.

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