La Comarca vivía un día tranquilo, como tantos otros, bañado por la paz que tanto amaban sus habitantes. Sin embargo, esa serenidad no alcanzaba a todos por igual.
En un rincón de Hobbiton, un pequeño hobbit pasaba la jornada completamente paranoico. Estaba convencido de que un mago lo acechaba con intenciones de arrastrarlo a una aventura, amenazando con destruir la calma de su vida cotidiana.
En otro sector de la comunidad, un hermoso niño de cabello rubio organizaba con diligencia a sus seguidores. Su presencia destacaba incluso en medio del ajetreo, mientras repartía órdenes con una mezcla de urgencia y serenidad.
"Guarden también esta flecha" dijo Miquella, entregando un objeto enmarcado con delicadeza. "Tengo el presentimiento de que podría hacernos falta."
La flecha pasó a manos de Leda, mientras él se giraba hacia quien cruzaba justo detrás.
"Hornsent."(Miq.)
"Sí, mi señor" respondió este, deteniéndose con una gran bolsa al hombro, llena de las pertenencias de Miquella.
"Este viaje será largo... no menos de un año, si no me equivoco. Deja eso y ve con tu familia. Pasa un tiempo con ellos. Despídete como corresponde" ordenó con firmeza, sin apartar la vista de los preparativos.
Hornsent asintió con respeto, entregó la bolsa a Leda —quien ahora sostenía tanto las pertenencias como la flecha oscura—, y partió hacia su hogar, donde su esposa e hija cocinaban bajo las indicaciones previas de Miquella.
...
Al caer la noche, Bilbo Bolsón se preparaba para una cena tranquila y confortable. Todo estaba dispuesto: el mantel, la vajilla, el pan humeante, el pescado y una sopa aún burbujeante en la olla. Iba a ser una velada sencilla, solitaria... y perfecta.
Pero justo cuando se sentó en su silla, la campanilla de la puerta sonó.
Bilbo frunció el ceño. Una visita a esa hora no era común en la Comarca. Se levantó con curiosidad —y un poco de fastidio— para ver quién se atrevía a interrumpir su noche.
Al abrir la puerta, se encontró con un enano robusto, calvo, con una barba espesa y una expresión tan severa como intimidante. Vestía ropas de viaje y cargaba el polvo del camino en sus botas.
"Dwalin, a su servicio" dijo con voz grave.
"Hm. Uh... Bilbo Bolsón, al suyo..." respondió el hobbit, desconcertado, intentando mantener la cortesía propia de su pueblo. "¿Nos conocemos?"
"No" replicó Dwalin mientras entraba sin pedir permiso, inspeccionando el interior de la casa como si le perteneciera. "¿Dónde es? ¿Aquí será?"
"¿Qué será aquí?" preguntó Bilbo, cada vez más desconcertado.
El enano, con total naturalidad, le entregó su capa como si Bilbo fuera un perchero.
"La cena. Dijeron que habría comida. Y mucha."(Dwalin)
Sin más, Dwalin se adentró en la casa y se sentó a la mesa, comenzando a servirse de la cena que Bilbo había preparado cuidadosamente para sí mismo.
El hobbit lo observó boquiabierto, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo. Pero antes de que pudiera siquiera abrir la boca para protestar, la campanilla volvió a sonar.
Con una mezcla de miedo, curiosidad y creciente desesperación, Bilbo abrió la puerta por segunda vez.
Allí se encontraba otro enano. Este tenía una barba blanca, una nariz prominente y un aire mucho más afable que el primero.
"Balin, a tu servicio" se presentó con una reverencia.
"Buenas noches..." respondió Bilbo, casi por reflejo, aunque ya sentía que su velada estaba completamente arruinada.
"Sí, lo es. Aunque creo que podría llover más tarde" comentó Balin, como si se tratara de una reunión social normal. "¿He llegado tarde?"
"¿Tarde para qué?" preguntó Bilbo, absolutamente perdido.
Pero no hubo respuesta. Balin pronto notó la presencia de su hermano Dwalin en la sala y fue a reunirse con él. Bilbo, por su parte, se armó de valor para decir algo, cualquier cosa que pudiera detener aquella invasión absurda... pero justo entonces, la campanilla volvió a sonar.
Al abrir la puerta esta vez, Bilbo ya esperaba más enanos... o al menos algo que le ayudara a entender qué demonios estaba pasando. Y más o menos fue así. Solo que esta vez se asustó un poco más.
Frente a él, había dos figuras de baja estatura, que por su tamaño también parecían enanos. Pero lo que lo sorprendió fue que no podía ver sus rostros: ambos llevaban máscaras metálicas en forma de cabezas enanas, con barbas y trenzas talladas con asombroso detalle. Si no fuera porque, como los anteriores, se inclinaron en un saludo cordial —aunque mucho más elegante— y sus ojos aún podían distinguirse a través de las aberturas, Bilbo habría pensado que se trataba de espectros... espectros enanos, más aterradores que los que ya había recibido.
"Filian y Kilian, a su servicio", dijeron al unísono con una voz ronca y extraña, entre grave y aguda, además de un volumen apenas audible.
"Eh... hola..." respondió Bilbo, aún aturdido por la aparición de invitados cada vez más peculiares.
Sin darle mucha oportunidad de formular una excusa para echarlos con cortesía —como claramente deseaba hacer— los nuevos visitantes entraron a la casa, dejaron parte de su equipaje junto a la puerta y se adentraron en busca de los demás. No pasó mucho tiempo antes de que los sonidos y exclamaciones provenientes de la despensa confirmaran que se habían encontrado con los otros enanos.
Bilbo observó con creciente desesperación cómo su casa se convertía en una especie de salón comunal improvisado. Sus pertenencias eran removidas, una gran mesa estaba siendo armada, y ya nadie le pedía permiso para nada. Pero antes de que pudiera pronunciar una sola queja, la campanilla sonó una vez más.
Al borde del colapso, Bilbo se acercó a la puerta a pasos fuertes y decididos, ignorando los murmullos desde el exterior y risitas que venían desde el interior.
"¡Le tengo que decir al responsable de todo esto que esta broma no es graciosa, y que si llego a encontrarlo—!" exclamó mientras abría la puerta... pero lo que vio lo dejó sin palabras.
No eran más enanos. Esta vez, frente a él, se encontraba un niño rubio —muy hermoso— al frente de un grupo de personas que claramente no eran hobbits. Todos llevaban en las manos algún tipo de fuente con comida.
"Miquella y sus seguidores..." anunció el muchacho con una sonrisa contenida.
"A su servicio", dijeron todos en perfecta sincronía, inclinándose levemente como si lo hubieran ensayado (cosa que, en efecto, habían hecho bajo órdenes de Miquella).
"¿Qué...? Digo... ¿quiénes...? ustedes son..." tartamudeó Bilbo, completamente abrumado, aunque logró reconocer a los recién llegados. Su presencia en la Comarca era conocida, y aunque no entendía qué hacían ahí, al menos no eran completos desconocidos como los demás.
"Sí, somos nosotros", respondió Miquella rápidamente, alzando la cesta de frutas que llevaba. "Nos pareció de mala educación venir con las manos vacías, así que trajimos algo para la fiesta."
"Gracias... ¡no! ¡¿Qué fiesta?!" exclamó Bilbo, reaccionando tarde, pero demasiado tarde: sus nuevos invitados ya habían entrado a la casa sin esperar respuesta.
Miquella, notando la confusión del hobbit, supo que Gandalf aún no había llegado. Así que se apresuró a meter a su grupo y llevar la comida al lugar desde donde provenían los ruidos de los enanos. Como en cualquier agujero hobbit, solo Miquella se movía con naturalidad; los demás tenían que avanzar con cuidado para no golpearse la cabeza con techos bajos o muebles.
Así, el grupo de enanos, que estaba organizando una gran mesa en el comedor, se cruzó de pronto con un grupo de humanos. Por la sorpresa, dejaron caer la mesa.
No es que un grupo intimidara particularmente al otro, pero ambos se miraron desconcertados: excepción de Miquella, ninguno esperaba encontrarse con el otro.
"Hola..." saludó Balin, el más cordial de los presentes, seguido por el silencio incómodo de los enanos enmascarados y un resoplido de Dwalin.
"Hola", respondió Miquella con tranquilidad, luego observando la mesa caída. "Moore, Freya, ayuden con la mesa", ordenó.
Ambos seguidores dejaron las fuentes que traían y avanzaron hacia la mesa. Los enanos se tensaron brevemente ante el movimiento repentino, pero pronto se relajaron al ver que solo venían a ayudar.
"Creo que al cerdo aún le falta un poco... ¿hay fuego encendido?" comentó Miquella, señalando a Leda, que entraba en ese momento cargando sin esfuerzo una gran tabla con un cerdo entero asado.
"Sí, creo que por allá", respondió Balin, a lo que Leda asintió y partió sin más.
"¿Se puede saber para qué están aquí?" preguntó Balin, manteniendo una actitud tranquila y diplomática.
"Para la reunión", respondió Miquella sin detenerse, dejando su cesta de frutas en un rincón.
Dwalin y Balin intercambiaron miradas de confusión. No sabían qué estaba pasando, pero como no eran los organizadores de esta “fiesta”, supusieron que el mago tenía algo que ver con todo esto... así que lo dejaron pasar. Al menos, pensaron, esta gente trajo comida caliente. Y eso, para un enano, es razón suficiente para ignorar ciertas rarezas.
La mesa pronto se llenó de alimentos: tanto los frescos y calientes traídos por los “humanos” como una sorprendente variedad de los víveres sacados de la despensa de Bilbo, junto con cerveza espumosa y vino añejo de su bodega.
La interacción entre los enanos y Miquella fue breve, casi inexistente. Tan corta que Bilbo, que había acudido a ver qué sucedía, se limitaba a mirar, incapaz de detener nada. Quería decir algo, detener aquella invasión de su hogar, pero las palabras parecían atorarse en su garganta. Y entonces, por última vez, volvió a sonar la campana de la puerta.
Bilbo, ya completamente resignado, se encaminó a abrir. En ese punto, ya no le habría sorprendido encontrar un elfo, un orco... o incluso un dragón. Estaba seguro de que nada lo alteraría más.
Pero lo que apareció fue una trifulca de enanos que prácticamente se arrojaron dentro de su casa, empujándose unos a otros en su impaciencia por entrar. Detrás de ellos llegó un enano bien vestido, de porte más sereno, que avanzaba con dignidad. Y con él, una figura muy familiar.
Al verla, Bilbo soltó un suspiro profundo, como si acabara de entender al fin una parte del caos que se había desatado en su hogar.
"Gandalf..."(Bilbo)
El viejo mago soltó una carcajada al ver la expresión del hobbit y entró sin más ceremonias, acompañado por los recién llegados.
Decir que Bilbo tenía el control de la situación era absurdo. Más bien parecía el portero de su propia casa. Los enanos ya estaban dentro, charlando entre ellos, y Gandalf le dio unas suaves palmadas en el hombro a modo de consuelo antes de seguirlos.
Los recién llegados se reunieron con los enanos ya presentes, saludándose con alegría, especialmente al encontrarse con Thorin, el más notable de todos. A su vez, estos nuevos visitantes notaron la presencia de los humanos desconocidos, pero al ver que los demás los ignoraban —e incluso estaban ayudando con la comida— optaron por hacer lo mismo, aunque algunos no disimularon del todo su desconfianza.
Thorin dirigió una mirada inquisitiva a Dwalin, quien, encogiéndose de hombros, señaló a Gandalf con la cabeza. El Rey enano frunció el ceño, molesto por la presencia de forasteros en lo que debía ser una reunión privada de su pueblo. Pero no dijo nada. Aún necesitaba al mago, y su gente se moría de hambre después del largo viaje. Guardaría sus preguntas para después de la cena.
Lo que Thorin no sabía era que Gandalf estaba igual de sorprendido que él. No había invitado a nadie más. La presencia de individuos tan armados y con un aura tan inusual en la Comarca le llamaba poderosamente la atención. Más aún, el mago podía ver más allá de lo evidente, y lo que percibía no le gustaba: ninguno de los extraños poseía el aura propia de los nacidos en Arda.
Viejas preocupaciones que llevaba tiempo ignorando regresaron con fuerza a su mente. Pero, al igual que Thorin, decidió callar. Supuso que su “futuro saqueador” había invitado a esta gente... o tal vez ellos simplemente se habían colado en el momento más inoportuno. No lo sabía, pero la prudencia siempre había sido una de sus virtudes. Observó en silencio, con la mano firmemente apoyada sobre su bastón, dispuesto a estudiar a los forasteros antes de tomar acción alguna.
La casa ya estaba repleta, la cena servida... y los enanos, fieles a su naturaleza ruidosa, franca y desinhibida, iniciaron el banquete de una manera que solo puede describirse como brutal.
Los enanos comían y bebían sin descanso, riendo, brindando, e incluso lanzándose comida entre ellos, convirtiéndose en la parte más animada —y ruidosa— de la mesa. En contraste, Miquella y sus guerreros también cenaban, pero con un porte mucho más sereno. Observaban con una mezcla de curiosidad y fascinación a aquellos pequeños hombres robustos y barbados. A pesar del tiempo que llevaban en este mundo, era la primera vez que tenían la oportunidad de contemplar tan de cerca a esta raza nativa.
Bilbo, por su parte, se encontraba sentado no muy lejos de Miquella y su grupo, claramente apartado del bullicio enano. De entre todos los inesperados invitados que habían irrumpido en su hogar esa noche, ellos eran —obviamente— los más agradables: no destrozaban la casa, comían con educación y, además, habían traído provisiones para una "fiesta" que él no había planeado.
El hobbit no tenía idea de la magnitud del evento que se desarrollaba en su propia sala. El rey enano, un maiar, un semidios, la Compañía de Thorin, los seguidores de Miquella… incluso él mismo, destinado a ser el portador del Anillo Único. Aquella noche, personajes que marcarían la historia de Arda se habían reunido en Bolsón Cerrado para compartir una cena que, sin saberlo, cambiaría sus destinos.
No, Bilbo no lo sabía. Solo conversaba de vez en cuando con Miquella, soltando alguna queja o comentario entre suspiros. De todos los presentes, era el único que no le intimidaba ni lo obligaba a levantar la vista, por lo que se había convertido en su interlocutor favorito. Aunque no era especialmente sociable, Bilbo ya conocía la presencia de estos extraños habitantes nuevos de Hobbiton, lo que lo hacía sentir más cómodo con ellos que con los enanos, aún desconocidos y demasiado bulliciosos para su gusto.
Gandalf, que los observaba, comenzó a convencerse de que aquellos otros comensales quizá sí habían sido invitados por Bilbo… aunque seguía sin estar del todo tranquilo. Su mirada se mantenía atenta, tratando de descifrar ese elemento que se le escapaba entre los hilos del destino.
Mientras tanto, los enanos seguían disfrutando de la comida gratuita. Muchos trozos acababan en sus barbas o caían al suelo sin remordimiento alguno.
"Nunca había probado un cerdo como este" comentó Nori, con una pata entera en la mano. "Su condimento es… raro."
"Lo cocinó la esposa de Hornsent" respondió Miquella, señalando a su fiel compañero.
"Hmm… le falta…" Nori empezó a hablar, pero Balin, sentado a su lado, le dio un codazo disimulado que lo obligó a reconsiderar su crítica. "Está bueno" corrigió rápidamente, llevándose otro bocado a la boca.
Hornsent asintió en silencio, sin mostrar emoción alguna, y continuó comiendo. La mesa estaba claramente dividida en dos: un extremo caótico y festivo, y el otro, sereno y observador.
Desde el lado tranquilo, Gandalf mantenía cierta distancia respecto a los "no-enanos", pero lo bastante cerca de Bilbo para intervenir si era necesario. Sin embargo, su atención estaba clavada en un único ser que desentonaba en toda la sala: el más pequeño, de estatura similar a un hobbit, pero cuya esencia no pertenecía a ninguna raza de baja talla conocida en Arda.
Su mirada, profunda y penetrante, parecía querer rasgar el velo de lo visible y ver más allá de lo terrenal. Había algo en él, algo que activaba las antiguas alarmas del mago. Aunque todo el grupo de forasteros exudaba misterio, era ese ser —aparentemente un niño— quien irradiaba una presencia inquietante. Claro, Gandalf no cometía el error de juzgar por las apariencias: él mismo llevaba forma de anciano desde que pisó estas tierras, y sabía que las apariencias engañaban más de lo que revelaban.
Miquella, mordiendo una costilla de cordero, terminó cruzando miradas con el mago. No apartó la vista, y aunque no dejó de comer, su cuerpo quedó inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido entre ambos.
Las miradas se encontraron con tal intensidad que, de haber sido perceptible para los demás, habría estremecido incluso al espíritu más templado. Por un lado, unos ojos azules que por momentos dejaban entrever una llama sagrada; por el otro, unos ojos dorados con un fulgor divino que no se quedaba atrás.
Si no fuera porque Bilbo pasó frente a ambos con una jarra de cerveza —puesta en sus manos por un enano entusiasta—, quizá aquella silenciosa confrontación habría escalado a algo más que una guerra de miradas.
Gandalf, tras ese cruce, no volvió a mirar directamente como antes, pero su atención no se despegó ni un segundo del pequeño ser y su grupo. La presión en su mano sobre el bastón era cada vez más fuerte.
Miquella, aunque percibía claramente la intensidad de la observación, actuó con calma. Sujetó la jarra que Bilbo terminó por pasarle, como si esta viajara entre manos hasta llegar a un destinatario aún incierto. Sin embargo, antes de poder probarla, Leda se la quitó de las manos y la pasó a otro lugar, para evidente disgusto del semidios.
