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Chapter 8 - Capítulo 8 – La noche no termina

El reloj marcaba las dos y media cuando escuché el golpe suave de algo en la sala. Me levanté casi sin pensarlo, con el corazón apretado por esa mezcla de preocupación y curiosidad que solo él podía provocarme.

La casa estaba en penumbra, iluminada apenas por el reflejo del mar que se colaba por las ventanas abiertas. Caminé descalza, y cada paso sobre el suelo frío me hacía más consciente del silencio que nos envolvía.

Julián estaba despierto. Lo supe antes de verlo. Sentí su presencia antes de oír su voz.

Cuando llegué hasta la sala, lo encontré junto a la ventana, mirando hacia el horizonte, con una manta sobre las piernas y una expresión que no era tristeza ni calma. Era algo entre ambas.

—¿Otra vez sin dormir? —le pregunté con suavidad.

Él giró apenas la cabeza, y esa media sonrisa suya volvió a aparecer, la que mezclaba cansancio y una dulzura que me desarmaba.

—No puedo. Cada vez que cierro los ojos, escucho el mar. Y pienso en todo lo que me queda por decir.

Me quedé unos segundos en silencio, observando cómo el viento movía su cabello.

—Tal vez —le dije despacio— no tienes que decirlo todo.

—No. Pero hay cosas que, si no se dicen, pesan más. —Sus ojos se encontraron con los míos—. Como cuando uno sabe que algo está cambiando y no puede evitarlo.

Sentí un nudo en la garganta.

Yo también lo sabía. Algo estaba cambiando. No en su cuerpo, sino entre nosotros.

—No deberías estar despierto —murmuré.

—Y tú no deberías preocuparte tanto —respondió, con voz baja—. No todo se cura con descanso.

El aire se volvió más denso. Me acerqué para acomodarle la manta, pero cuando mis dedos rozaron su mano, se detuvieron. Era un gesto simple, cotidiano, pero esta vez algo se quebró en el silencio.

No retiró la mano. Y yo tampoco.

Nos quedamos así, mirándonos, con las palabras suspendidas entre la oscuridad y el sonido del mar.

—Elena —susurró, apenas audible—. Si cierro los ojos ahora, ¿me prometes que estarás aquí cuando despierte?

Su voz temblaba.

Y dentro de mí algo también lo hizo.

—No me voy a ir —le respondí.

—Dime eso otra vez —pidió, con una necesidad que no era física, sino del alma.

—No me voy a ir —repetí, esta vez más despacio.

El reloj marcó las tres. Afuera, el viento comenzó a golpear las ventanas, y el olor a sal llenó la habitación. Él seguía mirándome, y por un instante, el tiempo se detuvo.

Había tanto en su mirada que no podía describirlo: gratitud, miedo, deseo de vivir, y una ternura que me atravesó por completo.

Me senté frente a él, sin hablar. No necesitábamos hacerlo.

A veces, las palabras solo estorban cuando los sentimientos son demasiado grandes para caber en una oración.

La lámpara titiló.

El mar rugió más fuerte.

Y por un segundo, sentí que la casa respiraba con nosotros.

—Elena —dijo otra vez, y mi nombre sonó distinto—. No sé qué me está pasando, pero cuando estás cerca… todo duele menos.

Yo cerré los ojos.

No debía responder. No debía sentir lo que sentía. Pero ya era demasiado tarde.

El cariño había dejado de ser parte del trabajo. Se había convertido en algo más. Algo que ni el deber ni la culpa podían contener.

Me quedé a su lado, en silencio.

Y mientras la noche avanzaba, comprendí que no era la enfermera la que cuidaba al inválido. Éramos dos almas rotas que, sin quererlo, empezaban a curarse una a la otra.

Afuera, el amanecer empezaba a insinuarse en el cielo.

El mar seguía sonando igual, pero dentro de mí todo había cambiado.

Continuará…

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