La casa parecía distinta esa noche.
No era solo el silencio: era algo más profundo, una quietud que se extendía por las paredes, por el aire, por nosotros. Como si las palabras de ella —su presencia, su perfume, su sombra— hubieran quedado flotando entre las cortinas.
Me quedé un largo rato sentada en la cocina, mirando la taza de té que ya se había enfriado.
Julián estaba en su habitación, en silencio también. No quise molestarlo. No sabía si necesitaba hablar o, al contrario, no escuchar a nadie. Yo tampoco estaba segura de qué necesitaba.
Afuera, el mar rugía con fuerza. Era una noche ventosa, de esas en que las ventanas tiemblan y las luces parpadean.
Había una energía extraña, una sensación de cambio inminente, como si todo lo que había ocurrido ese día hubiera removido algo que ya no podía volver a su sitio.
Finalmente me levanté. Caminé por el pasillo despacio, descalza, con las manos frías. La puerta de su habitación estaba entreabierta, y la luz tenue de la lámpara formaba un triángulo dorado sobre el suelo.
Toqué suavemente la madera.
—¿Puedo pasar? —pregunté.
—Claro —respondió él, con voz tranquila, aunque se notaba un cansancio distinto, más del alma que del cuerpo.
Entré.
Estaba mirando el mar desde la ventana, como tantas veces. Pero esa noche, su expresión era diferente. No había tristeza, sino una especie de paz melancólica.
—¿No intentaste dormir? —pregunté, acercándome.
—Lo intenté. Pero la cabeza no se apaga tan fácil.
Me senté a su lado, sin decir nada.
Durante un rato solo se escuchó el viento.
—Fue extraño verla —dijo de pronto, sin mirarme—. No la veía desde qué sin decir nada dejó la carta en el hospital.
—Debe haber sido difícil.
—Sí… y no. —Suspiró—. Pensé que dolería más. Pero solo sentí distancia. Como si fuera parte de otra vida.
Asentí, aunque no sabía si debía decir algo.
—Cuando alguien deja de estar —continuó—, el tiempo hace algo curioso: borra los colores, pero deja las formas. Puedes ver el recuerdo, pero ya no lo sientes igual.
—A veces eso es una bendición —le dije.
Él sonrió apenas.
—Tal vez. Pero también da miedo. Significa que uno puede olvidarlo todo, incluso lo que alguna vez creyó eterno.
Sus palabras me tocaron más de lo que quise mostrar. Me obligué a mantener la mirada en el mar.
—No creo que se olvide —murmuré—. Creo que solo se aprende a mirar distinto.
El viento sopló más fuerte, y las cortinas se movieron como fantasmas lentos. La lámpara titiló.
—Elena —dijo entonces—, cuando ella entró hoy, pensé que el pasado iba a arrastrarme otra vez. Pero no lo hizo.
—¿Y qué sentiste?
—Alivio. Y culpa por sentirlo.
Lo miré.
—No deberías sentir culpa por eso. Las culpas solo atan lo que ya está roto.
Él guardó silencio. Luego me observó, y su mirada fue tan larga que tuve que apartar la mía.
—¿Tú también sientes culpa, Elena? —preguntó.
No supe responder.
Había tantas cosas que callaba, tantos pensamientos que reprimía, que la pregunta me dolió como si me la hiciera a mí misma.
—A veces —dije al fin—. Por sentir cosas que no debería sentir.
Él asintió lentamente, como si comprendiera sin que hiciera falta explicar.
El sonido del mar llenó el espacio entre nosotros.
—Hoy pensé —dijo de pronto— que si no fuera por ti, esta casa se habría convertido en mi tumba.
—No digas eso.
—Es verdad. Tú trajiste aire a este lugar. Lo cambiaste todo sin darte cuenta.
Me quedé quieta. No era la primera vez que me decía algo así, pero esa noche su voz sonaba distinta: más sincera, más vulnerable.
—No sé si hice tanto —susurré.
—Lo hiciste —respondió—. A veces no se trata de curar el cuerpo, sino de recordarle a alguien que sigue vivo.
Sus palabras se quedaron en el aire, flotando como un hilo invisible que nos unía.
La lámpara volvió a parpadear, y por un segundo la habitación quedó en penumbra.
Lo miré, y la luz del mar reflejada en su rostro me mostró un Julián que no había visto antes: no el hombre enfermo, ni el esposo abandonado, sino alguien que comenzaba a reconciliarse con la vida.
—Tengo miedo —dijo de pronto, con voz baja.
—¿De qué?
—De volver a sentir y que después todo desaparezca otra vez.
Mi corazón se apretó.
—A veces vale la pena sentir, aunque duela —le respondí.
Él me miró, y por primera vez en mucho tiempo, su mirada no estaba rota. Había en ella algo que me hizo temblar.
No era solo gratitud. Era otra cosa, más profunda, más callada.
—Gracias por quedarte —dijo al fin.
Yo asentí, incapaz de hablar.
No podía decirle que, en realidad, era yo quien necesitaba quedarse. Que cada día junto a él me recordaba cosas que creía olvidadas: la paciencia, la ternura, la esperanza.
El reloj marcó la medianoche.
El viento había amainado, y solo quedaba el sonido del mar.
—Deberías descansar —le dije.
—Y tú también —respondió, sonriendo levemente—. Mañana será otro día.
—Sí —susurré—. Otro día.
Pero ambos sabíamos que esa noche había cambiado algo.
Cuando salí del cuarto, me detuve en el pasillo.
La luz del mar se filtraba por la ventana, dibujando sombras en las paredes. Todo parecía igual, y sin embargo, nada lo era.
Me asomé una última vez.
Julián seguía despierto, mirando el horizonte, como si buscara respuestas en la oscuridad.
Por un instante, sentí el impulso de volver, de quedarme allí, de hablarle, de decirle lo que mi corazón empezaba a entender.
Pero no lo hice.
A veces el silencio también es una forma de amor.
Esa noche, mientras el mar golpeaba con fuerza, supe que el pasado había terminado de marcharse.
Y que, aunque aún no lo dijéramos, algo nuevo estaba naciendo entre los restos.
Continuará…
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