No recordaba cuándo fue la última vez que vi el mar de cerca.
Lo había contemplado desde la ventana durante meses, escuchando su rugido como quien oye un idioma que antes conocía y ya no logra entender. Pero hoy, por primera vez desde el accidente, Elena insistió en que saliéramos.
—No te vendrá mal un poco de aire nuevo —me dijo con esa voz suya que no admite discusiones, pero que tampoco suena autoritaria.
Y accedí.
No por el aire. Ni siquiera por el mar.
Accedí porque era ella quien lo pedía.
La mañana amaneció tibia, con un sol que parecía más amable que otros días.
Mientras ella preparaba todo —la silla, la manta, el sombrero que siempre insiste en ponerme—, yo la observaba sin que se diera cuenta. Había algo en su forma de moverse, en la delicadeza con que doblaba la manta, que me hacía pensar en la paciencia del tiempo.
Cuando me ayudó a subir al coche, noté sus manos firmes en mis brazos. No temblaban.
Yo sí.
El camino al pueblo fue silencioso, pero no incómodo.
Elena conducía con calma, mirando de vez en cuando por el espejo, asegurándose de que estuviera bien.
Yo solo miraba el horizonte. Los árboles parecían más verdes, el cielo más abierto. Todo me resultaba nuevo, como si el mundo hubiera cambiado mientras yo dormía.
—¿Tienes miedo? —me preguntó de pronto, sin apartar la vista del camino.
—Un poco —admití.
—Es normal. Pero hoy no hay prisa, Julián. Solo respira.
Y respiré. Por primera vez en mucho tiempo, sin pensar en el dolor, ni en lo que ya no podía hacer, ni en la vida que quedó atrás.
Solo el aire salado, tibio, vivo.
Cuando llegamos al malecón, me quedé en silencio.
El sonido del mar era ensordecedor, y sin embargo, me daba paz.
Las olas chocaban contra las rocas, levantando espuma blanca que brillaba con el sol.
Elena bajó del coche y abrió la puerta con cuidado.
—Vamos, que el mar te espera —dijo sonriendo.
Sus palabras me hicieron reír, y no recordaba la última vez que lo hacía sin esfuerzo.
Me ayudó a bajar, paso a paso, con paciencia.
El viento me golpeó la cara y cerré los ojos. Era frío, pero tenía el sabor de la vida.
Por un momento sentí que algo dentro de mí se abría, como si un nudo invisible se desatara.
Nos quedamos allí, frente al mar, sin decir nada.
Ella estaba a mi lado, de pie, con el cabello suelto moviéndose con el viento.
Parecía parte del paisaje, y a la vez, más viva que todo lo que me rodeaba.
—¿Hace cuánto no venías aquí? —preguntó.
—Desde antes del accidente. Venía a correr por las mañanas, cuando el sol apenas salía.
—Entonces… —dijo bajito—, es como volver a empezar.
Sí.
Eso era. Volver a empezar.
Me quedé mirando el horizonte, recordando. Las cosas simples: el olor del mar, la arena pegándose a los zapatos, los niños corriendo por el muelle. Todo parecía tan lejano, como una película ajena.
Pero ahora, con ella allí, empezaba a parecer posible otra vez.
—Gracias por traerme —murmuré.
—No me las des —respondió—. Este lugar también te pertenece.
Nos quedamos así un rato largo.
De vez en cuando, ella me hablaba de cosas simples: las gaviotas, los puestos de frutas, los turistas que llegaban con cámaras. Su voz llenaba el silencio sin invadirlo.
En un momento, una niña se acercó con un globo rojo. Me miró, luego miró a Elena, y le sonrió.
—¿Es tu esposa? —preguntó con inocencia.
Elena se sonrojó y soltó una risa nerviosa.
—No, cariño. Soy su enfermera.
La niña asintió, como si no entendiera muy bien la diferencia, y se alejó corriendo.
Pero sus palabras se quedaron flotando en el aire.
"¿Es tu esposa?"
No respondí.
No porque no pudiera, sino porque algo dentro de mí se movió, algo que preferí no tocar todavía.
Elena me miró de reojo, con esa mezcla de vergüenza y ternura que la vuelve más humana.
—Los niños dicen cualquier cosa —dijo, intentando restarle importancia.
—Sí —respondí—, pero a veces aciertan sin saberlo.
Ella me miró con extrañeza, y yo fingí mirar el mar.
Era más fácil así.
Pasamos un buen rato allí. Luego fuimos al pueblo, a la plaza donde solía sentarme a leer.
Elena me llevó a una pequeña cafetería junto al muelle.
El aroma del pan recién horneado llenaba el lugar.
La dueña, una mujer mayor, se me acercó emocionada.
—¡Julián! Hacía tanto que no te veía, hijo.
—He estado… ocupado —respondí, y todos reímos un poco.
Elena pidió café para ambos.
Mientras esperábamos, me observó en silencio.
—Te ves distinto —dijo.
—¿Distinto cómo?
—Más presente. Como si el mundo te estuviera hablando de nuevo.
Sonreí.
—Quizás es que alguien me está enseñando a escucharlo otra vez.
Sus ojos se suavizaron.
No dijo nada, pero esa mirada bastó.
Fue un instante pequeño, pero cargado de algo que ni el tiempo ni la razón podrían negar.
Cuando regresamos a casa, el sol ya se ocultaba.
El camino de vuelta fue silencioso otra vez, pero esta vez el silencio era cómodo, casi cálido.
Miré por la ventana mientras el paisaje pasaba.
Pensé en lo que había sentido ese día: miedo, nostalgia, alivio… y algo nuevo.
Algo que no me atrevía a nombrar, pero que crecía cada vez que ella sonreía, cada vez que su mano rozaba la mía.
Al llegar, Elena me ayudó a bajar.
—¿Cansado? —preguntó.
—No. Vivo. —Y sonreí.
Ella rió también, pero su voz se quebró un poco.
—Entonces valió la pena.
Cuando entramos, la casa ya no parecía tan vacía.
Era la misma de siempre, pero el aire había cambiado.
Encendió la lámpara, y la luz cálida llenó el salón.
Antes de irse a su cuarto, se detuvo en la puerta.
—¿Te gustó salir? —preguntó.
—Mucho —respondí—. Pero lo que más me gustó fue volver… contigo.
Ella bajó la mirada, y por un segundo pensé que iba a decir algo más, pero solo murmuró:
—Buenas noches, Julián.
—Buenas noches, Elena.
Cuando la puerta se cerró, me quedé mirando la oscuridad.
Sentía el corazón latiendo más fuerte que de costumbre.
Había algo que no podía negar más: el mundo no solo había cambiado fuera, también dentro de mí.
Y mientras el sonido del mar regresaba como un murmullo lejano, entendí que no quería volver a vivir sin sentirlo.
Continuará…
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