Nunca imaginé que cuidaría a un hombre que me cambiaría la vida.
Me llamo Elena Vargas, tengo treinta y dos años, y soy enfermera en el ala de rehabilitación del hospital San Gabriel. He visto cuerpos rotos, almas rendidas… pero ninguno me dolió tanto como el de Julián.
Llegó después de un accidente que lo dejó sin poder caminar. Tenía la mirada de alguien que lo había perdido todo: su trabajo, su independencia, y poco a poco, también a su esposa.
Clara —así se llamaba ella— venía cada vez menos. Siempre bien vestida, con perfume caro y el teléfono en la mano. Decía amarlo, pero su voz sonaba vacía. Y él lo sabía.
Yo solo debía cuidar su cuerpo, pero terminé cuidando también su corazón.
Cada noche le leía en voz baja para que pudiera dormir. A veces hablábamos hasta el amanecer: de su taller, de los atardeceres que ya no podía ver desde la ventana de su casa, de lo que significa sentirse vivo aunque el cuerpo no responda.
Una madrugada, mientras la lluvia golpeaba los cristales, me tomó la mano.
—Elena… si tú supieras lo que siento cuando estás aquí… —susurró.
No respondí. No debía hacerlo. Pero tampoco solté su mano.
Desde entonces, su recuperación se volvió más rápida, más decidida. No sé si fue la fisioterapia o el amor que callábamos, pero Julián volvió a tener esperanza.
Y yo… yo me descubrí amando a un hombre que aún tenía esposa, pero ya no tenía quien lo esperara.