El pasillo olía a desinfectante y silencio. Era un día caluroso, pero yo sentía frío.
Clara había llegado antes de mi turno. Su bolso caro descansaba sobre la mesa de recepción, y su mirada me siguió desde que entré.
—Podemos hablar un momento, enfermera —dijo con voz cortante.
Asentí. No tenía nada que esconder… o eso quería creer.
Nos apartamos a una esquina del pasillo.
—Mi esposo habla mucho de usted —empezó—. Demasiado, diría yo.
—Es normal —respondí con calma—. Paso muchas horas con él, y la rehabilitación requiere confianza.
—Confianza… —repitió ella con una sonrisa amarga—. ¿Eso es lo que lo hace sonreír de nuevo? ¿O es otra cosa?
Sentí un nudo en la garganta. No podía responder. No debía hacerlo.
—Yo solo cumplo con mi trabajo, señora —alcancé a decir.
Clara se inclinó un poco hacia mí.
—Pues procure recordarlo —susurró—. No olvide que él tiene esposa.
Se alejó dejando el eco de sus tacos en el piso brillante.
Yo me quedé allí, con el corazón encogido.
Esa noche, al entrar al cuarto de Julián, él notó mis ojos rojos.
—¿Qué pasó, Elena? —preguntó con ternura.
—Tu esposa vino a hablar conmigo —contesté bajito.
—¿Te dijo algo?
—Solo que recuerde mi lugar.
Él suspiró, y su voz tembló:
—Si supiera que mi corazón ya no le pertenece…
Me quedé en silencio. No podía permitirlo, pero tampoco podía negar lo que sentía.
Tomé su mano.
—Julián, no digas eso. No me lo digas si no vas a poder olvidarlo después.
—No quiero olvidarlo —dijo él—. Por primera vez, me siento vivo.
Y fue entonces cuando comprendí que aquel amor, aunque prohibido, ya estaba escrito.
En cada mirada, en cada palabra callada, en cada noche en que nuestras almas se encontraban a escondidas del mundo.