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Chapter 12 - Capítulo 12 – El día después

El amanecer llegó sin avisar, con esa luz tenue que se filtra entre las cortinas y pinta la habitación de tonos suaves.

No había dormido mucho. Me quedé escuchando el sonido del mar casi toda la noche, pensando en sus palabras, en la forma en que me miró antes de decir "gracias por quedarte".

Era una frase sencilla, pero en su voz había un eco que no lograba apartar de mi mente.

Bajé temprano a la cocina. El aire aún olía a sal y humedad.

Encendí la cafetera y mientras el aroma del café llenaba la casa, sentí una extraña paz. El viento había cesado. Solo quedaba el rumor constante de las olas, lejano, acompasado, como un corazón que vuelve a latir con calma después de una larga tormenta.

Preparé su desayuno como siempre: pan tostado, jugo de naranja y un poco de avena tibia. Lo hacía con cuidado, casi con devoción. No era solo una rutina; era mi manera de decirle sin palabras que estaba allí, que no se había quedado solo.

Cuando subí con la bandeja, lo encontré despierto.

La ventana estaba abierta y el sol comenzaba a filtrarse por los cristales. Julián tenía el semblante sereno, aunque sus ojos seguían mostrando ese cansancio profundo que no viene del cuerpo, sino del alma.

—Buenos días —dije, tratando de sonar ligera.

—Buenos días, Elena —respondió, con una sonrisa pequeña pero sincera—. ¿Dormiste algo?

—Un poco. ¿Y tú?

—Lo suficiente para soñar —dijo, mirando hacia el mar.

No supe si preguntarle qué había soñado. A veces los sueños dicen más de lo que uno está dispuesto a escuchar.

Le ayudé a incorporarse, con la misma delicadeza de siempre, pero esa mañana sentí algo distinto. Su mano rozó la mía un segundo más de lo necesario.

No fue un gesto intencionado, pero bastó para que mi respiración se agitara. Me obligué a concentrarme en el desayuno.

—El sol está hermoso hoy —comenté, intentando disipar la tensión.

—Sí… después de la tormenta, siempre amanece así —respondió—. Como si el mundo se limpiara un poco.

Se quedó en silencio un momento, observando la luz. Luego dijo algo que me tomó por sorpresa.

—¿Sabes? Anoche pensé en lo que dijiste… que sentir vale la pena, aunque duela.

Lo miré.

—¿Y llegaste a una conclusión?

—Creo que tienes razón. Si uno se pasa la vida evitando el dolor, también evita lo que lo hace humano.

Asentí.

—Sentir es lo que nos mantiene vivos —dije, apenas en un susurro.

Nuestros ojos se encontraron. Por un instante, el tiempo pareció detenerse.

No era una mirada de gratitud ni de compasión. Era algo más profundo, más sincero. Algo que ninguno de los dos sabía nombrar todavía.

Entonces, el sonido de la cafetera abajo rompió el momento.

Ambos reímos suavemente, como si ese ruido nos recordara que todavía existía el mundo fuera de esa habitación.

Pasamos la mañana en calma. Lo ayudé con los ejercicios de terapia. Estaba más animado, concentrado, decidido. Cada pequeño movimiento era una victoria, y yo lo celebraba como si fuera mía también.

A veces hablábamos. Otras veces, el silencio bastaba.

Entre una pausa y otra, él me contó anécdotas de su vida antes del accidente: los viajes, los proyectos, los sueños truncos.

—Nunca pensé que un día necesitaría que alguien me ayudara a vestirme —dijo, mirándose las manos.

—Eso no te hace débil, Julián. Te hace humano.

—A veces no estoy seguro de serlo todavía —bromeó, pero su risa era amarga.

Me acerqué.

—No eres lo que perdiste. Eres lo que aún puedes ser.

Él se quedó mirándome largo rato, sin decir nada.

Y en esa mirada había un agradecimiento que dolía, porque no sabía si era solo eso.

Al mediodía, la brisa del mar trajo olor a sal y a flores. La casa se llenó de luz, como si todo el peso de la noche anterior se hubiera disuelto.

Aun así, algo había cambiado. Lo noté en su voz, en sus gestos, en cómo su mirada buscaba la mía cada vez que hablábamos.

Después de comer, salimos al jardín. Le ayudé a acomodarse bajo el limonero, donde siempre le gustaba sentarse a leer.

El sol filtrado entre las hojas le daba un tono dorado a todo, y por un momento pensé que, si el tiempo pudiera detenerse, querría que lo hiciera justo allí.

—¿Sabes qué me di cuenta? —dijo de repente.

—¿Qué cosa?

—Que no había vuelto a sentir calma desde el accidente… hasta ahora.

No supe qué decir. Me limité a sonreír.

—Eso me alegra —respondí, pero mi voz tembló un poco.

—Elena —continuó—, ¿nunca te has sentido fuera de lugar en tu propia vida? Como si el camino que sigues no fuera realmente tuyo.

—Todo el tiempo —admití—. Pero a veces conocer a alguien te recuerda quién eras antes de perderte.

Él bajó la mirada.

—Eso me pasa contigo.

El silencio que siguió fue largo, profundo. El viento movía las hojas del limonero y el mar rugía en la distancia, pero nada podía llenar ese espacio suspendido entre los dos.

Quise decir algo, cualquier cosa, pero no pude.

Había tanto que latía en el aire, tanto que ambos entendíamos sin pronunciar.

Entonces, decidí levantarme.

—Voy a preparar el té —dije, intentando sonar tranquila.

—Está bien —respondió él, con esa voz baja que siempre me desarma.

Mientras me alejaba hacia la casa, sentí su mirada en mi espalda. Y por primera vez, no quise escapar de ella.

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Esa tarde llovió brevemente. Las gotas golpeaban las ventanas con suavidad, y el olor a tierra mojada llenó el aire.

Estuve en la cocina, organizando cosas que no necesitaban orden, solo para no pensar demasiado.

Pero pensaba.

Pensaba en él, en sus palabras, en cómo mi corazón se había acostumbrado a su voz, a su presencia, a esa calma nueva que había traído sin proponérselo.

Cuando subí con el té, lo encontré dormido.

El libro abierto sobre sus piernas, la respiración pausada, la luz de la tarde dorando su rostro.

Me quedé observándolo un largo rato, sintiendo una ternura que me desbordaba.

Lo tapé con cuidado y me senté junto a él.

El sonido de la lluvia era un arrullo.

Y mientras lo miraba dormir, entendí que la línea que separaba la compasión del afecto se había desvanecido hacía tiempo.

Ya no era solo su enfermera.

Y, aunque aún no lo dijera en voz alta, él tampoco era solo mi paciente.

El mar volvió a rugir a lo lejos, como si el destino respirara con nosotros.

Cerré los ojos y dejé que el sonido del viento me envolviera.

Sabía que estaba entrando en un terreno peligroso, pero también sabía que no podía evitarlo.

A veces, lo que comienza como un deber termina convirtiéndose en lo único que da sentido a la vida.

Y aunque aún no lo supiera, Julián también empezaba a sentirlo.

Continuará…

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