El día había comenzado sereno, demasiado sereno. El cielo estaba cubierto por una neblina baja que hacía que el mar pareciera un espejo turbio. El viento, esa presencia constante en la casa, soplaba suave, sin ganas de romper nada. Me engañó. Creí que sería un día tranquilo.
Julián estaba de buen humor. Se notaba en sus ojos, en el modo en que me hablaba, incluso en la forma en que aceptó el desayuno. Parecía liviano, como si la noche anterior hubiera dejado algo en paz dentro de él.
Yo también me sentía distinta. No podía explicarlo, pero había una calma nueva entre nosotros. Una calma que no venía de la costumbre, sino de esa conexión silenciosa que se había formado sin permiso.
Pasé la mañana ayudándolo con sus ejercicios, moviendo con cuidado sus piernas, dándole apoyo en los brazos, animándolo con sonrisas. Cada pequeño avance me hacía sentir orgullosa. Pero también me recordaba que cada centímetro que él recuperaba lo acercaba más al mundo del que había estado ausente… y quizás más lejos de mí.
A media mañana, el sol empezó a abrirse paso entre las nubes. La casa se llenó de luz y olor a mar. Julián me pidió que abriera las ventanas.
—Hoy quiero ver el horizonte —me dijo, y su voz sonaba firme, casi alegre.
Así lo hice. Y mientras el aire entraba, pensé que, por primera vez desde que lo conocía, su mirada no estaba perdida en la nostalgia, sino en algo parecido a la esperanza.
Fue entonces cuando sonó el timbre.
Ese sonido breve, metálico, partió el aire como un cuchillo.
Julián y yo nos miramos. Nadie venía nunca. Nadie tocaba esa puerta.
—Debe ser un error —dije, intentando sonreír, aunque el corazón me latía más rápido.
Pero no era un error.
Cuando abrí la puerta, el tiempo se me detuvo.
Allí estaba ella.
La esposa , su aún esposa
Vestía con elegancia, de esas que no necesitan joyas para imponerse. Su cabello perfectamente arreglado, su perfume reconocible incluso a la distancia. Tenía el porte de alguien acostumbrada a entrar en cualquier lugar sin pedir permiso.
—Buenos días —dijo, sin sonreír—. Soy Laura, la esposa de Julián.
Su voz era firme, educada, pero con una dureza escondida entre las palabras.
—Sí, claro —respondí, apartándome—. Pase, por favor.
El sonido de sus tacones en el suelo resonó como si marcara el pulso de la casa. Julián la vio entrar y se tensó.
—No esperaba verte —le dijo, casi en un susurro.
—Me imaginé —contestó ella, clavando la mirada en mí antes de volver a él—. Pero tenía derecho a hacerlo, ¿no?
Intenté desaparecer. Fui hasta la cocina, fingiendo que tenía algo que hacer, pero desde allí se escuchaba todo.
Laura hablaba con frases cortas, precisas. No era una mujer de rodeos.
—Me dijeron que estabas aquí —dijo—. Pensé que tal vez necesitabas verme.
—No lo necesito —respondió Julián,
Decidiste dejarme aquél día en el hospital.
—Siempre tan orgulloso —replicó ella—. ¿Ni siquiera vas a preguntarme cómo estoy?
Él no contestó. Se limitó a mirarla.
El silencio era tan espeso que me dolía escucharlo.
Laura suspiró, y su tono cambió.
—No vine a discutir. Solo quería verte. Y… —miró alrededor—. Y ver a la enfermera que ha hecho lo que yo no pude.
Mi corazón se apretó. Salí de la cocina con una sonrisa forzada.
—¿Desea algo de beber? —pregunté.
—No, gracias —respondió, sin mirarme realmente.
Durante unos segundos, los tres quedamos atrapados en ese extraño triángulo de miradas.
Ella lo observaba con una mezcla de reproche y culpa.
Él la miraba con distancia, como si hablara con un recuerdo.
Y yo… yo solo trataba de sostener la calma, aunque dentro de mí todo temblaba.
Laura se sentó frente a él, cruzando las piernas con elegancia.
—Julián, no te imaginas lo que fue verte así la primera vez. No podía soportarlo.
—Por eso te fuiste —respondió él, sin mirarla.
—No me fui —corrigió ella—. Me alejé para poder respirar.
—Es lo mismo —dijo Julián, bajando la voz.
El silencio volvió, pesado como el mar en calma antes de una tormenta.
Yo fingía ordenar unos papeles, pero cada palabra me llegaba clara.
Laura suspiró y entonces, con un tono más suave, agregó:
—No vine a juzgarte. Solo quería saber si aún me guardas rencor.
Él la miró. Esa mirada me dolió, porque era la de alguien que alguna vez amó con todo y ya no podía hacerlo.
—No —dijo simplemente—. Ya no queda rencor. Solo cansancio.
Laura sonrió, triste.
—Al menos eso.
Yo no podía seguir allí. Salí al patio y respiré el aire salado del mediodía.
Desde afuera, escuché las voces apagadas, el eco de un pasado que no me pertenecía.
Pasaron unos minutos. O tal vez horas. El tiempo se detuvo.
Cuando volví a entrar, Laura estaba de pie, junto a la ventana. Miraba el mar con una nostalgia que la volvía humana.
—Tiene suerte de tenerte —me dijo de pronto.
Me sorprendió.
—No sé a qué se refiere.
—Sí lo sabes —respondió—. Se nota en cómo lo miras. En cómo él te mira.
No pude responder. Sentí que el rostro se me encendía.
—Yo solo hago mi trabajo —mentí.
Ella sonrió, sin ironía.
—Ojalá alguien hubiera cuidado de mí así cuando lo necesité.
Sus palabras quedaron flotando, como si no fueran para mí, sino para sí misma.
Luego se giró hacia Julián y le acarició la mejilla con delicadeza.
—Cuídate, por favor —dijo, y en su voz había un adiós disfrazado de despedida casual.
Cuando se fue, la casa pareció exhalar.
El sonido de la puerta cerrándose fue casi un alivio.
Julián no habló durante un buen rato. Miraba la ventana como si el mar tuviera la respuesta que él no encontraba.
—¿Estás bien? —pregunté finalmente.
Él asintió.
—Sí. Aunque a veces, cuando el pasado toca la puerta, uno no sabe si abrir o esconderse.
No supe qué decir. Me acerqué despacio, sin romper el silencio.
El viento había vuelto a levantarse, y las cortinas bailaban con el reflejo del sol.
—Gracias —dijo él, de pronto.
—¿Por qué? —pregunté.
—Por no irte cuando ella llegó. Por quedarte.
Lo miré.
En sus ojos ya no había la sombra del hombre que conocí, sino una luz nueva, pequeña pero viva.
Y en ese instante entendí que, aunque la visita había removido heridas, también había dejado claro algo: el pasado no podía volver.
El futuro, sin embargo, aún no tenía forma.
Mientras el día se apagaba y el mar volvía a rugir con fuerza, supe que todo estaba por cambiar.
No sabíamos hacia dónde, pero ya no había marcha atrás.
Continuará…