Esa noche el silencio pesaba más que el sonido del mar. La brisa se colaba por las cortinas del cuarto, moviéndolas suavemente, como si quisiera avisarnos de algo que ninguno de los dos se atrevía a decir.
Apagué la lámpara del pasillo y me quedé un momento en la penumbra, observando su silueta desde el marco de la puerta. Julián estaba recostado en su silla junto a la ventana, mirando hacia el horizonte. El reflejo de la luna le dibujaba un contorno azul en el rostro cansado, y por un instante me pareció ver en sus ojos algo que no era tristeza, sino una especie de rendición.
Me acerqué despacio, sin hacer ruido, solo escuchando el tic-tac del reloj y el murmullo del viento. Cada paso que daba era como una confesión silenciosa.
—¿No puedes dormir? —le pregunté, rompiendo el aire espeso que nos separaba.
Él giró apenas la cabeza, lo suficiente para mirarme.
—Hace tiempo que el sueño me abandonó —respondió con voz baja—. Quizás porque ya no tengo a nadie esperándome en los sueños.
Sus palabras me golpearon más de lo que esperaba. No supe qué decir, así que fingí que revisaba los frascos de medicina sobre la mesa, aunque ya los había acomodado horas atrás.
—La noche está fría —murmuré—. ¿Quieres que cierre la ventana?
—Déjala abierta —dijo sin mirarme—. Me gusta sentir que algo se mueve allá afuera… que el mundo sigue.
Lo observé de perfil, su mandíbula tensa, los dedos inmóviles sobre la manta. Era un hombre atrapado entre lo que fue y lo que temía seguir siendo: un cuerpo quieto con el alma todavía despierta.
Y yo… yo era la enfermera que había llegado a curar sus heridas, pero que empezaba a sentir cómo las mías también se abrían.
—Elena —dijo entonces, pronunciando mi nombre como si lo probara por primera vez—.
—¿Sí? —respondí, con un nudo en la garganta.
—A veces pienso que si tú no estuvieras aquí, ya no me quedaría nada.
No supe si era gratitud o confesión, pero esa frase quedó suspendida entre nosotros. Mi corazón se desordenó, y tuve que sentarme al borde de la cama para no dejar que se notara el temblor en mis manos.
—No digas eso —susurré—. Tienes mucho todavía…
—¿Como qué? —interrumpió, mirándome por fin—. ¿Una esposa que no me habla? ¿Una casa llena de recuerdos que ya no me pertenecen?
El mar rugía al fondo, como si quisiera romper la tensión que crecía entre nosotros.
Me acerqué un poco más, lo suficiente para sentir el calor que salía de su cuerpo.
—No hables así —le pedí—. Estás vivo, Julián. Y mientras respires, siempre habrá algo por lo que valga la pena quedarse.
Sus ojos me buscaron, y en ellos había algo que quemaba. No era compasión, ni tristeza. Era algo más profundo, algo que ninguno de los dos quería nombrar.
Durante unos segundos, no existió el pasado ni la culpa ni la distancia. Solo su mirada, la mía, y el sonido lejano de las olas golpeando la orilla.
—Elena —dijo en un suspiro—. No sabes cuánto me cuesta verte aquí cada día, tan cerca, tan…
No terminó la frase.
Yo tampoco lo dejé hacerlo.
Me levanté y fui hasta la ventana, tratando de esconder mi respiración. Afuera, el viento soplaba más fuerte, y las sombras del jardín se movían como si todo el universo nos observara.
—A veces el silencio dice más que las palabras —le dije sin mirarlo.
—Entonces esta casa está gritando —respondió él, con una media sonrisa triste.
Nos quedamos así un largo rato, sin decir nada. Yo podía oír el ritmo de su respiración, lento, profundo, igual que el mío.
Sentí que algo dentro de mí se rompía, algo que llevaba semanas conteniéndose entre turnos, curaciones y conversaciones a medias.
Finalmente, me di la vuelta.
—Deberías descansar —le dije.
—Y tú —contestó él— deberías dejar de tener miedo.
Su respuesta me desarmó.
Me quedé quieta, observando cómo el reflejo de la luna iluminaba sus ojos. Era como si él pudiera ver lo que yo trataba de ocultar: que había un fuego creciendo dentro de mí, uno que no sabía si debía apagar o dejar arder.
Cuando salí del cuarto, no cerré del todo la puerta.
No quería hacerlo.
Y mientras caminaba por el pasillo, su voz me siguió, apenas un susurro:
—Gracias por quedarte, Elena…
Esa noche no dormí.
El mar golpeaba con fuerza, como si quisiera recordarme que nada puede contenerse para siempre.
Continuará…