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Chapter 8 - capitulo 8

El sol apenas se filtraba entre las nubes cargadas tras la tormenta. El aire era espeso, salado, mezclado con el olor de algas, madera húmeda y un tenue rastro metálico que aún colgaba del naufragio. La costa era una mezcla de rocas, arena oscura y troncos desarraigados. Cinco adultos y tres guías yacían desperdigados cerca de los restos de lo que alguna vez fue la cubierta trasera del yate.

—¿Todos… todos están bien? —gruñó Marta, una mujer de voz firme y ojos marcados por el cansancio. Su rostro tenía un corte cerca de la ceja, pero se mantenía en pie. Ella era una de las guías del grupo turístico.

—Nos arrastró la corriente… —murmuró Félix, uno de los pasajeros—. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde están los adolescentes?

Los nombres comenzaron a salir uno por uno: Leo, Maya, Dario, Kiara, Tomás… No estaban. Ninguno de ellos. Y tampoco había señales inmediatas de los otros guías.

—Tenemos que movernos —dijo Adrián, otro de los guías, que portaba aún su mochila de primeros auxilios, aunque mojada—. Esa corriente pudo habernos arrastrado a una parte distinta de la isla. Tenemos que buscar a los demás y reagruparnos.

—¿Y si no están vivos? —preguntó un turista con voz rota, el rostro cubierto de barro.

Nadie respondió.

Caminaron bordeando la orilla. El sol fue ganando altura lentamente, y con él el calor húmedo comenzó a apretar. Las aves marinas gritaban a lo lejos. Un par de peces muertos se mecían en la espuma, y entre los escombros aparecieron maletas abiertas, flotadores, sogas, y un par de botas.

Una de las guías, Camila, se agachó y recogió una libreta ensopada.

—Esto… era de una de las chicas. Tiene dibujos. Deben haber pasado por aquí. No están tan lejos —dijo, mostrándoles la hoja temblorosa con garabatos de dinosaurios, el nombre de Kiara escrito varias veces con tinta rosa.

A media mañana, internándose con precaución hacia una zona donde la vegetación comenzaba a cerrarse, hallaron más señales: ramas rotas, una botella con el logo del yate, una bufanda amarrada a un tronco.

—Parecen marcas… ¿crees que las dejaron a propósito? —preguntó Félix, al ver otra prenda atada en la siguiente curva.

—Podría ser. O alguien más está en la isla —respondió Marta.

El terreno se volvía más irregular. Insectos zumbaban en enjambres pequeños. Al pisar una zona lodosa, uno de los guías resbaló y cayó.

—¡Rayos! ¿Estás bien? —Camila lo ayudó a incorporarse.

—Sí, solo barro… Espera… esto no es solo barro. Miren esto.

En el suelo quedaron marcadas enormes huellas. Tenían forma de garra y estaban frescas. No eran de aves ni de ningún animal conocido. Todos guardaron silencio.

—¿Un... dinosaurio? —dijo alguien, sin querer creer lo que había dicho.

El grupo siguió avanzando, esta vez con más cuidado. A lo lejos, entre los árboles, se escuchaban pisadas, pero no sabían si era su imaginación o algo real. A medida que el día avanzaba, el bosque se volvía más denso. Los rayos del sol descendían oblicuos entre las copas, lanzando sombras largas que parecían moverse con vida propia.

Pasado el mediodía, comenzaron a escuchar un sonido profundo, como un rugido apagado en la distancia. Nadie quiso comentarlo en voz alta. Fue entonces que, al llegar a un claro, lo vieron.

Un enorme Stegosaurus se desplazaba al borde de una zona pantanosa, acompañado por dos más pequeños. Caminaba lento, como si no tuviera apuro, pero cada paso hacía temblar la tierra. Su cola con espinas se alzaba como advertencia. El grupo se agachó instintivamente.

—¿Eso es... real? —susurró un turista con la boca abierta.

—Estamos en la isla equivocada —dijo Adrián, con un tono que mezclaba horror y fascinación.

Permanecieron ocultos hasta que los dinosaurios herbívoros se perdieron entre los helechos. Reanudaron la marcha en otra dirección, buscando terreno más alto. Ya no solo querían encontrar sobrevivientes: necesitaban un sitio donde pasar la noche.

Mientras ascendían una pendiente rocosa, el cielo comenzó a teñirse de un naranja profundo. Las sombras se alargaban, el canto de los pájaros fue disminuyendo y, poco a poco, los sonidos de la noche comenzaron a dominar. Criaturas invisibles chillaban en la lejanía, el aire se volvía más frío, y el grupo empezaba a sentir el cansancio y la desesperación.

Camila se detuvo y señaló con el dedo:

—Allá, entre las palmeras… ¿es eso humo?

Una columna delgada se elevaba entre la vegetación. Era tenue, pero real.

—Puede ser una fogata… podrían ser los chicos —dijo Marta, con los ojos encendidos de esperanza.

—O alguien más —dijo Félix, con un nudo en la garganta.

Mientras descendían hacia la zona del humo, el cielo oscurecía poco a poco. No fue de golpe. Las luces del día se apagaban lentamente, dejando paso a una sinfonía nocturna llena de incertidumbre. El día moría, y con él, el breve respiro que les ofreció la luz del sol.

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