Tiempo después la brisa había comenzado a soplar con más fuerza cuando Kiara avivó por última vez la pequeña fogata que habían encendido entre las raíces de un árbol caído. El resplandor danzante del fuego les ofrecía algo más que calor: una sensación falsa de seguridad en medio de lo desconocido.
—No deberíamos haberla encendido… —murmuró Leo, mirando nervioso hacia la oscuridad.
—Ya lo dijiste como tres veces, Leo —resopló Tomás, recostado con la espalda contra el tronco húmedo—. No hay red, no hay refugio y apenas vemos a un metro. ¿Qué otra opción teníamos?
—¡Mantenernos invisibles! —susurró Leo, casi exasperado—. Esto… esto es como gritar "¡Aquí estamos!" a lo que sea que ande por ahí.
—Relájense, chicos —intervino Dario, con un tono sereno que ocultaba apenas su propia inquietud—. No escuchamos nada desde hace un buen rato. Tal vez esta parte del bosque está despejada.
Maya, en silencio, observaba el cielo entre las ramas. Las estrellas titilaban con timidez entre nubes que iban y venían, pero no era un cielo que reconfortara. No cuando sabían que la noche, en la isla, traía consigo a los cazadores.
A unos cientos de metros, en una elevación del terreno más cercana a la costa, tres figuras adultas se habían detenido abruptamente. Marta, de rodillas sobre una piedra plana, entrecerró los ojos y señaló hacia el interior del bosque.
—Allí… ¿ven eso? ¡Luz!
Adrián entrecerró los ojos, sacando sus binoculares de la mochila. Asintió con expresión dura.
—Una fogata… pequeña. No puede ser otra cosa. Tienen que ser ellos.
—¡Tenemos que ir! —exclamó Marta mientras ya comenzaba a descender—. ¡Podrían estar heridos!
—¡Marta! —gritó Félix, bajando tras ella—. ¡Ve con cuidado, por Dios!
Pero era tarde. La mujer ya se había adentrado entre la maleza, guiada por la débil luz.
El Ceratosaurus, a apenas unos metros de la fogata, observaba con atención. Su piel, moteada de sombras, lo camuflaba entre la vegetación. Había estado acechando desde hacía varios minutos, atraído por el olor del humo y el leve crepitar del fuego. Sus fosas nasales vibraban, captando el aroma de los cuerpos jóvenes que descansaban a su alrededor.
Pero algo lo distrajo.
Un grito.
—¡Leo! ¡Tomás! ¡¿Están ahí?! —retumbó la voz de Marta desde la pendiente.
Los adolescentes se incorporaron de golpe. Leo palideció.
—¡¿Qué hacen?! ¡Nos van a…!
—¡Callen! —dijo Kiara al tiempo que se levantaba de un salto.
—¡Marta! ¡Félix! —gritó Tomás al reconocer las voces—. ¡Bajen la voz!
—¡Silencio! —exclamó Maya, con pánico—. ¡Todavía está cerca!
Pero ya era tarde.
Desde la espesura, un crujido brutal precedió el rugido del Ceratosaurus, que emergió con furia entre los arbustos. Su figura era una pesadilla: dientes curvados, ojos encendidos y su característico cuerno sobre el hocico reflejando el fuego. En una embestida salvaje, bajó por la pendiente donde Marta se encontraba.
—¡Marta, cuidado! —gritó Félix, corriendo tras ella.
El carnívoro no dudó. Sus fauces se cerraron con una velocidad aterradora. Marta apenas alcanzó a soltar un grito desgarrador antes de que todo fuera silencio, y la oscuridad se tiñera de rojo.
Los adolescentes lo vieron todo. Paralizados. Inútiles.
—No… —susurró Kiara, cayendo de rodillas.
—No puede ser… —balbuceó Leo.
Adrián se lanzó hacia atrás, jadeando, y Félix se quedó quieto, con la mirada perdida, incapaz de procesar lo que acababa de suceder.
El Ceratosaurus levantó el rostro, ensangrentado, y soltó un rugido que hizo vibrar la tierra misma. Pero no los atacó. Saciado, retrocedió lentamente hacia la oscuridad del bosque, sin perder de vista a los sobrevivientes. Un depredador satisfecho… por ahora.
El grupo entero se quedó inmóvil durante lo que parecieron horas. Solo cuando el rugido se desvaneció en la distancia, Tomás fue capaz de hablar:
—Tenemos que irnos. ¡Ya!
—¿Y a dónde vamos? —gritó Dario, con voz temblorosa—. ¿A otro lugar donde alguien más muera?
Kiara se levantó lentamente y le sostuvo la mirada.
—A cualquier parte donde no vuelva a olernos.
Horas después, refugiados bajo una formación rocosa, con la fogata ya extinguida y los cuerpos agotados, los adolescentes y los dos adultos que quedaban apenas podían mirarse entre sí.
Nadie hablaba.
Félix no había dicho palabra desde lo ocurrido. Solo se quedó sentado, con la mirada vacía.
Kiara finalmente rompió el silencio.
—Mañana… debemos movernos. No podemos quedarnos más en esta zona.
—Lo sabemos —dijo Maya, su voz quebrada.
—Marta… —susurró Adrián por fin, cubriéndose el rostro.
Nadie contestó.
Y así, bajo un cielo silencioso y frío, supieron que ya nada sería igual.
Que la isla no solo estaba viva… estaba hambrienta.