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Chapter 10 - capitulo 10

La fogata crepitaba suavemente en medio del claro que los adolescentes habían elegido como su improvisado refugio. Las llamas danzaban bajo la mirada agotada del grupo, que al fin había logrado reunir algunas ramas secas, leña suficiente para pasar la noche y algo de seguridad en medio de la espesura.

Tomás se frotaba las manos sobre el fuego, aún con el recuerdo del frío que se filtraba entre la ropa húmeda tras cruzar un arroyo pocas horas atrás. Maya acomodaba un pequeño círculo de piedras alrededor de la fogata, y Dario, más silencioso de lo habitual, revisaba el cuaderno que habían encontrado esa tarde.

—"El 8 de junio. Algo salió del laboratorio. Algo que no debió despertar jamás…" —leyó Dario en voz baja, apenas audible por el crepitar de las llamas.

—¿Qué más dice? —preguntó Kiara, abrazando sus piernas, la voz temblorosa.

—Dice que algunos intentaron resistir. Que las cercas cayeron. Que hay cosas sueltas en la isla. No solo dinosaurios… también… otra cosa. Pero no aclara qué.

Leo miró en dirección al bosque, más allá del resplandor anaranjado del fuego. No le gustaba cómo se oscurecían las copas de los árboles, ni el silencio. Durante el día, el bosque era una sinfonía de aves, zumbidos de insectos y el ocasional llamado grave de algún animal herbívoro. Pero ahora, todo estaba callado. Demasiado callado.

—Tal vez deberíamos apagar la fogata —murmuró, mirando a los demás.

—¿Estás loco? —replicó Tomás—. Es lo único que nos da calor… y visibilidad.

—Pero también podría llamar la atención de… lo que esté allá afuera —insistió Leo.

Maya alzó la mirada, pensativa.

—¿Y si hacemos una pequeña trinchera? Una barrera con ramas o algo… solo para sentirnos menos expuestos. No servirá mucho si algo grande aparece, pero psicológicamente… ayuda.

El grupo asintió. Se dividieron en pares para buscar ramas gruesas, hojas, piedras, cualquier cosa que pudiera servir como muro. Trabajaron en silencio, cada crujido entre la maleza haciéndolos tensarse. Fue Leo quien primero lo percibió. Una vibración, apenas perceptible, como un leve tamborileo sordo desde el suelo.

—Chicos… ¿lo sienten? —susurró.

Todos se quedaron inmóviles. Kiara se puso de pie, su linterna apuntando a la oscuridad. Nada. Pero el sonido se repetía. Un golpe suave… después otro… y otro. Luego, un crujido.

El corazón de Dario latía con fuerza. Tragó saliva.

—Apaguen la fogata. ¡Apáguenla!

Maya lanzó tierra húmeda sobre el fuego y Leo la ayudó a esparcirlo. La luz se apagó de golpe. La oscuridad los engulló. Solo quedaban las linternas. Y el sonido.

Un rugido rompió la noche. No era tan profundo como el de un Tyrannosaurus, pero tenía una ferocidad cruda, áspera, como si el aire fuera rasgado por la furia de la criatura. Los cinco se lanzaron al suelo instintivamente, sin emitir un solo grito.

Las ramas de un árbol cercano se movieron violentamente. Unas pisadas pesadas resonaron cada vez más cerca, acompañadas por la respiración húmeda y entrecortada de algo que husmeaba.

El Ceratosaurus.

Era más pequeño que los grandes depredadores de la isla, pero igual de letal. Su hocico alargado y dentado se abría y cerraba con ansiedad, los ojos reflejaban la poca luz que quedaba del cielo nocturno. Había olfateado el rastro del humo. Y había encontrado el lugar.

Desde el suelo, Leo alzó lentamente la cabeza. Vio la silueta del animal recortada contra la oscuridad: unos cinco metros de largo, con la distintiva cresta sobre el hocico. No era un gigante, pero sí un depredador ágil, veloz, con instinto cazador. Sus zarpas se hundían en la tierra mientras olfateaba alrededor del campamento improvisado. De pronto, lanzó un gruñido bajo… algo le molestaba.

Había un aroma diferente.

—Está olfateando el cuaderno… —murmuró Dario desde su sitio, muy cerca del suelo, cubriéndose con hojas y barro.

El cuaderno estaba junto al fuego, y al parecer, tenía rastros del anterior dueño, quizá sangre seca o sudor impregnado.

El Ceratosaurus se acercó a olfatearlo. Empujó el cuaderno con el hocico y gruñó de nuevo. Luego alzó la cabeza. Sus fosas nasales se abrieron.

Y entonces miró directo hacia ellos.

—No te muevas… no… no respires fuerte —susurró Kiara, temblando, con los ojos cerrados.

El dinosaurio caminó hacia los arbustos. Cada paso era más rápido. Parecía haber identificado calor… movimiento… miedo.

Tomás giró su rostro hacia Leo y le hizo señas con los dedos: Distracción.

Leo asintió, sabiendo que era una locura, pero era mejor que ser atrapados sin intentar nada.

Tomó una piedra y, con fuerza, la lanzó hacia el lado contrario del claro. La roca golpeó una rama con un ruido seco. El Ceratosaurus giró su cabeza, su cuerpo entero en alerta. Otro rugido. Luego, se dirigió al ruido.

—¡Ahora! —gritó Leo.

El grupo se levantó de golpe y corrió en dirección opuesta, zigzagueando entre arbustos y raíces. El rugido del dinosaurio retumbó detrás de ellos, y la persecución comenzó.

Maya tropezó, pero Dario la levantó al instante. Se escuchaban árboles crujir, hojas agitadas, un cuerpo enorme abriéndose paso con violencia.

Leo vio una formación rocosa más adelante, una especie de pequeña cueva natural.

—¡Allí! ¡Entremos!

Uno por uno se metieron dentro, con el cuerpo raspado por ramas y espinas. Kiara fue la última en entrar justo cuando el Ceratosaurus llegó al lugar. Gruñó con fuerza, golpeó una de las rocas con la cabeza, pero no logró entrar.

Estaban a salvo… por ahora.

La criatura rugió una última vez antes de alejarse con furia, frustrada.

El silencio regresó. Solo se escuchaban respiraciones agitadas y un par de sollozos contenidos.

—Eso… fue… demasiado cerca —dijo Maya entre jadeos.

—Nos salvamos —añadió Tomás, aunque no sonaba convencido.

—¿Y si regresa? —preguntó Kiara.

—No regresará… no si no tiene algo que rastrear —afirmó Dario—. La fogata fue un error. No más fuego. Al menos no hasta estar seguros de que no hay depredadores cerca.

Leo asintió. Se sentó al fondo de la cueva, observando la oscuridad que los envolvía.

—Mañana, al amanecer… seguimos moviéndonos. Esta isla está viva… y nos quiere muertos.

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