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Chapter 7 - capitulo 7

El sol apenas comenzaba a colarse entre las nubes, teñidas de gris por los remanentes de la tormenta nocturna. La arena aún húmeda crujía bajo las pisadas de los cinco adolescentes, sus ropas empapadas y rasgadas, sus rostros cubiertos de lodo y sal. Nadie hablaba mucho. Todavía procesaban el hecho de estar completamente solos en una isla desconocida, sin señal de radio y sin ninguna embarcación a la vista.

—Tenemos que revisar los restos del yate —dijo Leo, su tono más firme de lo que se sentía por dentro—. Tal vez haya algo útil.

Los demás asintieron sin discutir. Se acercaron a los restos calcinados y rotos del barco, esparcidos por la orilla como huesos blanqueados. Una parte de la estructura sobresalía del agua, inestable, con fragmentos colgando de los costados como si hubiera sido arrancada a la fuerza.

—Esto no fue solo por las olas… —susurró Tomás, mirando una gran marca curva, similar a un arañazo gigantesco, que cruzaba una de las placas metálicas del casco.

—¿Crees que algo nos golpeó de verdad? —preguntó Kiara, algo incrédula, pero su voz temblaba.

—Eso no fue roca ni coral —murmuró Dario mientras retiraba un trozo de lona quemada—. Fue algo enorme.

Mientras rebuscaban entre los restos, encontraron solo objetos dispersos: partes de mochilas, botellas rotas, chalecos salvavidas rasgados. Nada de tecnología útil. Ni señales del resto de la tripulación o los demás pasajeros.

—¿Y si… si fuimos los únicos que llegaron a la orilla? —preguntó Maya, deteniéndose al encontrar una sandalia infantil sola en la arena.

Nadie respondió.

Decidieron seguir la línea de la costa, bordeando un pequeño acantilado cubierto por vegetación espesa. A los pocos metros, las huellas comenzaron a aparecer: marcas grandes, más profundas que cualquier pisada humana. Un patrón de tres garras, con surcos tan profundos que parecían haber sido hechos por un animal que arrastraba un peso enorme.

—Esto no es de un oso —murmuró Kiara.

—Ni de un elefante. —Dario se agachó junto a las huellas—. ¿Qué demonios caminó por aquí?

Leo no respondió. Él también había visto esas marcas antes... en documentales.

Al cruzar una pequeña curva, llegaron a una zona más despejada. Allí, entre la niebla que aún se negaba a disiparse del todo, se alzaban gigantes.

Un grupo de Stegosaurus pastaba tranquilamente en un claro cubierto de helechos, al borde de la playa. Sus cuerpos eran tan grandes como un autobús, con placas óseas sobresaliendo de sus espaldas y colas armadas con púas largas que barrían el suelo con lentitud.

Los cinco se quedaron petrificados, sin poder moverse.

—No puede ser… —dijo Maya, su voz era apenas un suspiro.

—Eso es un dinosaurio. ¡Es un dinosaurio real! —exclamó Kiara, incapaz de contenerse.

El sonido alertó a uno de los Stegosaurus, que giró su cabeza y soltó un gruñido bajo. No parecía amenazante, pero sí cauteloso. Otro del grupo movió su cola, agitando las púas hacia un costado como advertencia. No querían compañía.

—Atrás, atrás… —susurró Leo, y todos comenzaron a retroceder en silencio, hasta ocultarse tras unos matorrales.

Desde allí, observaron por unos minutos. El grupo de herbívoros parecía compuesto por cinco adultos. Uno de ellos, con cicatrices a lo largo del lomo, era notablemente más grande que el resto. Cuando otro individuo más joven se le acercó demasiado, lo empujó con violencia, recordándoles que, a pesar de ser herbívoros, no eran inofensivos.

—Esto… esto cambia todo —murmuró Dario.

—¿Dónde estamos? ¿Qué clase de isla es esta? —preguntó Tomás, mirando a su alrededor como si esperara que un helicóptero apareciera de entre las nubes.

—Sea lo que sea, no estamos solos —dijo Leo con firmeza.

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