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Chapter 8 - Capítulo I —Bajo la luz roja del cuartel

Desperté con el cuerpo pesado, como si alguien hubiera dejado una piedra húmeda dentro de mi cabeza. Me incorporé despacio, intentando dejar atrás la incomodidad. Pero entonces regresó, ese recordatorio constante de lo que aún no he hecho. Pronto tendría que elegir un discípulo. Y todavía no estaba lista.

Las duchas estaban vacías. El agua golpeaba el suelo con un ritmo insistente que me taladraba la cabeza y me obligaba a mantenerme en pie.

Toqué el espejo con la punta de los dedos. El vapor lo devoró en un instante, pero mi reflejo terminó abriéndose paso entre la neblina, lento, indeciso, como si tampoco supiera quién debía ser esta vez.

Mi cabello negro, aún húmedo, caía en mechones torcidos sobre mis hombros. Antes era liso, dócil, como un reflejo de aquella joven que seguía las normas de su maestro sin cuestionarlas. Pero desde la misión en la academia ya no obedecían. Se enredaba con facilidad, se veía áspero, como si hubiera aprendido a encresparse con el miedo de aquella tarde.

La piel, pálida desde siempre, adquiría bajo la luz artificial un brillo enfermizo. Mis ojeras coloreaban el rostro con un violeta cansado, como si los días hubieran perdido sus bordes y las horas en vela se derramaran unas sobre otras. Era el tipo de rostro que evito mostrar a mis amigos, porque sé que la imagen no ofrece respuestas, solo más preguntas.

La cicatriz en mi mandíbula seguía ahí. Pequeña. Silenciosa. La única prueba de que estuve con él cuando todo se derrumbó. No recordaba el golpe, no recordaba haber visto sangre, pero cada vez que mis dedos rozaban esa línea, una escena se abría paso: la voz de mi maestro llamándome por mi nombre, la presión de su mano empujándome hacia atrás. Aquella marca no guardaba la forma de una herida, sino la memoria de que lo perdí para siempre.

Respiré despacio.

Mi estatura no imponía nada: ni alta ni baja, estaba atrapada en ese punto donde cualquiera podría confundirme con alguien común. Ese era el engaño que necesitaba para mis misiones. Sin embargo, mi cuerpo decía otra cosa. Aunque era delgada, había sido afilado por años de disciplina que no dejaban espacio para la debilidad.

En mis hombros, las cicatrices parecían pequeñas mordidas del pasado. No dolían, pero a veces ardían como si recordaran por mí.

Toqué mi cuello. La piel estaba tibia. Todo encajaba… hasta que miré el reflejo.

Allí estaba la mentira.

Un leve temblor atravesó mi visión. Mis ojos, miel oscura desde niña, se encendieron en un verde denso; un color que no debía existir en mí. Al parpadear, el tono se apagó.

Pero la sensación amarga permaneció, clavada en mi pecho.

Me sostuve contra la pared, dejando que el frío del azulejo me sujetara. Respiré como quien despierta de un sueño.

—Algo te está consumiendo… —susurré, sin saber si hablaba conmigo o con la sombra que había visto en mis propios ojos.

No sé cuánto tiempo quedé atrapada en mis propios pensamientos, pero la alarma del cuartel los cortó de raíz.

Era un sonido directo. Metálico, como un golpe que no deja espacio para una idea.

Todos en el cuartel sabíamos lo que significaba.

Y nadie quería escucharlo otra vez.

Corrí hacia el centro de mando. Los pasillos vibraban bajo los pasos apresurados; los rostros tensos evitaban mirarse. Cuando llegué, mis hermanos y hermanas de armas ya estaban formados.

Esperando la orden.

El comandante no gritó. Nunca lo hacía, incluso frente al miedo de sus hombres.

—Nuestra base en las tierras del sur está siendo asediada —dijo.

Un murmullo se quebró entre las filas, tan frágil como un cristal al caer.

Él continuó sin dejar nada a medias.

—El Nuevo Orden encontró nuestra base. No podremos defenderla. El enemigo es superior y no tenemos tiempo. Lo único que podemos hacer es rescatar a los que sigan con vida.

El aire se volvió más pesado, hasta que dolía el solo respirar. Como si todos hubiéramos tragado el mismo miedo al mismo tiempo.

—Lo que diré es un suicidio —añadió—. Nadie está obligado a aceptar esta misión.

No hubo movimiento.

Ni un paso atrás.

Solo el silencio, pesado y absoluto, afirmándose por nosotros.

El comandante cerró los puños, conteniendo algo que no podía mostrarse.

—Allí no solo están nuestros compañeros —dijo, con convicción en la mirada—. Están los niños que cuidamos. Nuestra familia. Y no pienso abandonar a ninguno.

Las luces de emergencia parpadearon sobre nuestros rostros, tiñéndonos de rojo.

Algunos tragaron saliva.

Otros apretaron los dientes.

Pero yo sentí algo tensarse dentro de mí. Un hilo viejo, que llevaba semanas resistiendo… y que, en ese instante, por fin cedió. No fue dolor. Fue verdad.

La guerra que intentamos retrasar ya estaba por escalar.

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