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Chapter 9 - Capítulo II —Bajo la luz roja del cuartel

Llegamos tarde.

No lo supe por los cuerpos —todavía no—, sino por el silencio.

Las tierras del sur siempre tenían algún ruido: viento entre estructuras mal soldadas, el quejido de un motor viejo, y voces que se filtraban incluso cuando nadie quería hablar.

Sin embargo, esa noche… no había nada.

El transporte se detuvo a varios metros de la base. Nadie dio la orden. No hizo falta: todos entendimos que avanzar más era inútil. Bajamos uno a uno, con armas en mano, conteniendo la respiración, como si el aire mismo pudiera traicionarnos.

Las torres de vigilancia estaban apagadas.

No destruidas.

Eso fue lo primero que me heló la sangre.

Avanzamos entre las ruinas, pisando un suelo que aún conservaba el calor de los explosivos. Cada paso era como caminar sobre un horno.

En las paredes, había símbolos raspados con prisa que reclamaban atención, pero no nos detuvimos. Había una misión que cumplir.

Al ingresar al túnel, algo cayó del techo.

No fue un trozo de escombro, sino un líquido denso que me golpeó el hombro y se deslizó por mi brazo.

No necesité olerlo dos veces para saber que era.

—No miren arriba —ordené.

La orden no fue solo para ellos.

Fue un intento inútil de protegerme a mí misma.

Pero el instinto siempre llega antes que la obediencia.

Uno de los más jóvenes levantó la vista.

El sonido que salió de su garganta no fue un grito.

Fue un ahogo seco, como si el aire le hubiera sido arrancado de golpe.

Entre las vigas retorcidas del techo colgaban cuerpos, expuestos como trofeos.

Lo que nos había caído no era agua.

Era una lluvia lenta de sangre.

El Nuevo Orden no solo había deshonrado sus cuerpos, sino se aseguraron de sembrar el terror en mis hermanos y hermanas.

Al seguir el camino, vi una manta infantil atrapada bajo un trozo de metal. El dibujo —era el de un animal que no reconocí— estaba deformado por la sangre y por restos de carne adheridos a la tela. No la levanté; entendí que, si lo hacía, algo en mí iba a volver a romperse.

Dentro de lo que quedaba del refugio encontramos a los primeros sobrevivientes: dos agentes heridos, uno inconsciente; el otro con la mirada fija en un punto del suelo que ya no existía. Nos hicieron una señal. No hablaron. Sus gargantas debían de estar tan vacías como el lugar.

—Los sacaron por el flanco este —murmuró alguien por el comunicador—. Separaron a los niños.

No pregunté cómo lo sabían. No importaba.

Entonces lo escuché. Un sonido metálico. No fue un disparo aislado. Fue el sonido de un cerrojo.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza.

El flanco este era un corredor abierto entre estructuras caídas. Las marcas del combate seguían allí, frescas, como heridas que aún no habían terminado de cerrarse.

Al correr, mis pasos resonaron con demasiada claridad, como si el silencio mismo me estuviera advirtiendo del peligro.

Allí lo vi, al final del corredor, recortado contra una pared colapsada. No llevaba insignias visibles; no las necesitaba. Su postura era limpia y entrenada.

Frente a él había un niño. No más de diez años, con las manos en la nuca, en un gesto de obediencia que ya no le serviría para nada.

El arma se elevó.

Yo no iba a llegar. Lo supe con una claridad que me desgarró. El espacio entre nosotros era una distancia enorme.

Y aun así avancé.

No pensé. No pedí. No elegí.

El suelo se tensó bajo mis botas. Por un instante creí que era mi cuerpo el que temblaba de impotencia.

Pero no fui yo.

Raíces surgieron desde el concreto quebrado, irrumpiendo la ejecución. Una de ellas se alzó entre el arma y la cabeza del niño, desviando el disparo en el último instante.

El agente dio un paso atrás. Intentó retroceder, pero las raíces —como si obedecieran una orden que ni yo misma había formulado— se enroscaron sobre él. La presión aumentó poco a poco, hasta que sentí cómo la ira me llenaba la mano y todo estalló en un charco de sangre y vísceras.

—¿Qué… acaba de suceder? —susurró alguien detrás de mí.

No me giré. Otro agente del Nuevo Orden me observó con una atención nueva, justo cuando las raíces avanzaron con prisa y no le dieron tiempo para reaccionar.

Cuando recobré la cordura me acerqué despacio, como si cualquier movimiento brusco pudiera despertar algo que no entendía.

Él seguía allí, inmóvil, atrapado en el shock.

Me arrodillé frente a él. Tenía los ojos abiertos, como si no supiera que yo estaba allí; ni siquiera pareció sentir la sangre seca en su mejilla.

—Vámonos —le dije.

Al salir sentí las miradas cansadas de mis hermanos y hermanas. Para algunos era la primera vez que luchaban a muerte.

Lo extraño era el silencio. No habíamos tenido que abrirnos paso. No hubo una defensa real. Solo cuerpos y los restos de una masacre.

Según los informes, la base había sido invadida. Sin embargo, los responsables ya no estaban allí. O no como esperábamos.

La idea me incomodó. Llegar tarde era una posibilidad. Haber sido guiados hasta allí… ¿una trampa?

Fue entonces cuando uno de los otros niños rescatados me miró.

—No pudiste salvar a los demás —dijo, con una voz apagada.

No supe qué responder.

Esas palabras no dejaron espacio para nada más.

Más tarde, cuando nos retiramos con lo que quedaba de nuestra gente, nadie habló del poder que manifesté.

Yo, en cambio, lo sentía moverse bajo mi piel, inquieto, como una raíz creciendo donde no había espacio.

En el transporte me lavé las manos una y otra vez con el agua de una cantimplora. La sangre no se iba; el temblor, tampoco.

Para asegurarme de que nadie quedara atrás, me obligué a mirar por la ventanilla. Pero lo que encontré fue otra cosa.

Encadenada en la distancia, inmóvil hasta ese instante, había una bestia del vacío. Era enorme. Tenía la forma de un lobo gris, pero su tamaño desmentía cualquier comparación.

Las cadenas que la sujetaban no eran simples grilletes: eran anclas, capas enteras de metal marcadas con sellos de contención.

Sus ojos estaban fijos en nosotros, no con furia, sino con la paciencia de un cazador. Como si ya hubiera contado los pasos que nos separaban. Como si el tiempo jugara a su favor.

El rugido ensordecedor llegó después. El transporte crujió, igual que las cadenas que la contenían.

Cuando las miradas de los demás se clavaron en la bestia, las cadenas comenzaron a tensarse. Una a una.

Algunas ya se estaban rompiendo.

Entonces lo entendí.

No importaba cuán rápido huyéramos.

No importaba cuánta distancia ganáramos.

Si una bestia así nos perseguía, tarde o temprano nos alcanzaría.

Y en ese momento lo entendí del todo: nunca fuimos el rescate. Fuimos el cebo.

Para que otros se salvaran, algunos de nosotros tendrían que quedarse atrás.

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