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Chapter 3 - PRÓLOGO

La enfermedad vampírica presentó sus primeros casos a principios del año 857 de la actual Era Vampírica, en las colonias de vampiros cercanas a las villas situados al norte del Imperio del Acero. A día de hoy, aún no se ha descubierto la causa de este extraño mal que afecta únicamente a los sangre oscura. Los Oscuros, por su parte, creían que podría deberse a alguna clase de virus creado por los santos. O, incluso, otros solían afirmar que podría tratarse de una maldición antigua del dios Ashém.

Teorías ha habido muchas. Respuestas, en cambio, casi ninguna.

 

La ceniza ya se había acumulado sobre la capucha y los hombros del viajero que yacía de rodillas sobre un suelo cubierto de sangre seca. El hombre, cuyo temple parecía inquebrantable, tragó suficiente saliva para humedecer la garganta y aliviar su sed; sus labios estaban secos y su piel fría casi como la de un muerto. Y podría estarlo si en los próximos minutos no convencía al sangre oscura de que no era un enemigo. Con sutileza alzó la cabeza hacia el vampiro frente a él, y enseguida una extraña vibración recorrió su pantorrilla, justo donde llevaba oculta una daga.

—Llevas acero contigo, santo —dijo el sangre oscura, cuyos ojos plateados resaltaron bajo la pálida luz del sol encapotado sobre ellos—. Muy osado, he de decir, si tu objetivo era un príncipe vampiro.

El santo frunció el ceño, pero en sus ojos no había miedo. Sabía a lo que se enfrentaba. Incluso ante aquella situación tan desventajosa, en la que otro vampiro detrás suyo le apuntaba con un puñal de brillante y afilado cristal, el hombre no vaciló.

—Vengo por ayuda —dijo con decisión, y su voz dejó un eco suplicante.

—¡Insolente! —escupió el sangre oscura a su espalda mientras acercaba el puñal a la nuca del santo, cuya piel se erizó.

El otro vampiro alzó una mano blanquecina y negó con la cabeza.

—Tranquilo, Orión, esa no es forma de tratar a nuestro invitado —dijo con parsimonia en la voz—. Este valiente hombre parece necesitar nuestra… ayuda. —Orión, aunque desconfiado, obedeció—. Su osadía me ha conmovido. Escuchémoslo.

El santo vio una oportunidad, aunque escasa, de que el vampiro pudiera ayudarlo. Pero justo en ese momento, atraído por unas vistas peculiares, perdió el foco. Se encontraban en un desolado patio elevado que dominaba una especie villa cercada. Un centenar de personas con túnicas grises se formaban fuera de un alto edificio central, esperando bajo la lluvia de ceniza su turno para entrar. El santo, claramente, supo de inmediato de que aquello se trataba de una villa. Un lugar donde vivían los donantes de sangre de los vampiros. El ganado, humanos que habían perdido toda libertad y ganas de vivir, eran vigilados por sus capataces, sangre oscura. Algunos con látigos, otros con un trozo de hueso moldeado y endurecido en armas mortales.

Eran esclavos. Un escalofrío recorrió al hombre antes de que sus ojos evitaran mirar en esa dirección, pues le dolía verlos en ese lugar tan deprimente.

—Es día de cosecha —dijo el vampiro de ojos de plata, que advirtió en la mirada del viajero un rastro de resentimiento.

—Prefiero no saber los detalles —murmuró el hombre con voz desdeñosa.

Orión, que estaba listo para eliminar al mortal, miró al vampiro de plata con la intención de recibir una señal para proceder, pero eso no sucedió. 

—¿Y bien? —urgió el vampiro delante del santo, ansioso.

El encapuchado, tras un largo silencio, regresó su atención hacia el sangre oscura y alzó la voz.

—Tengo que sacar a alguien de Rohaar —espetó con prisa—, y tiene que ser lo antes posible.

Orión rio ante la petición, pero no quitó el puñal de cristal de la nuca del viajero. El otro vampiro, en cambio, ladeó un poco la cabeza y arqueó una ceja.

—No es muy común que un mortal cruce la frontera con la facilidad con la que lo has hecho, santo. Menos para pedir "ayuda" a un sangre oscura. Entonces cabría pensar que se trata de alguien importante, tan especial, que incluso haría a uno de los suyos peregrinar hasta aquí para pedir refugio. —Se cruzó de brazos—. Interesante, sin embargo, hay algo que no entiendo, ¿por qué elegir el Imperio del Acero para ocultar a un santo?

El encapuchado miró en derredor, como si sintiera que otros ojos y oídos estuvieran vigilándolo.

—Porque este trato nos conviene a ambos —murmuró, inquieto—. Sé cosas, sangre oscura, los oscuralma del Otro Mundo me lo han susurrado la pasada luna menguante. Ellos me han hablado de ti, me han dicho que puedo confiar en el príncipe que gobierna el sur del Imperio. Esas voces —arrastró las rodillas por las cenizas para acercarse al vampiro— conocen el destino. Ven más allá de nuestro tiempo. Y tu nombre aparece en el futuro que me han revelado.

Orión frunció el ceño y, sin darse cuenta, sus ojos saltaron al príncipe vampiro.

—Déjanos a solas un momento, por favor —ordenó este y el otro sangre oscura, aunque reticente, se alejó tras un parpadeo. El príncipe, en cambio, se animó a comentar—. Eso no es muy propio de tu gente, santo, eso es magia oscura. Brujería. Y, arriesgándome a errar, aquel tipo de magia es casi imposible, pues hasta donde tengo entendido, las brujas ya no existen. ¿Por qué debería creerte?

El encapuchado, ante la mirada atenta del príncipe, metió una mano en su bota y sacó una daga de plata, la que el sangre oscura detectó en un principio y se la ofreció en un solemne gesto.

—Pertenecía a una bruja poderosa, una líder de aquelarre —explicó en voz baja—, y con ella puedes matar a un Alto Santo. Está diseñada para destruir la conexión con su Pacto. La necesitarás.

El príncipe miró la daga, la estudió en silencio y descubrió que, en efecto, esa daga estaba forjada con un acero especial; entonces un mal presentimiento lo atenazó desde lo más profundo de su vaciado ser, por lo que con prisa volvió a clavar sus ojos de plata en el santo.

—¿En qué sentido? —preguntó, ahora curioso.

—Ellos vendrán por ti, y por él. Los oscuralma me lo advirtieron. El futuro de Alexandria está aquí, en estas tierras que alguna vez fueron fértiles y hermosas. En ti, príncipe Kaladin.

—¿A quién quieres sacar de Rohaar? —quiso saber el vampiro, cada vez más intrigado—. Sé específico, santo, si pretendes que todo lo que has dicho tenga algún sentido para mí.

El hombre vaciló un instante antes de decir.

—A mi hijo. —Un silencio—. Él tiene que salir de Rohaar antes de que la iglesia lo descubra.

—¿Descubrir qué? —el vampiro endureció su semblante—. ¿Qué más escondes además de la daga de una bruja muerta?

El santo dejó el arma en el suelo y procedió a quitarse la parte superior de su ropa, dejando el torso expuesto ante la mirada afilada del vampiro, quien pasó de la calma a la sorpresa en un segundo. La piel del hombre estaba curtida por intrincados tatuajes que formaban un patrón muy particular. Una marca ancestral.

Un vestigio de algo grande. El tatuaje era enorme y se extendía hacia los hombros y los brazos, las costillas y el vientre, y describía el símbolo del sol negro. La marca de los últimos mártires.

—Tú, eres un… —vaciló el príncipe mientras se alejaba con cierto espanto—. Entonces tu hijo es…

—Sí —afirmó el santo tras cubrirse—, y tienes que protegerlo, príncipe Kaladin. Solo tú puedes salvarlo del dominio de los santos. Sus destinos están conectados de una manera que aún no logro comprender del todo. Por favor, sálvalo. Salva a Alexandria del fin de los tiempos.

Kaladin, atónito, se volvió, levantó la vista y contempló el apagado cielo.

Nada en este mundo es una coincidencia, reflexionó, sabiendo que aquel mortal que esperaba su ayuda podría cambiarlo todo. El viajero era un Portador de la Semilla. No tenía dudas de ello. Por lo demás, constituía una ventaja que no desaprovecharía. Los hilos del destino tiran a mi favor.

—Los oscuralma hablaron muchas otras cosas —continuó el santo como si necesitara más pruebas para convencer al vampiro.

El príncipe se giró, dio un paso corto y cogió la daga del suelo. La sopesó en una mano, sintió su acero y comprobó su filo deslizando un dedo por la desgastada hoja. Un susurro gutural tintineó a su alrededor, el cual se disipó cuando miró al santo con interés.

Un eco, como la voz de cientos de almas, regresó al interior del arma, dejando tras de sí un silencio vacío.

Un vacío que el vampiro sintió familiar.

—Bien, cuéntame todo lo que te dijeron los oscuralma.

—¿Y luego? —preguntó el hombre con voz carrasposa y con cierto deje de desconfianza.

—Y luego ya veremos, santo —respondió el príncipe al tiempo que metía la daga en el cinto que sujetaba su saya de seda—. Por ahora, tienes toda mi atención.

El santo, agradecido, sonrió, y mientras la lluvia de ceniza caía solemne sobre el Imperio, comenzó a hablar. 

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