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Chapter 5 - 2: EN EL CASTILLO DEL PRÍNCIPE VAMPIRO (PARTE I)

Sarhin del sur, Imperio del Acero

 Año 860 de la Era Vampírica

El día en que el Señor del Acero ascendió, Ravak se hundió en penumbra y cenizas. La floresta se marchitó y los animales mutaron en bestias inimaginables. Nada volvió a ser como antes. El mundo oscureció.

 

Cuando la noche tiñó de negro el cielo, los ojos de Rune se abrieron. La cabeza le dolía y sentía un frío horrible trepar por sus huesos. Trató de moverse, pero se dio cuenta de que sus manos y pies permanecían encadenadas a la pared. No había mucha luz, sin embargo, pudo notar que estaba en una pequeña celda recubierta de reluciente acero.

Sigo vivo, pensó tras recuperar el sentido. Es algo.

Los últimos momentos antes de desmayarse se agolparon en su mente. Deseó que la mujer y Archer hubieran podido escapar. ¿Dónde lo habían llevado?, sentía la boca seca y el cuerpo entumido. Intentó soltarse de las cadenas, pero fue inútil.

—Si tan solo tuviera un poco de polvo negro…

La puerta de acero se abrió repentinamente, y una figura alargada y siniestra entró en la celda. Se acercó al muchacho como una serpiente, rápida y sigilosa, y peligrosa. Sus ojos del color de plata se clavaron en los de Rune, y mientras lo tomaba del mentón, olió su cabello de fuego, luego su piel y, satisfecho, lo soltó. El joven santo se estremeció, era la primera vez que estaba tan cerca de un príncipe vampiro. Y tal cercanía le permitió descubrir que la criatura expelía un suave aroma a metal. Le pareció que el hombre estaba hecho con el mismo acero que los rodeaba. Sin duda, era un vampiro único. Seductor a su manera.

Y pese a que Rune se sentía como una presa a punto de ser devorada, se percató de que su captor no lo veía de esa forma. No había esa intención en su mirada metálica. En su lugar percibió un ansia muy poco común en los sangre oscura, como si aquel ser hubiera estado anhelando. Esperando.

—Has despertado, santo —dijo en un siseo siniestro, y pensó: En sus ojos se ve el destello de una tormenta. Luego se incorporó, y sin más, salió de la celda.

Un instinto salvaje recorrió el cuerpo de Rune. Estaba justo donde nadie esperaba estar: en la cueva de la bestia. Tenía que salir de allí, pero atado como estaba y sin ninguna reserva de polvo negro a su disposición no tenía muchas opciones para liberarse.

¡Que Ashém se apiade de mí!

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando la puerta volvió a abrirse. Esta vez un hombre encapuchado y ataviado con una túnica color marfil, entró. Su cuello estaba definido por grotescos tatuajes simbólicos que se perdían bajo su ropa. La piel era oscura, y se notaba que por sus venas corría sangre cálida y libre de contaminación vampírica. La boca de labios finos se entreabrió con un gesto de sorpresa al ver al prisionero. Aquella expresión duró solo un momento, luego fue reemplazada por una sonrisa extraña y siniestra al acercarse a él.

—Hola, exterminador de vampiros —le dijo, arrastrando cada palabra fuera de sus labios. Y rio.

Rune se sintió furioso ante un traidor, porque ese sujeto había abandonado a su gente para servir a los vampiros. No podía dejar de pensar en aquellos que como él, que por sus ansias de poder, eternidad tal vez, tomaron la tonta decisión de irse al lado de la oscuridad.

El hombre se acercó lentamente y posó los dedos largos y callosos en su mejilla. Un escalofrío recorrió su rostro ante el tacto de los dedos ásperos. Un oleada de rechazo la envolvió como una armadura. Y cuando habló, lo hizo de la manera más despectiva posible:

—¡Maldito traidor, no me toques! —Apartó la cara de las manos del encapuchado.

Él se rio divertido por el gesto de su prisionero.

—Otro idealista exterminador que cree que puede detener al Señor del Acero. Dime, ¿qué haré contigo?

—¡Mátame, y no dudes en hacerlo porque si me das la oportunidad, yo no vacilaré contra un renegado! —espetó el muchacho con una mirada desafiante.

El renegado, aunque sorprendido, volvió a reír a causa de la inútil valentía que demostraba tener el joven exterminador.

—Veamos, santo de Ashém, creo que no estás en posición de amenazarme. Estás lejos de tu tierra, lejos de cualquier posibilidad de sobrevivir. Además, sé que no cargas ni una sola onza de tu preciado polvo negro. ¿Qué puedes hacer para libertarte?

Deslizó una de las mangas de su túnica y le mostró a Rune las marcas que trazaban la piel morena de su brazo. Todas eran cortes finos, pero simbolizaban su devoción hacia su amo. Un pago de sangre a cambio de su «libertad».

—Deberías considerarlo, muchacho. La sangre joven es la más cotizada —dijo y volvió a cubrir su brazo—. Quizá así puedas vivir.

Rune sintió que una arcada de asco le presionó la garganta.

Entonces, el renegado hizo algo que el santo no esperaba: caminó hasta la pared y abrió las cadenas que lo ataban. Rune cayó pesadamente en el suelo de frío acero.

—¿Por qué…? —gimoteó Rune, sobándose las muñecas.

Sin otorgarle siquiera una mirada luego de liberarlo, el encapuchado giró para marcharse quedando de espaldas al exterminador. Rune creyó ver una oportunidad; una brecha que podía aprovechar. En un impulso primitivo, se abalanzó encima del hombre, pero antes de que pudiera tocarlo, con un rápido movimiento de su mano, la golpeó en el estómago con tal fuerza que lo elevó en el aire para luego estrellarlo contra la pared del fondo. El joven santo se deslizó hasta el suelo, adolorido.

—¡Ah, cierto! Ustedes, santos exterminadores, no son los únicos capaces de beneficiarse de las cualidades especiales de los vampiros —le dijo en un susurro mientras se inclinaba sobre él—. No se me ha ordenado matarte…, pero no me obligues a hacerlo. Podemos conseguir más exterminadores para el príncipe Kaladin.

—¡Eres un monstruo! —espetó Rune mientras se encogía de dolor—. Eres igual de repugnante que ellos.

Con otro movimiento de la mano, la misma fuerza de antes lo levantó y la atrajo hacia él. Rune pudo sentir el desagradable olor de su aliento. Fétido como si se tratara de un cadáver en descomposición. Aunque no lo quería, empezó a temblar. ¿Qué estaban haciendo los vampiros que los renegados? El terror se apoderó de su ser al darse cuenta de que no podía moverse, incapaz de escapar o defenderse, si él lo deseaba su vida terminaría en ese preciso momento.

Estaba en total desventaja.

El renegado sonrió.

—¿Tienes miedo? —le preguntó—. Pues deberías, santo, aquí ni tu Dios ni tus compañeros podrán salvarte. Y yo puedo hacer lo que quiera contigo.

Y ante la sorpresa del exterminador, él lo besó en la frente. Un acto reservado solo para aquellos que han partido de este mundo.

Rune apretó la mandíbula, se tragó su ira y el miedo y dejó la mente en blanco. Tan solo dejó una parte de él a merced del renegado: su humanidad. Algo que aquella monstruosidad creada por los vampiros había perdido hacía mucho tiempo.

El renegado se separó del joven santo y lo dejó caer en el suelo. Rune quería levantarse, deseaba darle pelea, demostrarle que no el miedo no lo acobardaría, pero por primera vez en su vida de exterminador, su propia mente lo paralizó.

Cuando recuperó la movilidad (solo después de que el sentido del peligro se apagó en su cerebro), se dio cuenta de que el renegado ya se había marchado.

El exterminador se hizo un ovillo en el suelo de frío acero. Su cuerpo comenzó a temblar cuando su cuerpo se entregó a los efectos secundarios del polvo negro. El consumo constante podía ocasionar severos traumas físicos en algunos santos. La adicción era lo más común.

Desde que era niño había aprendido a dominar la mayoría de los síntomas. Pero a veces su dominio se podía ver afectado por las circunstancias. Sin embargo, era algo con lo que tendría que aprender a vivir. Él, al igual que sus compañeros, tenía una sola misión: había ofrecido su existencia para liberar al mundo de aquellos seres que se apoderaron de casi la mitad de todo el mundo. Daría su vida con gusto para conseguirlo. Siempre tuvo claro que ese camino no sería sencillo y que no bastaría con solo entrenamiento y el consumo del polvo negro, además necesitaría su voluntad y su fe. Todo ello le había servido para librar cientos de batallas y nunca se había sentido débil en presencia de un vampiro.

Nunca.

Y un santo que abandonó su fe para convertirse en una abominación de la oscuridad, no le haría perder su voluntad.

Ni siquiera un príncipe vampiro.

Lucharía en nombre de Ashém, aunque su vida se marchite en esas tierras contaminadas.

 

Rune perdió la noción del tiempo. Allí donde se había acurrucado, en un rincón de la oscura y silenciosa celda, se sintió incapaz de pensar con claridad. En su soledad no hallaba ninguna idea coherente que pudiera usar para huir. Y cuando la pesada puerta de acero se abrió otra vez, recordó un pasaje de la Biblia de Ashém: «la mejor virtud de un santo, es la adaptabilidad de la paciencia». Hay que saber en qué momento serlo, sino, hay que ver en las posibilidades y esperar a que llegue la mejor. Esta vez una joven esquelética y pequeña entró. Traía ropa limpia, un paño y un recipiente con agua. Se le acercó temerosa, sin hacer contacto visual con el santo. Rune notó que ella también tenía cortes en sus brazos.

—Mi príncipe ordena que por favor se limpie y se cambie de ropa. —La muchacha levantó apenas su mirada y señaló el cabello de Rune—. Y pide que se arregle el cabello. Él no tolera muy bien el desorden.

El santo se tocó las greñas y bufó.

—¿Tu príncipe? —boqueó sin ánimo—. ¿Cuál de todos esos malnacidos es tu señor?

La muchacha vaciló antes de responder.

—El príncipe Kaladin, joven amo. Él desea que use esta ropa que ha escogido para usted y quiere que me acompañe a la que será su habitación mientras esté en el castillo. También me advirtió que… —La esclava se calló, como si esperara a que el santo adivinara el mensaje final. En vistas de que eso no pasó, se lamió los labios y continuó—, que si intentaba huir, lo asesinaría con sus propias manos.

Rune cerró los ojos, un suspiro nervioso se escapó de sus labios. No sabía qué esperar de esto. Así que su captor era nada menos que el príncipe Kaladin. Había oído varias historias acerca de él: de los cuatro hijos del Señor del Acero, Kaladin era el menos salvaje; también se decía que parecía tener una fascinación enfermiza por los humanos. ¿Eso lo salvaría de morir? Obviamente que no. Pero de cierta manera, podría tratarse de una posibilidad del destino.

Por lo menos no había sido capturado por sus terribles y sádicos hermanos vampiros. Una luz iluminó su mente.

Miró la delgada y pequeña figura de la sirvienta frente a él y observó de nuevo las marcas de cortes, sin duda, esa chica acabaría convirtiéndose en lo mismo que el renegado.

Un sirviente sin voluntad. Y un monstruo.

Por los humanos, por librarlos de la esclavitud de los vampiros que conquistaron la mitad del planeta era que Rune estaba orgulloso de ser una exterminador. Su destino siempre fue morir luchando contra ellos, no tenía caso perder la fe ahora. Tal vez todavía tenía oportunidad de salir de allí. De acabar con uno de los cuatro herederos del tirano vampiro que contaminó estas tierras.

Agarró el balde con agua y las ropas limpias que la joven esclava le ofrecía. Ella se volvió. Se quitó el uniforme negro; se limpió la suciedad seca que cubría su cara con el paño humedecido y, luego de asearse el torso, vistió la túnica sencilla de tela gruesa.

Cuando la mujer se hubo retirado, Rune se enfocó y pensó: si tenía que morir, se las arreglaría para, por lo menos, llevarse con él al príncipe Kaladin.

Un momento después otro renegado entró a la celda.

El tipo —con el rostro también cubierto— se acercó al santo, lo examinó de pies a cabeza y tomó sus manos, a las que colocó una gruesa argolla de acero en cada muñeca. Luego le pidió que lo acompañara. El exterminador, calmado y expectante, lo siguió.

Caminaron por un pasillo sin ventanas franqueado por otras celdas como la de él (todas recubiertas de acero), pero las macizas puertas no le permitían ver si estaban ocupadas. Subieron varios pisos por unas escaleras de hierro hasta detenerse en un piso totalmente diferente a las mazmorras. Cuando entraron, avanzaron por un pequeño y estrecho corredor que se abría a un amplio salón iluminado por luz de brillantes y enormes candelabros que adornaban las paredes. Atravesaron la lujosa sala de suelo de mármol gris, observados por las altas estatuas de ángeles que había en las esquinas. A un lado del salón, unas escaleras de caracol alfombrada ascendían a otro piso. Subieron por ellas y se pararon frente a una de las varias habitaciones que se distribuían a lo largo del pasillo.

Rune de pronto sintió el peso de las argollas en sus muñecas y creyó sentir que el acero se apretaba contra su piel.

El renegado abrió la puerta y le dio un empujoncito al santo para que entrara en el dormitorio. Rune obedeció. Sus ojos exploraron el lugar con desconfianza. Era un habitación amplia, en el centro y recostada de la pared, una gran cama de hierro con dosel oscuro captaba la mirada. A un lado había dos sillones forrados en cuero y seda y en una mesita redonda reposaba un jarrón con un ramillete de rosas marchitas.

El aire tenía un leve aroma a sangre. Quienquiera que hubiera ocupado ese cuarto antes que Rune, murió allí.

Su captor se despidió y luego el santo escuchó cómo cerraba la puerta desde afuera, dejándolo encerrado en su nueva prisión.

Rune paseó sus ojos oscuros por cada rincón del cuarto en busca de algo que pudiera usar como arma. Lo que fuera. Dos puertas más daban una a un amplio baño y la otra a un pequeño vestidor. No halló nada. Con decepción, suspiró y desistió de la idea. De cualquier manera, no tenía polvo negro que le brindara poder con el cual combatir.

Se acercó a la enorme ventana que ocupaba casi toda una pared en un sólido bloque de vidrio cubierto por unas pesadas cortinas escarlatas. Las abrió notando que su habitación daba a un imponente acantilado. Una sensación de pesar lo invadió cuando vio el mar de las tormentas en el horizonte mientras amanecía bajo una eterna lluvia de ceniza.

—Estoy muy lejos de casa —murmuró.

Se sentó en la cama y abrazó su cuerpo para aliviar los temblores que volvían a atacarlo. Como si unas garras le cortaran el vientre, sintió la imperiosa necesidad de ingerir más polvo negro. Su cuerpo lo reclamaba. Sudaba helado y sus huesos se sentían tan frágiles que parecía que se iban a romper.

¿Ahora qué? ¿Me matará la abstinencia?

Tenía que ser fuerte, llenarse de valor y autocontrol. Una y otra vez se repitió que todo pasaría, y que para eso había nacido, para morir dando la batalla contra los vampiros. No tenía por qué ser pesimista, incluso si moría, se cubriría de gloria al morir cumpliendo su misión. Se aseguraría de ello.

Se tumbó en la cama y pensó en Archer, seguro estaría desesperado. Culpándose por todo lo ocurrido. Rune sabía de sus sentimientos, se había dado mientras cumplía una misión en el norte de Rohaar. Al dormir, Archer decía cosas, murmuraba. Entre sus tantos balbuceos, una noche lo oyó decir: «Rune, mi alma es de Ashém y mi corazón es tuyo». Entonces lo supo. Sin embargo, por alguna razón, nunca había querido enfrentarlo. ¿Por qué? Ahora, tal vez, nunca más lo volvería a ver. Pensó en su padre, y se preguntó si ya lo sabría. Pensó en su madre, en cuanto la extrañaba. A pesar de todo lo que se repetía para estar tranquilo, no podía evitar la tristeza y la incertidumbre que lo atenazaba por dentro. No podía escapar de sus miedos, o de los fantasmas que lo acechaban. Sin siquiera darse cuenta, las lágrimas se desbordaron por sus mejillas. Se aferró a las cobijas de seda y liberó sus más profundas penas hasta que se quedó profundamente dormido.

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