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Chapter 27 - USJ: TERCERA PARTE.2

—Un cuento, dice... ¿Y si no me acuerdo de ninguno?

—Inventa uno, entonces... —insistió Haruto, girando apenas para mirar mejor su rostro—. Tú eres bueno inventando cosas.

El hombre se rascó la cabeza, soltando un gruñido entre dientes, y luego asintió con resignación fingida.

—Está bien, está bien... A ver... Había una vez... una niña... sí, una niña que... que se cayó en un agujero. —Se detuvo un segundo, como si buscara piezas en su memoria incompleta—. Y ese agujero... no era un agujero normal. Era como... una boca enorme. Un pozo sin fondo, lleno de relojes colgando, como si el tiempo ahí adentro se hubiese vuelto loco.

Haruto abrió los ojos, fascinado. Se acurrucó más cerca del hombre, abrazando la manta con fuerza.

—¿Y qué pasó?

—Bueno, esta niña... se llamaba... Alica. No, no. Alucia. Sí, Alucia. Y cuando cayó, no se rompió los huesos ni nada. Porque en ese mundo, uno caía para arriba, ¿ves? —Hizo un gesto con las manos, como si quisiera mostrarle el cielo al revés—. Las cosas no eran como aquí. Allí, los gatos hablaban, pero siempre mentían. Y había un conejo... enorme. Pero era un poco tonto. Siempre decía que llegaba tarde, aunque no sabía ni a dónde iba.

Haruto rió bajito, tapándose la boca como si temiera despertar a algo más allá del callejón.

—¿Y la niña qué hizo con el conejo?

—Ah... pues lo siguió, claro. Porque ella quería encontrar la salida. Pero la salida no era un lugar... Era un sentimiento. Era cuando te das cuenta que ya no tienes miedo —sonrió con ternura acariciando lentamente la cabeza del niño—. Y para eso... tenía que pelear contra una reina que cortaba cabezas. Una señora horrible, con dientes de oro y un vestido hecho de espejos rotos. Cada vez que alguien la miraba, veía lo peor de sí mismo. —El hombre bajó la voz, como si el recuerdo fuese real—. Por eso la gente se escondía. Porque todos tenemos algo que no queremos ver.

Hubo un silencio suave. El viento volvió a soplar, pero Haruto ya no tenía frío. Se dejó envolver por la voz del hombre, como si cada palabra tejiera un nuevo hilo en su manta.

—¿Y Alucia ganó? —preguntó, ya medio dormido.

—Sí —dijo el hombre con seguridad, acariciando con una mano callosa el cabello enmarañado del niño—. Pero no como en los cuentos de héroes. Ella no ganó con espadas ni con magia. Ganó... recordando su verdadero nombre. Porque en ese mundo, las cosas que olvidas... se convierten en monstruos. Y ella había olvidado quién era. Pero al final... lo gritó tan fuerte, que hasta el cielo se agrietó. "¡Soy Alucia!" —repitió con emoción—. Y entonces, la reina desapareció. Como humo al viento.

Haruto respiró hondo. Estaba a punto de rendirse al sueño, pero algo lo sacudió. Una emoción vibró en su pecho. Abrió los ojos con brillo febril y se incorporó de golpe.

—¡Quiero otro! —exclamó—. ¡Quiero el cuento del gran dios!

El hombre alzó una ceja, desconcertado.

—¿El gran dios? Hay muchos, mocoso. ¿Cuál de todos?

Y entonces, sin titubeos, con el rostro iluminado como si acabara de encontrar un tesoro bajo la luna, Haruto respondió con fuerza:

—¡Hades!

El hombre lo miró. Por un instante, su expresión se quedó suspendida. No fue burla. Ni desconcierto. Fue otra cosa. Como si esa palabra, ese nombre, hubiese tocado algo enterrado muy, muy dentro. Algo que ni él sabía que guardaba.

Se echó hacia atrás, frotándose el mentón con los dedos, y soltó una carcajada lenta, cálida, que vibró como una canción vieja.

—¿Hades, eh? ¿Y tú cómo sabes de ese? —preguntó con tono juguetón, pero los ojos le brillaban—. Ese es un cuento pesado, chamaco. No es para enclenques como tú...

Haruto solo asintió. No porque entendiera, sino porque lo sentía. Porque algo dentro de él lo llamaba por ese nombre. Como si, aún sin saber por qué, supiera que ese dios, ese cuento, era suyo.

Y el hombre, ya sin escapatoria, se preparó para contarlo.

—Hades... —repitió el hombre, reclinándose hacia atrás con una mano detrás de la cabeza. El silencio se alargó, no porque dudara en contarla, sino porque en su voz había reverencia—. Bueno... escucha bien, mocoso, porque este no es un cuento de hadas. Es una leyenda. Una de esas que se susurran entre los muertos... cuando el río calla.

Haruto lo miraba con una mezcla de asombro y ternura. Se acurrucó de nuevo, la manta colgando de sus hombros como si fuera un manto sagrado.

—Hace mucho, mucho tiempo, antes de que el cielo se dividiera y el trueno tuviera dueño... vivía un dios. Uno testarudo, gruñón, y feo como él solo. Su nombre era Hades. El mayor entre los olímpicos. Zeus, el que se creía el más sabio. Poseidón, el que se creía el más fuerte. Y Hades... Hades solo quería protegerlos. No buscaba tronos, ni rayos, ni mares que obedecieran su voz. Solo... quería protegerlos de las almas de los mortales. Pero en el Olimpo, la paz es un lujo que no dura.

El hombre bajó la voz, como si compartiera un secreto que no debía escucharse.

—Sus hermanos... le temían. Antiguamente fue el dios de la guerra, pero lo dejó por custodiar las almas. Porque él no necesitaba adulación, ni templos, ni rezos. Él caminaba solo. Y eso... asusta a los que se creen dioses. Así que un día, lo visitaron en su hogar. Él se emocionó, creyó que irían a visitarlo, por un momento, pensó en contar lo cansado que estaba. Y cuando menos lo esperó... lo traicionaron.

Haruto apretó la manta entre sus dedos.

—¿Qué le hicieron?

—Lo atacaron entre todos —dijo el hombre, su voz áspera—. Le arrancaron su nombre, su trono, su rostro. Y lo arrojaron al río de los muertos. Al Aqueronte, que arrastra las almas que olvidan su camino. Durante siglos, Hades flotó, sin saber quién era, sin saber por qué su pecho dolía tanto al mirar el reflejo del agua.

El niño tragó saliva. La imagen lo calaba hondo, como si una parte de él sintiera la caída.

—¿Y... murió?

El hombre soltó una carcajada tan profunda que hizo vibrar las cajas bajo ellos.

—¿Morir? ¡A ese viejo testarudo lo tendrías que partir en mil pedazos y aun así seguiría gruñendo! Haruto, escúchame bien: si ese anciano se rindiera tan fácil, las vacas volarían y la luna haría sopa con el sol. No. Hades no murió. ¿Sabes qué hizo?

El niño negó con la cabeza, los ojos como lunas.

—Aprendió. Aprendió a escuchar los susurros del río. A entender a los muertos. A ver el valor de aquellos que no brillan, pero no caen. Levantó su manto hecho de sombras, tejió un trono con huesos, y cuando recuperó su nombre... el río tembló. Porque recordó quién era.

El viento se detuvo. La noche parecía contener el aliento.

—Entonces... —continuó el hombre— comenzó a buscar su camino de vuelta. Pero no estaba solo. A su lado, iban criaturas que él mismo había rescatado: un herrero hecho de cenizas que no podía morir, una niña que hablaba con el viento, y un niño que contaba chistes horribles pero jamás se alejaba de su lado. Todos le seguían, aunque él siempre los regañaba, los gritaba, los maldecía —una carcajada se escapó de sus labios—. Porque era Hades, el eterno cascarrabias. Pero cuando alguien caía... él era el primero en cargar su cuerpo. Aunque dijera que no le importaba. Aunque gruñera todo el camino. Porque en el fondo... les quería más que a su inmortalidad.

—¡Quiero ser como él! —interrumpió Haruto, con emoción en los ojos, como si hubiera encontrado a su héroe.

El hombre le sonrió con ternura. Una ternura torpe, pero genuina. Le revolvió el cabello.

—No, mocoso. No necesitas ser como él. Solo necesitas una cosa.

—¿Qué?

—Prevalecer. Sin importar qué. Cuando el mundo te arrastre, cuando te quiten hasta el nombre, recuerda quién eres —hizo una pausa, mirando al aparente vacío—. Porque el verdadero nombre de las cosas... tiene poder. Como en el cuento de Alucia, ¿recuerdas?

Haruto asintió con fuerza.

—Ella gritó su nombre y todo cambió...

—Así es —devolvió la mirada al niño—. El mundo trata de hacerte olvidar. Te dice que no vales, que no puedes, que no debes. Pero si recuerdas tu nombre... si recuerdas que eres tú, entero, terco y vivo... nadie podrá derrotarte.

El niño sonrió. Esa sonrisa tibia, la que aún no ha aprendido a esconder el dolor.

El hombre lo miró un segundo más, luego se recostó también, cruzando los brazos detrás de la cabeza.

—Vamos a dormir, mocoso. Mañana, si el río no nos traga, te cuento cómo Hades subió al Olimpo a puros gritos y patadas.

—¿Y si sí nos traga?

—Entonces le damos pelea desde adentro —respondió, con una media sonrisa—. Como buenos tercos que somos... —su voz bajó mientras miraba una vez más al vacío aparente—. Igual que el mocoso cascarrabias que nos está observando...

Y allí, bajo la manta sin color y el cielo sin estrellas, el niño durmió con la certeza de que, algún día sería como Hades.

Pero, entre el vacío, Hades miraba la escena, con envidia aparente. Sus manos apretadas y su corazón aplastado.

De pronto su mundo cambio otra vez y ahora estaba en un callejón.

Era estrecho, húmedo, una trampa tallada en concreto y desesperación. La luna apenas podía colarse por las rendijas de los edificios, como si incluso la noche se avergonzara de mirar lo que estaba por ocurrir.

El hombre respiraba con dificultad, sus costillas marcadas bajo la camiseta sucia se inflaban como fuelles rotos, el sudor le corría por la frente mientras las gotas de lluvia empezaban a colarse entre sus canas. Pero no se detuvo. No podía.

Llevaba a Haruto en brazos, y eso era todo lo que importaba. Podía sentir el temblor del niño, sus dedos aferrándose a su camisa como si fueran garras diminutas.

Podía oír su respiración entrecortada, ese sollozo contenido que no se atrevía a romperse por miedo. El miedo era todo lo que tenían ahora. Y aún así, en medio del infierno, el hombre lo arropó con ternura, escondiéndolo entre las cajas podridas y las mantas que habían perdido hace años el color, como si todavía pudiera protegerlo del mundo.

Se agachó frente al niño y lo miró con una sonrisa tan rota que dolía verla.

—Escúchame, Haru —susurró, su voz quebrada por el cansancio, el amor, y algo que olía demasiado a despedida—. Vas a taparte la boca con ambas manos. Así, así mismo... ¿ves? No hagas ruido. Pase lo que pase. No mires. No llores. Solo... quédate aquí. ¿Sí? Por favor, hijo. Quédate aquí.

Haruto asintió, y el hombre sintió cómo el corazón se le partía con cada centímetro que lo alejaba de su abrazo.

Se levantó despacio, no porque no tuviera fuerzas, sino porque cada movimiento sentía que arrastraba los años de su vida. No se volvió a mirar. No podía.

Solo empuñó el tubo oxidado que colgaba en el suelo y, con un susurro áspero que nadie más habría entendido, dejó que su Quirk le diera forma.

Una espada rudimentaria tomó el lugar del viejo tubo. No era una espada hermosa. No era brillante, ni noble. Era un filo de supervivencia, hecho de rabia, óxido y miedo. Una extensión de un hombre que ya no tenía nada que perder.

Las sombras llegaron sin anunciarse. Solo estaban ahí, como si hubieran salido de los mismos ladrillos. Cuatro figuras con trajes impecables y máscaras de cuervo.

Caminaban como si supieran que el mundo les pertenecía. Como si las reglas se hubieran escrito para ellos y todos los demás eran simplemente escoria sin valor. El que lideraba el grupo era más bajo, delgado como un bisturí, y sin embargo, su presencia aplastaba el aire.

Su máscara púrpura, decorada con líneas doradas, brillaba a cada paso que daba.

—Danos al niño.

La voz salió como un veneno suave, goteando por cada rincón del callejón.

—El niño... no está —respondió el hombre, empuñando su espada como si pudiera detener el mundo con ella.

—No seas estúpido. Somos la Yakuza —añadió otro, sacando una barra electrificada

—La Yakuza... —escupió el viejo con una risa amarga—. Les escupiría en la cara si no fueran tan feos.

—¿Dónde está el niño? —volvió a preguntar, dando un paso al frente.

—Ese mocoso se escapó hace mucho tiempo. Así que será mejor que se larguen de aquí.

Un suspiro pesado salió de los labios ocultos del aparente jefe, retirándose el guante blanco que portaba.

—Somos Shie Hassaikai. Y no dejamos testigos...

Y entonces, sin advertencia, el hombre de la máscara púrpura alzó su mano y tocó el pecho del anciano.

Fue como si el mundo se rompiera en un susurro.

La carne del hombre comenzó a deformarse al instante, como si estuviera hecha de cera bajo un fuego invisible.

Se hinchó, se contrajo, se dobló sobre sí mismo. Sus huesos crujieron como ramas secas, rompiéndose en ángulos imposibles. Su rostro se alargó, se encogió, se estiró como una máscara desgarrada.

La piel se derretía sobre sí misma, cayendo a jirones, mientras sus músculos se tensaban y reventaban, como si no pudieran soportar la monstruosidad de la transformación. Pero él... él no gritó.

No al principio.

Se quedó de pie, jadeando como una bestia herida, temblando mientras su cuerpo se rehacía una y otra vez. Como si la maldición de ese toque no lo dejara morir, sino que lo forzara a vivir cada segundo del dolor. Lo obligaba a experimentar la muerte sin poder abrazarla.

Y entonces gritó. Gritó como gritan los que saben que no hay cielo. Un alarido que hizo vibrar las paredes, que heló las almas de los niños que miraban. Uno escondido entre las cajas, y el otro como un simple espectador sin poder alguno.

Ambos no podía moverse. No podía llorar. Solo apretaban ambas manos contra su boca con todas sus fuerzas, sus ojos como platos, abiertos, fijos, mirando cómo el hombre que le había dado todo, que le había contado cuentos y cubierto con mantas, era desgarrado por algo que no era natural.

La carne se abría y se cerraba, el cuerpo se retorcía, colapsaba y se inflaba, hasta que quedó en el suelo... temblando, vivo pero irreconocible.

Los cuervos lo rodearon, y empezaron a patearlo. Uno tras otro. Como si no fuera más que basura que se negaba a morir.

Los huesos rotos crujían como ramas bajo sus botas, la sangre salpicaba en el silencio mientras Haruto y Hades paralizados, lo observaba todo. No podían cerrar los ojos. No podían dejar de mirar.

Y entonces entendió lo que era el verdadero silencio: no era la ausencia de sonido. Era el eco interminable de un grito que nadie quiso escuchar.

Ese fue el día en que Haruto dejó de ser un niño.

Ese fue el momento que marcó su alma con una cicatriz que ni el tiempo, ni el amor, ni la muerte misma podrían borrar.

Ese fue su primer descenso al infierno.

Y él... nunca olvidaría el nombre de aquel hombre. Aunque el mundo entero lo hiciera.

Porque el verdadero nombre de las cosas tiene poder.

Y él se lo juró. Lo recordaría. Para siempre.

....

El hielo crujía, ya no como una defensa, sino como un reloj de arena en su última exhalación. El eco de los golpes del Nomu aún retumbaba como campanadas de una ejecución anunciada, y frente al muro agrietado, el silencio era casi divino.

El frío ya no le dolía. Lo sentía, claro, como una punzada antigua que se volvió costumbre. Pero no dolía. No después de lo que acababa de recordar.

Hades seguía ahí, arrodillado, con los brazos temblando y el pecho abriéndose como una grieta donde el tiempo se había metido a vivir. La memoria aún pesaba, como un yunque sobre la espalda de su conciencia. Y entre el vapor tenue de su aliento, entre el silencio tras la última lágrima no derramada, una figura esperó.

Era el esqueleto que había llamado Haruto. Grande. Adulto.

No hiperactivo como Larry, era sereno, casi paternal. Un guardián antiguo que estaba de pie como si jamás se hubiera doblado ante la muerte. Como si recordara que una vez fue un hombre... y fue amado.

Y entonces, con una ternura que parecía incompatible con su estructura desprovista de carne, acarició el cabello maltrecho de Hades.

No con la brusquedad de un guerrero. No con la torpeza de los no-muertos. Sino con el cuidado de quien ha sostenido antes una cabeza febril y ha susurrado cuentos a través del insomnio.

Del hueso brotó luz. Apenas perceptible, como un recuerdo querido que uno teme mirar de frente. Y de ella, apareció una silueta. Una sombra vestida de la memoria.

El vagabundo que lo había rescatado, el viejo que lo había cuidado y el padre que lo habia protegido.

Sus ojos se alzaron con una tristeza tan profunda que parecía no pertenecer a este mundo. Y sin decir palabra, se inclinó.

En sus manos, sostenía algo minúsculo: la misma lata energética que Hades había descartado antes.

Quedaban apenas unos sorbos. Pero lo sostuvo como si fuera un cáliz. Y con la devoción que sólo tienen los que han amado en silencio, acercó el plástico frío a sus labios partidos.

Y Hades bebió. No por necesidad. Sino por instinto. Por fe.

Las gotas eran pocas. Pero su alma, reseca y endurecida, recibió aquel gesto como una ofrenda. Como si el universo, en su infinita crueldad, hubiese decidido concederle esa única misericordia.

Sus ojos temblaron. No lloraban. Pero dentro de ellos, algo se quebraba. No un muro. No una coraza. Algo más profundo: la negación.

El hombre sonrió. No con dientes, sino con esencia. Una sonrisa llena de cicatrices, de noches largas, de cuentos mal contados.

Abrió los labios, su voz tembló, pero no por miedo. Tembló como tiemblan los árboles antes del amanecer.

—Yo... estoy orgulloso de ustedes... —pausó. No por duda. Solo porque no quería que acabara.

—De los hombres en los que se han vuelto...

Su mirada abarcó más de lo que Hades creía mostrar.

—Del dios testarudo que nunca se rinde. Del niño que aprendió a vivir aunque el mundo se le cayera encima. De ambos. —Un suspiro cálido escapó sus viejas facciones, mientras aclaraba su voz.

Hades dudó, sus ojos se ensancharon, lagrimas comenzaron a caer de su rostro.

Eran cálidas, su corazón dió un vuelco, su estómago se encogió y sus labios temblaron.

—Hades... Haruto... —hizo una pausa, su voz dudó por un segundo—. Ustedes dos... son mis verdaderos hijos... —lagrimas cayeron de su rostro, su voz quebrándose al instante—. Y me enorgullece ser vuestro padre...

Las palabras se quedaron flotando, como plegarias lanzadas al cielo de un mundo sin dioses.

Y entonces, se desvaneció.

Primero la silueta. Luego el esqueleto. No con violencia. No con drama. Solo... se fue. Como lo hacen los sueños que ya no se repetirán.

Y en su lugar, dónde alguna vez estaba de rodillas, solo quedó la espada.

Hades tragó lo poco que quedaba en su boca. Era como tragar cenizas benditas. El hielo a su alrededor crujía. No por el enemigo. No por el combate. Se rendía ante su renacer.

Su brazo derecho era un amasijo de carne y hueso torcido. Inútil para su propósito.

Pero su brazo izquierdo...

Temblando, con los dedos deformados por el esfuerzo... se cerró sobre el mango de la espada. Con dificultad se reincorporó.

Sus huesos lloraban, sus músculos protestaban y sus tendones se rindieron. Pero Hades logró su cometido. Y levantó la espada.

Un fulgor verde empezó a recorrer su espina, la regeneración se activó. Como una débil y moribunda llama encendida desde dentro, como el eco del alma negándose a morir.

El domo se vino abajo con un rugido. El Nomu rugió en respuesta, su brazo aún levantado, lleno de rabia.

Y en ese momento...

Lo dijo.

La palabra escapó de su garganta seca como un rayo de luz que atraviesa un templo en ruinas. Y el mundo, por un segundo, fue silencioso.

—Kenshö...

....

CONTINUARA

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