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Chapter 31 - Segunda Temporada: Dónde los Vivos no Descansan

[Punto de Vista: Tercera Persona.]

[Lunes por la mañana.] 

Una mosca, indiferente al peso del mundo, zigzagueaba por los pasillos blanquecinos del hospital con la dignidad de quien ignora su propia insignificancia.

Volaba torpemente entre el olor a desinfectante y el murmullo apagado de máquinas vitales, como si buscara algo que no sabía que había perdido. Su cuerpo chocó contra un tubo de luz, luego se posó brevemente sobre el borde de una señal de "Silencio, pacientes críticos", y finalmente descendió en espiral lenta, hasta caer sobre un dedo.

El dedo era huesudo, enyesado, pero con la yema libre. Pertenecía a un cuerpo inmóvil, cubierto de vendas, yesos y tubos que se bifurcaban como raíces de árbol muerto. Una bolsa de nutrientes goteaba con parsimonia hacia una vía clavada en su brazo.

Era Hades. El dios en carne rota. Su rostro vendado parecía una máscara de muerte.

Inko, que estaba de pie al costado cambiando con delicadeza una de las bolsas de nutrientes intravenosos, se giró al ver el insecto. Frunció el ceño con ternura y alzó la mano para espantarlo, cuando lo vio.

Cuando se acercó, pequeñas vibraciones, casi un acto reflejo, movió su dedo debido al repiqueteo de la mosca.

El electroencefalograma emitió un pitido agudo, un cambio en el patrón, breve pero inequívoco.

—¡Tenemos respuesta! —gritó uno de los enfermeros desde la consola, mientras corría por el pasillo—. ¡Avisen al Dr. Ishikawa, hubo señal cerebral de nuevo!

Inko se quedó petrificada un segundo, los ojos abiertos de par en par, luego los párpados le temblaron y su rostro se arrugó como si se desmoronara desde dentro. Soltó un sollozo contenido mientras se inclinaba sobre él. Con dedos trémulos, acarició su frente vendada con una dulzura maternal, y susurró:

—Te escucho, amor mío... estás luchando... quédate. Por favor, quédate.

....

[Aula 1-A.]

La luz que se filtraba por las ventanas de la clase parecía más tenue de lo habitual, como si el cielo también estuviera de luto. Los alumnos estaban sentados en sus puestos, algunos con la cabeza gacha, otros simplemente mirando sin ver. Había un silencio denso, lleno de pensamientos no dichos, de imágenes que nadie quería recordar. En el fondo del aula, un asiento permanecía vacío. Intacto. Inmóvil.

Aizawa estaba de pie al frente, vestido con ropas de hospital y envuelto en vendas desde el cuello hasta las piernas. Sostenía su cuerpo con la ayuda de un par de muletas, pero su voz seguía siendo firme, como si su espíritu pesara más que sus heridas.

—Tendrán cuatro días de descanso —comenzó, sin rodeos, su mirada recorriendo el aula como cuchillas que cortaban la apatía—. En compensación, tendremos clases el fin de semana.

Algunos alumnos suspiraron. Un par dejaron escapar un gruñido bajo. Otros, como Momo o Todoroki, no reaccionaron en absoluto.

—Pueden irse —añadió—. Pero, si desean ver los análisis del incidente en la USJ, quédense. La U.A. recuperó la mayoría de las grabaciones filtradas antes de que fueran dadas de baja de internet. Quien quiera verlas... puede quedarse.

No hubo ni un solo movimiento.

El silencio se mantuvo. Como si todos supieran que mirar era necesario, aunque doliera.

Aizawa asintió lentamente, sin decir palabra.

Con esfuerzo, presionó un botón en el escritorio. Un zumbido leve llenó el salón mientras la pantalla holográfica descendía frente al pizarrón. Shoji, Sato e Iida caminaron al unísono hacia las ventanas, bajaron las cortinas en silencio, y dejaron la habitación en una penumbra azulada, apenas rota por la luz del proyector.

En la pantalla, la grabación comenzó.

....

[Despacho del Director.]

El tic-tac del viejo reloj colgado en la pared era el único sonido constante en la oficina de Nezu. El crepitar suave de la lluvia afuera apenas alcanzaba a competir con la calma contenida del lugar.

Todo era sobrio. El escritorio de madera pulida, el aroma tenue a tinta fresca, y la delicadeza con la que el té humeante exhalaba vapor desde su taza dejaban entrever que aquel no era un despacho ordinario. Era el centro de mando de una mente que nunca dormía.

Nezu, con la espalda recta y los ojos entrecerrados, observaba con detenimiento las grabaciones que habían sido liberadas por el villano conocido como Headshot —el de la cabeza de cámara—. Aquella transmisión, hecha pública no era un acto de vanidad: era un mensaje. Uno cifrado en caos, imágenes fragmentadas y gritos cortados por la estática.

Pero para alguien como Nezu, cada fotograma era una pieza de información cruda, valiosa, lista para ser diseccionada.

En la pantalla, el foco estaba puesto sobre una región marcada como Zona 4 – Clima hostil.

El cielo estaba cubierto de nubes negras, como si el infierno mismo hubiera extendido su manto sobre la tierra. El viento arrastraba el agua en horizontal, y el terreno, cubierto de lodo, era una trampa natural para cualquiera que no estuviera preparado. Las ramas de los árboles se retorcían, y el sonido de los truenos apagaba cualquier intento de comunicación verbal. En medio de ese caos, dos figuras se desplegaban en el campo.

Bakugou Katsuki y Aoyama Yuuga.

Nezu ladeó ligeramente la cabeza, llevando la taza hacia su hocico con una precisión elegante. No bebió de inmediato, se contentó en sentir el leve calor y rico aroma de la infusión de hierbas.

Sus ojos, en cambio, nunca se apartaron de la pantalla. Él observaba. Analizaba.

Bakugou avanzaba a duras penas. Su quirk, dependiente del sudor y la ignición, estaba severamente limitado por la humedad extrema del entorno. Cada explosión se reducía a una chispa agónica, como si la lluvia misma devorara su voluntad de arder.

Aún así, seguía avanzando, como una bestia herida que, por puro instinto, no sabía retroceder. Había determinación en su mirada. No era el niño rabioso e impulsivo como supuso desde que leyó el informe psicológico. Era un guerrero adaptándose sobre la marcha, midiendo cada paso, cada estallido. Su estrategia no era perfecta, pero su instinto de batalla era una sinfonía brutal que no podía ser ignorada.

Aoyama, en cambio, era un contraste agudo. Su armadura, hecha para impactar visualmente más que para soportar condiciones extremas, era una carga mortal bajo la tormenta. Las placas metálicas pesaban más con cada minuto, acumulando agua como un ataúd móvil. Se arrastraba detrás de Bakugou, torpe, ridículo... y sin embargo, vivo. Era evidente que su presencia, aunque inútil en lo táctico al inicio, se mantenía como un símbolo de algo que Nezu no descartaba: el intento. El deseo de no abandonar.

El director pausó la grabación. Tomó un sorbo de su té. Aún caliente. Suavemente amargo, con un dejo floral. Perfecto para mantener la mente alerta.

Cerró los ojos un segundo, memorizando la escena, grabándola en su mente como quien estudia los patrones de un enemigo invisible. Luego, sin decir palabra, retomó la reproducción.

La secuencia cambió.

Algo ocurrió. Aoyama, quizás comprendiendo su inutilidad, se detuvo. Se quitó la armadura. No con rabia, ni con desesperación. Lo hizo con dignidad. Como quien se despoja de su máscara más pesada.

Bajo la lluvia, el brillo excéntrico desapareció, dejando ver a un muchacho tembloroso pero decidido. Desnudo ante el peligro, pero finalmente funcional. Y en ese instante, algo cambió.

Ambos comenzaron a pelear como si sus vidas dependieran de ello. Porque lo hacían.

Nezu asintió, apenas, murmurando su sorpresa:

—Interesante...

Las decisiones bajo presión revelan la esencia de un héroe. No cuando el terreno es favorable, no cuando hay gloria esperándolos. Sino cuando el barro se mezcla con sangre, cuando la comunicación es imposible y cada segundo sin moverse significa morir.

Y ahí, entre ráfagas de viento y sombras deformadas, Bakugou y Aoyama comenzaron a entenderse sin necesidad de palabras. Sus movimientos, torpes al inicio, se sincronizaron en patrones extraños pero eficaces. Bakugou generaba aberturas; Aoyama las cubría con su rayo. Aoyama desviaba la atención; Bakugou remataba sin piedad.

Hasta que la arrogancia los alcanzó.

Nezu detuvo el video justo en el punto exacto: cuando ambos, respirando pesadamente, contemplaron los cuerpos caídos a su alrededor. Agua y sangre mezcladas en charcos sin identidad. Creyeron haber ganado.

Pero la naturaleza, o quizás algo más siniestro, tenía otros planes.

Detrás de ellos, el agua misma pareció erguirse con voluntad. Una enorme masa amorfa, oscura y brillante, emergió como una marea devoradora. No era solo agua. Era una trampa. Un mensaje. Una sentencia.

Y entonces, de esa tormenta desatada, surgieron ellos: látigos negros, hechos de pura oscuridad, naciendo detrás de ello como serpientes vivas. Atravesaron la masa de agua con precisión quirúrgica, envolviendo a ambos muchachos antes de que siquiera pudieran girarse.

Todo fue silencio. La pantalla quedó momentáneamente en blanco. Por la interferencia.

Nezu dejó la taza sobre el platillo con un leve clink. Y sonrió. No con placer o burla contenida. Lo hizo con reconocimiento.

—Nunca olvidarán eso... —dijo en voz baja—. El momento en que la victoria se convirtió en una ilusión... y Akemi hizo su entrada.

La frialdad en su tono no era desprecio. Era análisis. Aquella maniobra, aunque brutal, fue exacta. El momento fue elegido con precisión inhumana. No por espectáculo o el deseo egoísta de ser un héroe.

Por estrategia. Era un acto para quebrar el ego y sembrar la duda. Akemi no apareció para salvarlos. Apareció para recordarles que aún estaban vivos solo porque ella lo permitía.

Nezu no comentó más.

Volvió a girarse hacia la pantalla. Un nuevo archivo comenzaba a cargarse.

Otro frente de batalla. Otra historia por desmenuzar.

Tomó otro sorbo de té, y esta vez cerró los ojos.

[Aula 1-A.]

El silencio era tan denso que casi se podía cortar con un bisturí. En la sala del 1-A, usualmente vibrante de voces, risas o alguna explosión, ahora reinaba una atmósfera grave, templada por la imagen congelada que parpadeaba en el proyector.

El brillo azulado de la grabación danzaba sobre los rostros de los alumnos, proyectando sombras tensas bajo los ojos cansados.

Era una reunión académica, sí, pero también era un velorio sin cuerpo.

En pantalla: fuego.

La zona de incendios. Una región donde el mismo aire parecía cortarse como vidrio caliente y el calor distorsionaba la visión como si el infierno respirara a través del suelo.

Era ahí donde Tsuyu, Momo y Hades fueron arrojados. Y ahora, esa experiencia —que aún no se había enfriado en sus recuerdos— era diseccionada frente a toda la clase.

Tsuyu se mantenía quieta, la expresión neutra como una máscara de porcelana, pero sus dedos se entrelazaban con una inquietud apenas perceptible. A unos asientos detrás, Momo mantenía la espalda recta, digna como siempre, pero con los ojos clavados en el suelo más que en la pantalla. Había algo en ver los eventos desde afuera que dolía más que vivirlos. Quizás era la perspectiva. Quizás, la culpa.

La grabación comenzó a reproducirse de manos del maestro.

El descenso era brutal. Tres cuerpos cayendo entre llamaradas, como insectos atrapados en una tormenta de meteoros. Tsuyu fue la primera en moverse. No gritó. No dudó. Su lengua ya estaba extendida, enredándose en el tobillo de Hades mientras se acercaba hacia él. Al llegar, volvió a extender la lengua y capturó a Momo por la cintura. Juntas, como un solo organismo de tres almas, se plegaron detrás del muchacho.

Hades tenía cara de pocos amigos, mientras murmuraba algo que se escapó a los micrófonos de las cámaras.

Pero, lo que todos notaron con ligera nostalgia, fue el ceño fruncido con ese gesto perpetuo de molestia que parecía estar esculpido en su rostro como una cicatriz emocional.

Pero no sé quedó quieto quejándose de su estado.

El guantelete en su brazo brilló débilmente, acumulando energía. Una pequeña explosión controlada se disparó en el aire, alterando la dirección de su caida. Sus piernas, endurecidas por entrenamiento y obstinación, impactaron directamente contra un cartel metálico deformado por el calor. El sonido fue como el retumbar de un gong: seco, brutal, vivo.

El impacto detuvo la caída.

Pero, cuando el cartel estaba cediendo por el impacto, el vídeo se pausó.

Aizawa presionó el control remoto. El video se detuvo, congelando la imagen de Hades aún sosteniendo con su cuerpo a las dos chicas. El salón entero miró hacia adelante. Algunas miradas cargadas de respeto, otras de culpa. Todas, silenciosas llenas de envidia contenida.

El profesor, con su mirada ausente y sus vendas descansando en sus hombros, giró hacia Tsuyu y Momo.

—Dadas las circunstancias —dijo, su voz rasposa como lija—, tomaron la mejor decisión. Protegerse detrás de Hades fue una acción lógica. Y efectiva.

Al mencionar el nombre de Hades, el ambiente sufrió una sacudida sutil. Las cabezas se inclinaron, como si una fuerza invisible les pesara sobre los hombros. Jirou tragó saliva. Tokoyami cerró los ojos por un instante. Hasta Bakugou, aunque no lo admitiera, desvió la mirada hacia un rincón.

Aizawa, sin embargo, no se detuvo.

—Y si Hades estuviera aquí —continuó con un deje de sarcasmo apenas perceptible—, le diría que esa inteligencia de batalla que tanto hace relucir podría servirle también para aprobar matemáticas e inglés. Tengo varios reportes de Ectoplasm y Present Mic que no me dejan mentir.

Una risa pequeña escapó de Kaminari. Le siguió otra de Mina. Y de a poco, como una marea tímida, se sumaron más. La risa fue breve, pero necesaria. Como un hilo de oxígeno en una habitación que se cerraba sola.

La grabación siguió cuando se calmaron.

Hades, de pie entre las llamas, recibía de Momo una máscara antigás, perfectamente fabricada con su Quirk. Pero el chico la rechazaba. La empujaba hacia un lado con brusquedad silenciosa, como si el acto de recibir ayuda fuera una carga que no estaba dispuesto a llevar.

Aizawa entrecerró los ojos y miró de reojo a la muchacha. La joven permanecía quieta. Pero sus ojos, curtidos en cientos de batallas, lograron ver cómo sus dedos se crispaban y no dejaba de golpear el tacón contra el suelo de forma errática, aunque silenciosa.

El profesor, sabio en su mutismo, decidió no decir nada.

Entonces llegó el verdadero enemigo.

Desde la espesura deformada por el calor, emergió un villano de tipo golem. Gigantesco. Compuesto de metal fundido y roca humeante, como si la tierra misma lo hubiera vomitado en un espasmo de violencia.

Y Hades corrió hacia él.

No esperó. No pidió permiso. No midió las probabilidades.

Marchó hacia delante, tomando la iniciativa con el primer golpe.

Pero las chicas no se quedaron atrás.

La grabación mostró a Momo sacando de su espalda un libro pesado, una gran enciclopedia con diseño bañado de anotaciones y separadores.

Lo hojeó con la precisión de una científica bajo presión. Luego, como una alquimista de otra era, creó un extintor de alta presión desde su escote.

Tsuyu tomó la primera, lista para intervenir, sus acciones comenzaron a sincronizarse con su compañero que estaba en primera línea.

La batalla fue breve. Hades atrapó la atención del golem, esquivando y recibiendo golpes, acumulando poder en su guantelete. Mientras tanto, Tsuyu se deslizaba al costado del enemigo y apuntaba.

Momo, desde la distancia, creaba un segundo extintor.

En cuestión de segundos, Tsuyu disparó una carga del extintor, apagando el lado izquierdo del golem, debilitándolo.

Hades remató con una explosión a quemarropa.

Los alumnos asintieron, algunos impresionados por el trabajo hecho, mientras el vídeo se pausaba otra vez, cuando Hades fue jalado hacia abajo por un látigo.

Aizawa habló sin dramatismo, como si narrara un informe, pero con ese peso en la voz que solo los veteranos llevan.

—El pensamiento rápido de ambas, y su integración natural a la pelea sin entorpecer el flujo, es digno de elogio.

No hubo aplausos. Solo silencio. El tipo de silencio que ocurre cuando el respeto es tan profundo que no necesita ruido.

Momo miró la pantalla, viendo cómo su figura se movía con eficiencia.

Tsuyu cerró los ojos un segundo, recordando cómo ese mismo golem volvería, sacando de la ecuación al muchacho, solo para que él vuelva poco después.

Ambas sabían que, si Hades no hubiera estado allí, probablemente no estarían vivas. Pero también sabían que esa batalla no la ganaron por él... sino con él.

Pero... una culpa e intriga se instaló en los pechos de ambas.

Después de todo, ahora, él estaba en una cama. En coma post cirugía.

Aizawa no lo dijo. Nadie lo hizo. Pero todos pensaron lo mismo:

¿Volverá? ¿Y si lo hace... será el mismo?

[Taberna sin Nombre – Distrito Bajo.]

El humo de cigarrillos baratos y grasa frita impregnaba cada rincón de la taberna como una lepra invisible. La luz era escasa, amarilla, moribunda.

Shigaraki estaba sentado solo, los codos apoyados sobre la mesa de madera resquebrajada. La venda en su mano derecha le cubría más que la piel: ocultaba la culpa.

Sujetaba una copa con extrema precisión, usando solo dos dedos. Su mirada se hundía en el fondo del vaso como si ahí, entre los reflejos rotos y el alcohol, estuviese la respuesta que su alma destrozada imploraba.

Kurogiri, desde la barra, mantenía un silencio reverente. Las sombras parecían más densas a su alrededor, como si la atmósfera temiera quebrarse.

Pero entonces...

Una vieja televisión empotrada en la esquina superior de la taberna se encendió con un zumbido chirriante, como si un espectro respirara a través de ella.

Shigaraki apenas giró la cabeza, resignado. La derrota aún escocía en su garganta. Esperaba ser aplastado. Esperaba palabras que lo hundieran más en ese barro frío que lo devoraba desde niño.

Pero lo que escuchó fue una risa.

No una risa alegre, ni una cruel.

Era seca, áspera. Como el sonido de un corazón oxidado que aún late por puro rencor.

—Lo hiciste bien, hijo...

La voz era cavernosa, como si viniera de las entrañas del infierno mismo. A través de los filtros oxidados de una máscara de oxígeno, emergía un tono que no parecía humano, ni completamente vivo.

Shigaraki alzó los ojos, incrédulo, tembloroso ante esas simples palabras.

—...Sensei... —susurró, como un niño al que le acarician el rostro tras una pesadilla interminable.

—Las cámaras giraron donde tú querías. La narrativa se escribió con tu furia. El símbolo de la paz... ha sido manchado. —Una pausa, seguida de un sonido suave y húmedo al respirar—. Aunque el cuerpo se rinda, si el símbolo muere en la mente del pueblo... entonces, ganaste. Y tú, Tomura... hiciste que soñaran con su caída. Levanta la cabeza. No como villano. Si no como arquitecto del nuevo mundo.

Y esas palabras, pronunciadas con tal peso, con tal certeza... hicieron que los labios de Shigaraki se apretaran. Las lágrimas comenzaron a correr sin que él las notara. No eran de tristeza, ni siquiera de alivio. Eran el reflejo de un alma quebrada a la que le habían ofrecido —por un instante— un lugar en el trono de los malditos.

La transmisión se cortó.

Shigaraki sollozaba bajo, como si no pudiera detenerlo, aferrado al único hilo de aprobación que jamás conoció.

Pero al otro lado de la señal... la figura conectada a tubos y máquinas dejó de sonreír.

La habitación era una catedral de metal y muerte. Viales de líquidos oscuros recorrían sus venas, lo mantenían suspendido entre la vida y algo mucho peor. Las pantallas mostraban una y otra vez la misma escena: una pelea imposible. Una niña Midoriya desatando látigos negros antes de tiempo. Y un chico que no existía en los registroS los de este mundo. Cabello negro. Ojos rojos. Constitución fuerte y un quirk de huesos.

—...¿Qué mierda estoy viendo...? —susurró. Su voz no era solo ira. Era incredulidad. Pavor.

—Ese chico... ese bastardo... no pertenece a este mundo. No debería estar en mi tablero. ¿Dónde está Mineta? ¿Por qué esa Midoriya es mujer tiene el Látigo Negro tan rápido? Esto... esto no tiene sentido. ¡Esto no es canon!

Las venas en su cuello se hincharon. Las máquinas chillaron al ritmo de su presión sanguínea desbocada.

—¡Sistema! —comenzó, antes de que varias agujas con contenidos multicolor saltaran desde su silla y se clavaran en su cuerpo—. Dame una explicación... —continuó, está vez más bajo por los sueros y calmantes.

La conciencia artificial del sistema —una interfaz invisible para el resto del mundo— le mostraba parámetros y líneas de datos que no deberían existir.

—Yo... yo tenía un plan. Misiones, recompensas. El sistema debía convertirme en Dios. —El sudor corría por su frente, su conciencia menguando—. ¡Yo reencarné aquí para romper mi anime! Que es esto...

Apoyó la cabeza contra el respaldo, agotado, desesperado.

—Mi llegada debió marcar el final... no crear a otro jugador...

Y entonces, la verdad cayó como una lápida sobre su conciencia.

—DEI-MARK... —murmuró, con un hilo de voz—. ¿Soy el único que te tiene?

Su cuerpo comenzó a temblar. No por miedo. Sino por la revelación de que quizás... alguien más se reencarnó.

La conciencia lo abandonó. Y las máquinas siguieron funcionando.

Pero el rostro dormido del demonio... aún fruncía el ceño.

....

[Afueras de Musutafu: Casa de Campo]

La luz del televisor era la única fuente de vida en la habitación. Todo lo demás parecía dormido. El departamento olía a fritura y zanahoria, una combinación que solo podía ser soportable en casa de una coneja con piernas de acero.

En la mesa frente al sofá se apilaban varias bolsas vacías de chips. Dos latas abiertas de soda aún chisporroteaban, y una tercera, recién destapada, soltó un siseo mientras Mirko estiraba los brazos y soltaba un bostezo agudo.

Iba con una sudadera sin mangas y pantalones deportivos. Su cabello blanco caía desordenado sobre sus hombros mientras una de sus orejas temblaba ante el estruendo del combate en pantalla.

—Tsk, míralo —masculló, masticando con fuerza un chip mientras en la pantalla el Nomu aparecía en un destello, tan rápido que distorsionó el aire a su paso—. Maldito flashazo, ¿dónde estaban esos juguetes cuando yo era mocosa del vagabundo?

Se acomodó más en el sofá, cruzando una pierna sobre la otra mientras su cola golpeaba rítmicamente contra el cojín. Su voz estaba cargada de esa arrogancia juguetona que tanto la caracterizaba.

En la pantalla, Hades apenas alcanzaba a alzar su guantelete, pero la mano del Nomu descendía como el mazo de un dios, barriendo su cuerpo con un sonido seco. El muchacho voló por el aire como si no tuviera peso, rebotando contra el suelo con un estruendo hueco.

El guante de huesos humeaba, ardiendo desde el centro.

—¡Pff! —bufó Rumi con una risa nasal—. Qué clase de chiflado recibe un golpe así... Ah, cierto. Él.

Se llevó la lata a los labios y bebió largo, dejando que el gas burbujeara por su garganta. Bajó la soda y limpió con el pulgar el rastro que quedó en su boca.

—Necesitaré un día entero en el gym para quemar esto —dijo mientras miraba las bolsas vacías—. Pero qué más da... —una risita escapó de sus labios—. Esta paliza lo vale.

La pantalla mostraba ahora la entrada de Akemi, Todoroki y Bakugo. Rumi enarcó una ceja al ver a la chica de cabello verde sujetando a sus aliados nuevamente con los látigos. El rubio explotaba el aire con rabia, mientras el chico bicolor congelaba el terreno con una expresión dura, casi estoica.

—Bonito cuarteto... —musitó, apoyando el codo en el respaldo del sofá—. Lástima que estén por comerse una sopa de puños.

El rostro de Hades volvió a aparecer. Estaba jadeando, escupiendo sangre entre los dientes, el guantelete ya rajado en la base, su cuerpo semi arqueado, tratando de retomar el aire.

—...Aún respira, el cabrón —comentó, bajando el volumen del televisor apenas—. Tiene cara de muerto pero sigue respirando. Me recuerda a esos desgraciados que no saben cuándo retirarse... —Sonrió ampliamente, tocándose la mejilla—. Es como yo...

Una pausa. Luego bajó la mirada, pensativa. Sacó un nuevo chip, pero lo sostuvo entre los dedos sin comérselo aún.

—Pero no está mal... No está nada mal. —Su tono fue más serio por un instante—. Si sigue sobreviviendo a este ritmo, tal vez llegue a darme pelea en serio la próxima vez.

Mordió el chip, finalmente, con un crujido seco.

—Aunque igual pienso volverlo mi perra y dejarlo sin dientes cuando ocurra.

Su oreja derecha vibró ante un nuevo golpe en pantalla. El Nomu rugía, empujando contra Hades de nuevo. Y por un segundo, en el reflejo del televisor, Rumi sonrió. No con burla... sino con una pizca de respeto.

—Vamos, perrita... haz que todas las calorías que mamá está comiendo valgan la pena.

....

[Despacho del Director.]

El tic tac de un reloj analógico era lo único que acompañaba el murmullo del vapor que salía de una taza de té humeante. Nezu, sentado en su butaca forrada en cuero, sostenía con ambas manos la taza mientras contemplaba su reflejo en el líquido ambarino.

Tomó una galleta redonda, ligeramente quebrada en un borde, y la mordió con parsimonia.

—Estas eran las favoritas de Hades —murmuró para sí, sin rastro de emoción. Pero no había tiempo para sentimentalismos.

En su portátil, una ventana adyacente mostraba el rostro de tres adolescentes. Uno tenía ojeras perpetuas, el cabello morado y enmarañado, con una expresión cansada que le recordaba vagamente a cierto profesor.

—Curioso... ¿serán parientes? —pensó.

Desvió la mirada al segundo: una chica de cabello blanco cenizo, un monóculo dorado y una sonrisa pequeña, contenida, como si siempre supiera algo más que el resto.

Y luego, la tercera: rastas rosadas, sonrisa de oreja a oreja, el tipo de alegría que solo se conserva cuando uno ha sobrevivido a demasiadas penas como para permitirse llorar más.

Nezu iba a abrir el archivo titulado "Proyecto Stray Dogs: Futuros integrantes", pero su mirada fue secuestrada por otra ventana emergente: transmisión interna de la batalla en la USJ. El Nomu rugía, y al frente, maltrecho, con un guantelete que humeaba como un motor a punto de fundirse, Hades se mantenía en pie. No por fuerza. No por esperanza.

Por pura obstinación.

Nezu asintió en silencio, bajando la tapa del portátil con un clic suave. Se quedó en silencio unos segundos más, como si el mundo esperara a que él hiciera su siguiente movimiento.

Toc, toc.

La puerta del despacho se abrió sin ceremonia. Recovery Girl entró, con el rostro surcado de líneas más marcadas que de costumbre. El tiempo no perdona, ni siquiera a quienes lo desafían a diario.

—Nezu —saludó ella con una ligera inclinación. Traía una carpeta vanila bajo el brazo.

—¿Galletas? —ofreció Nezu, moviendo el platito hacia el centro de la mesa.

—Solo si hay té que las acompañe —respondió con una sonrisa cansada.

Nezu sirvió con la delicadeza de un cirujano mientras ella dejaba la carpeta sobre el escritorio. El roedor la vió, pero no la abrió.

—¿El informe de Hades? —dijo simplemente, como si ese nombre bastara para englobar todos los informes, todas las preocupaciones, todos los futuros inciertos.

Recovery Girl suspiró. Se sentó frente a él y por un momento solo escucharon el burbujeo del agua caliente en la tetera eléctrica a un lado.

—Tiene respuestas a estímulos leves. Cuando lo llamamos en voz alta, su frecuencia cardíaca se altera. Puede mover los dedos de ambas manos. Y los pies... cuando los molestamos un poco.

Nezu arqueó una ceja.

—¿Molestan?

—La enfermera Inko... encontró métodos bastante... efectivos para motivarlo a responder. —Sus labios se curvaron apenas. Ni un atisbo de burla. Solo respeto por la mujer que lo trataba como suyo.

Nezu le sirvió el té. Un aroma a jazmín se mezcló con el silencio entre ellos. Él no miraba la carpeta. No lo necesitaba.

—Aplazaremos el Festival Deportivo una semana más de lo previsto —dijo con voz serena.

—¿Por qué?

Nezu rio por lo bajo, breve y contenido, como si compartiera un secreto con alguien que no estaba allí. Levantó la carpeta sin abrirla y la sostuvo frente a su pecho.

—Porque cuando ese muchacho despierte, pasarán muchas cosas.

—Dejame adivinar... —comenzó Recovery Girl, tomando un sorbo de té—. ¿Usarás el mero hecho de pagar sus facturas para que esté más de acuerdo en estar en esa iniciativa tuya con los nuevos?

Nezu rió entre dientes, antes de masticar otra galleta, seguida de la anciana.

—Uh... está galleta es tan seca como él.

[Aula 1-A.] 

La clase entera estaba sentada, pero no relajada. Nadie hablaba. Nadie se atrevía a toser. Solo la pantalla —grande, cruel, sin piedad— seguía mostrando la grabación.

El cuerpo de Hades fue lanzado con la misma violencia con la que se desecha un trozo de trapo sucio. La cámara no cortó. Siguió rodando mientras cada impacto contra las paredes, los escombros, los bordes metálicos, se oía amplificado por las bocinas.

CRACK.

Una costilla.

CRACK.

El brazo.

CRACK.

La espalda.

Bakugo no gruñó. Solo entrecerró los ojos, su mandíbula tensa como si él mismo estuviera recibiendo los golpes.

Kirishima tragó saliva sin decir nada, inseguro de que él mismo podría tan siquiera resistir la mitad de esos golpes.

Incluso Todoroki, con sus ojos bajos, levantó la vista. No podían dejar de mirar.

Aizawa estaba de pie, los brazos cruzados, la mirada tan fija en la pantalla que parecía capaz de romperla con los ojos. Solo él hablaría, eventualmente. Pero por ahora, el silencio era más poderoso que cualquier voz.

En pantalla, Hades era arrastrado por el suelo con una facilidad grotesca. Su cuerpo colgaba como si sus huesos ya no pudieran resistir el peso de su existencia. El Nomu lo levantó, lo estampó contra otra pared, y lo dejó suspendido un segundo antes de lanzarlo de nuevo.

THUD.

El eco llenó el aula.

Un susurro tembló en el ambiente. No era un sonido, era un dolor colectivo.

Akemi estaba sentada. Perfectamente erguida. Fría. Imperturbable. Sus ojos miraban con la concentración de quien analiza una jugada de ajedrez.

Y en su mente, era solo eso: su reina, siendo utilizada al límite, sacrificada en el tablero.

Pero lo que nadie entendía eran las manos. Aquellas manos esqueléticas que sujetaban a Hades por la espalda. Por los hombros. Por la mandíbula. Por la boca.

Lo sostenían cuando debía caer. Lo forzaban a no emitir ni un grito. Era como si el infierno no le diera permiso de rendirse.

Mina se cubrió la boca con la mano. No lloraba, pero sus ojos temblaban.

Sabía que había dicho que no podían intervenir. Que era peligroso. Que era insensato.

Pero ver esa escena... ver ese cuerpo no caer por voluntad, sino porque su propio quirk lo forzaban a pelear...

Le dolió más que cualquier golpe.

Las cámaras cambiaron, enfocando las escaleras.

Allí, Tsuyu y Hagakure forcejeaban, sujetadas por Shoji y Sero, sus rostros respectivamente, ambas llenas de impotencia.

No por miedo. Sino por la rabia de no poder hacer nada.

Aizawa habló al fin. Su voz era seca, áspera como piedra raspada.

—No se culpen por no haber intervenido.

Su mirada seguía clavada en la pantalla, donde Hades, roto y tambaleante, volvía a ponerse en pie.

—Ninguno de ustedes podría haber cambiado el resultado. Ni siquiera yo.

Suspiró, alargando una pausa. Como si pesara cada palabra.

—Shoji, Sero. Hicieron bien en detenerlas. En medio de un combate así... solo habrían sido presas.

La frase que soltó no fue para herir.

Fue para recordarlo: esto no era un entrenamiento. Era guerra. Y en la guerra, hasta los vivos cargan a sus muertos.

....

[Callejones de Musutafu]

La noche no era más que un lienzo borroso tras la pantalla encendida del teléfono.

El reflejo del brillo iluminaba la cara de una chica rubia, de ojos grandes, pupilas dilatadas por la fiebre de la obsesión.

Ella apretaba un teléfono plegable con ambas manos, temblando. El combate seguía. El cuerpo hecho trizas de Hades se mantenía de pie, quieto. Demasiado quieto. Como si la vida hubiera sido reemplazada por pura voluntad.

—Ah... —gimió bajito, apenas un susurro tembloroso.

En la pantalla, la katana grisácea de hueso aún descansaba sobre su cabeza, levantada con torpeza, como si su brazo estuviera hecho de carne muerta. El Nomu también estaba quieto. No por respeto. No por error.

Por miedo.

Un solo temblor cruzó la muñeca de Hades. El brazo derecho, quebrado y amoratado, subió con lentitud antinatural. Y entonces, con ambas manos, aferró el mango.

El filo chispeaba, humeaba, desmoronándose lentamente en ceniza.

—Sí... sí, sí, sí, sí... —murmuró, apretando las piernas, jadeando. Su otra mano voló a su boca para ahogar el grito de euforia. El rostro encendido, como si una combustión silenciosa le quemara el alma.

Y entonces, el grito proveniente de los parlantes del teléfono, provocó una vibración involuntaria en su cuerpo.

—¡Yo soy Hades!

El rugido del muchacho, tan roto como heroico, llenó sus tímpanos. La katana descendió en un tajo imperfecto, violento, tembloroso, y el Nomu gritó también, esta vez por algo que no había mostrado en todo el combate: dolor.

La hoja no lo partió por completo. Fue desviada por una de sus manos a último segundo, pero aún así, lo rebanó desde el hombro hasta casi el torso.

Hasta que la katana se quebró... y se volvió ceniza.

Toga soltó un jadeo y se dejó caer de rodillas contra la pared del callejón. Sus mejillas ardían. Su boca temblaba, conteniendo risas, gritos, jadeos.

—Aaaaah... qué hermoso...

En la pantalla, All Might aparecía en escena. El golpe final no fue el de Hades. Pero lo que importaba ya había pasado. El muerto no cayó. El monstruo fue quien tembló.

Ella llevó el celular a su pecho como si abrazara un peluche. El pitido de la batería baja cortó su pequeña fantasía.

—Voy por ti... jijije...

Se levantó como flotando, dejando caer el teléfono ahora sin carga. Sus ojos estaban húmedos por la emoción.

Caminó sin mirar el tráfico, cruzando la calle, esquivando autos con la misma gracia de una niña distraída. Frente a ella, el Hospital General de Musutafu la recibía como una catedral silenciosa.

Una enfermera la saludó desde la recepción con una sonrisa educada.

—Buenas noches, señorita, ¿puedo ayudarla?

Toga ladeó la cabeza. Sonriendo ampliamente.

—Sí... quiero ver a mi buen amigo... se llama Hades. Está... hospitalizado aquí, creo.

La enfermera parpadeó, confundida, moviendo lentamente su mano hacia un botón.

—¿Pariente?

Toga entrecerró los ojos, y la sonrisa se ensanchó con una dulzura torcida.

—Digamos que... compartimos algo de sangre.

La mano en su chaqueta apretó un pequeño frasco de vidrio. Dentro, habia una promesa, un anhelo de que pronto será llenado.

....

[Habitación 316 - Hospital General de Musutafu.]

La luz del atardecer atravesaba las cortinas entornadas, bañando la habitación con un brillo dorado y tenue. El único sonido que se oía era el murmullo electrónico de los monitores, cada uno marcando su ritmo, como si se tratase del tempo de una sinfonía escrita para un solo sobreviviente.

En medio de esa serenidad, estaba él.

Hades.

Sus vendas ocultaban su expresión, pero su cuerpo hablaba en su quietud: los brazos extendidos con agujas intravenosas, el pecho vendado parcialmente expuesto, los párpados firmemente cerrados sobre un mundo interior que nadie más podía ver.

Sentada a su lado, con las manos unidas sobre su regazo, estaba Inko.

Llevaba el uniforme de voluntaria médica, pero la forma en que lo miraba no era parte del protocolo. Sus ojos verdes —idénticos a los de su hija— estaban fijos en el rostro dormido del chico. Con cada respiración de él, la suya parecía detenerse un momento.

—Tan joven... —susurró, su voz apenas un hilo—. Y aun así, tan roto...

Su mano tembló levemente al acercarse. Deslizó los dedos con delicadeza sobre la mejilla vendada de Hades, justo donde la venda dejaba ver un fragmento de piel. Su piel era áspera, curtida... había vivido mucho para alguien tan joven.

—No sé si cuidarte como madre... o si simplemente quedarme aquí, contigo... —dijo, y luego sonrió con un matiz culposo—. Quizás estoy loca... qué vergüenza —tomó aire, sin apartar su mano—. Pero... cuando estoy aquí, contigo, siento que todo estará bien.

Se inclinó un poco, pasando los dedos por su oreja, con un cariño que rozaba lo íntimo. El monitor de estímulo cerebral emitió un pequeño beep. Ella se sobresaltó un segundo... y luego se rió bajito.

—¿Eso sentiste? —murmuró, feliz—. Eso quiere decir que aún estás aquí... que aún peleas.

Entonces, con extrema dulzura, sus dedos descendieron por su mejilla hasta su mandíbula. La otra mano se deslizó por su brazo vendado, bajando hasta entrelazar sus dedos con los de él.

Un leve movimiento de su dedo índice, le robó una sonrisa.

—Ahí estás...

Sus ojos brillaban, inundados de ternura, de una conexión que desafiaba etiquetas. Tal vez fue el instinto materno. O tal vez no. Tal vez era otra cosa. Algo más... íntimo. Algo que le daba vergüenza nombrar.

Se inclinó apenas, y durante un segundo que pareció eterno, sus labios se acercaron al vendaje sobre su frente. No lo besó, no se atrevió. Solo apoyó su frente contra la de él.

—No tardes... por favor, no me dejes como él...

Susurró una promesa muda, se apartó y se puso de pie. Con una última caricia en la mejilla, tomó la carpeta médica y se dirigió a la puerta.

—Ya vuelvo, ¿sí? Voy por café. No te me vayas mientras no esté...

La puerta se cerró con un suave clic.

El silencio que acompañó fue oscilante, tenso... la luz tenue del monitor cardíaco pulsaba como una luciérnaga atrapada en la penumbra.

El pomo giró. Muy lento. Como si alguien temiera romper el momento.

La puerta se abrió apenas.

El cabello rubio en dos coletas caía enmarcando su rostro como el de una muñeca antigua. Su falda corta, sus medias hasta los muslos, su bufanda deshilachada colgando del cuello como si viniera de otra guerra. Y en su rostro... una sonrisa. Una que no era de felicidad, sino de posesión.

—Jejeje... tan calladito...

Cerró la puerta tras de sí.

Se acercó con pasos suaves, flotando como una sombra enamorada. Su respiración se aceleraba con cada metro que acortaba entre ella y la cama. Cuando estuvo al lado de él, se agachó. Lo observó.

Y lo devoró con los ojos.

—Te ves aún mejor así... roto. Frágil. Dormidito para mí...

Su voz era casi un gemido.

—Estuve viéndote en los videos... y no podía más. La forma en que te paraste... cuando gritaste tu nombre mientras el Nomu te miraba con miedo... ¡con miedo! Jejeje... te amo. ¡Te amo tanto que me duele!

Pasó la lengua por sus labios.

Extendió una mano y la apoyó en su pecho descubierto.

—Tu piel está caliente... aún vives —suspiró, llevando su otra mano a la mejilla—. Estás aquí... para mí.

Sus dedos recorrieron lentamente los vendajes, deslizándose por cada cicatriz como si fueran caminos secretos que sólo ella podía recorrer. Bajó un poco la sábana. Observó su abdomen vendado, su clavícula... su cuello.

—Huele a ti...

Inhaló. Fuerte. Lento.

—A sangre. A miedo. A rabia. A batalla. Me dan ganas de romperte. Y también de abrazarte. Me haces sentir cosas que nadie más puede...

Sus labios descendieron. Lentamente.

Abrió la boca y lamió su pecho, justo por encima del corazón.

—Ahhhh... sí... así sabe... así sabe...

Una fina línea de saliva quedó sobre su piel. Su lengua vibró al contacto. Sus colmillos picaban, urgentes, hambrientos.

—Solo... una mordida. Solo una probadita. Y serás mío para siempre.

Se inclinó sobre él. Los labios se separaron. Los colmillos brillaron bajo la luz blanca del hospital.

Y entonces... la puerta volvió a abrirse.

—Oh, qué sorpresa... —dijo Inko, con la taza de café en una mano—. No sabía que Hades tenía... una amiga tan guapa.

La chica se congeló.

Los dedos de su mano derecha ya rozaban el mango del cuchillo oculto bajo su falda. Pero la voz cálida de Inko, su sonrisa sincera, la descolocó por completo.

—Eh... jeje... sí. Amiga. Soy una amiga especial.

—Qué bien. Se nota que le importas —dijo Inko, acercándose lentamente, mientras que de reojo, miraba cómo sostenía algo—. Puedes quedarte el tiempo que quieras. No sabemos cuándo despertará, pero... reacciona bien. No está del todo perdido.

La chica sonrió, una sonrisa falsa. Cálida. Peligrosa.

—Sí... ya lo vi...

Ambas se quedaron ahí.

Una, con amor que curaba.

La otra, con amor que devoraba.

—No lo desperté, ¿verdad? —preguntó, queriendo justificar su presencia.

—Oh, no te preocupes. Él duerme profundo. Y tú no pareces una amenaza —Inko sonrió, posando una mano sobre el hombro de ella.

Toga la miró con ojos llenos de caos. El cuchillo todavía en la mano, escondido detrás suya.

—Me llamo Inko. Soy su... enfermera asignada. Bueno, en realidad me ofrecí voluntaria. Este chico parecía que no quería que lo atendiera cualquiera.

La chica parpadeó. Confundida, después de todo, nadie le hablaba así.

—Yo soy... Toga. Himiko Toga.

Inko se sentó al borde de la cama, junto a ella, sin miedo. Hades seguía inmóvil, como si supiera que su destino colgaba de un hilo.

—Himiko... bonito nombre. ¿Te importa si te pregunto algo raro?

Toga asintió, aún tensa como un animal salvaje, su cuchillo moviéndose, su filo brillando contra las luces.

—¿Quieres intentar tocarlo?

—Eh... ¿Tocarlo?

—Sí —Inko sonrió—. A veces... responde. Pero curiosamente solo lo hace conmigo —continuó, mirando como un leve brillo parecía titalar atrás de Toga—. Al parecer, su cuerpo todavía busca algo. Un vínculo. Algo emocional. Nadie más ha logrado un estímulo cerebral... pero contigo... —la miró de reojo—, tengo una corazonada.

Toga tragó saliva. Su garganta estaba seca. Y con lentitud extendió la mano, temblorosa por la impaciencia y el nerviosismo.

—¿Dónde?

—Aquí —le tomó la muñeca con suavidad, y la guió hasta el lóbulo de su oreja.

Toga respiró hondo, sus dedos temblaban, el cuchillo dudaba de si mismo cuando rozó la piel suave. Y entonces...

BIP.

Los dos dedos de Hades se movieron ligeramente.

Toga se quedó inmóvil. Su corazón martillaba en su pecho.

—¿Ves? —Inko sonrió—. Le gustas.

Toga bajó la mano, apretándola contra su pecho. El cuchillo ya no estaba en su agarre. Ahora era solo una chica nerviosa con los ojos vidriosos.

—¿Tienes hambre o sed? —preguntó Inko con dulzura, mirando con ligero miedo como el cuchillo se deslizaba por el suelo.

—No... sí... no lo sé.

—¿Qué pasa?

Toga miró hacia el suelo. Por un instante, dejó de ser una depredadora y se convirtió en una niña rota.

—Mi don me obliga a... beber sangre. Lo necesito. Y Hades me... me daba un poco. Antes de que me fuera. Hace meses.

Inko parpadeó.

—¿Sangre? ¿Y eso es todo?

—¿Eso es todo? —Toga la miró incrédula.

—Querida, eso no tiene nada de malo. Todos tenemos necesidades. Si él te ayudaba, debió confiar en ti —aclaró, perdiendo el miedo—. ¿Tienes hambre ahora?

Toga tragó saliva.

—Sí... un poco.

—Entonces puedes tomar de mí —declaró, levantando su brazo—. Si solo es un poco, no me hará daño.

Toga la miró, incrédula, el hambre y la sed distorsionó la forma de la mujer como si viera un ángel. Sus pupilas se dilataron. Las lágrimas comenzaron a brotar sin permiso.

—¿Estás... segura?

—Lo estoy.

Toga acercó su rostro al brazo extendido. Temblorosa.

Lo primero que sintió fue el suave olor a lavanda. A limpieza. A una madre de verdad.

El pitido del monitor volvió a estabilizarse, lento y rítmico como un corazón que aún sueña.

Toga seguía inmóvil. Su cuerpo estaba quieto, a unos cuantos pasos de la mujer. Aún sentía el eco de su lengua en los labios, la necesidad de morder, de poseer. El cuchillo seguía en el suelo junto a su pie, frío y traicionero.

Pero algo en la presencia de esa mujer le impedía volver a tomarlo.

La calidez de Inko era antinatural. Irritante. Peligrosamente reconfortante.

—Te quedaste muy quieta —murmuró Inko aún con el brazo extendido, pero con la mirada fija en un rincón que brillaba por el lente de una cámara—. ¿Tienes miedo?

Toga tragó saliva.

—No... No de ti.

—¿De él, entonces?

—Yo... de lo que quiero de él...

La sinceridad fue como una grieta en el hielo. Inko giró su rostro apenas, ojos suaves, una sonrisa tenue.

—¿Y qué es lo que quieres de él?

Toga bajó la mirada. Sus labios se apretaron como si contuvieran un grito.

—Quiero su sangre. Quiero su cuerpo... Quiero que me mire solo a mí. Que me necesite. Que me pertenezca —murmuró como una oración torcida—. Quiero ser su herida favorita...

Inko la escuchó en silencio. Ninguna expresión de horror cruzó su rostro.

—Eso suena... solitario.

—No importa. Estoy acostumbrada.

—¿Estás segura?

Toga apretó los puños.

—Sí. Yo no necesito compasión. Solo necesito que me dejen quedarme cerca.

—¿Incluso si eso significa verte como un monstruo?

La pregunta cayó como una piedra en el estanque. Toga no respondió. Pero su mirada se quebró.

Inko se inclinó, con los brazos apoyados en las rodillas. Hablaba como si compartiera un secreto.

—Cuando mi hija Akemi era pequeña, le gustaba vestir de chico y proteger a los que eran intimidados a costa de romperse. Cada vez la golpeaban más. Cada vez que se levantaba, sangrando, me decía que no podía detenerse. Que era lo correcto. Que alguien debía hacerlo... —apretó las manos en sus rodillas—. Yo... solo podía abrazarla y llorar.

Toga la miró, confundida.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Tal vez... también tú te rompes por dentro, creyendo que así vas a ser amada.

Toga parpadeó. Sus labios temblaron, pero no por deseo esta vez.

—Yo no lloro.

—Yo sí —respondió Inko con ternura—. ¿Quieres intentarlo alguna vez? No lastimar. Solo llorar. Solo... dejar de fingir que no duele.

Toga se giró, de espaldas a ella. Se agachó y ocultó su rostro entre las rodillas. Pero en ningún momento posó su vista en el cuchillo.

—Si lloro... me voy a romper. De verdad. No como cuando me golpean. No como cuando me cortan.

—¿Y qué si lo haces? —susurró—. Aquí nadie te va a matar por eso.

Hubo un silencio largo. Muy largo. El reloj marcaba los segundos como cuchillas húmedas.

Toga levantó apenas la cabeza. Su voz era un susurro reseco:

—Una vez... me encerraron en una jaula. Me pusieron collares de descargas. Me inyectaron calmantes que me hacían babear. Todo por sonreír con los labios manchados.

Inko no dijo nada. Se limitó a poner su mano sobre la pierna de ella, cálida, firme.

—Y luego escapé. Caminé sin rumbo... bebiendo de enfermeras amables. Y cuando vi a Hades por primera vez. Peleando contra un monstruo. Estaba sangrando —levantó la cabeza—. Y aún así, no retrocedía. Me pareció... hermoso. Como una bestia que no supo cuándo morir.

—Y te enamoraste.

Toga sonrió. Dolorosamente, con un sonrojo que no pudo nacer.

—Sí. De su rabia. De su dolor. De su olor. Yo... yo no quiero cambiarlo. Quiero que me muerda, que me odie, que me necesite.

—Y si él se cura —preguntó, pausada—, ¿te vas a quedar?

Toga se tensó.

—¿Y si yo no quiero que se cure? ¿Y si me gusta así?

—Entonces... solo eres una niña asustada de quedarse sola.

Toga la empujó. No con fuerza. Como un empujón torpe en medio de un charco de emociones.

—Cállate... tú no sabes nada de mí.

—Sé que sigues aquí —respondió Inko, recordando a los cientos de niños que tuvo que ver recaer en la villanía—. Y que todavía no me has matado.

El cuchillo seguía a los de Toga. Pero parecía más lejos que nunca.

—Me recuerdas a alguien —murmuró Toga—. A alguien que me abrazó una vez antes de traicionarme.

—Entonces déjame ser distinta. Solo esta noche.

Toga tembló ante sus palabras, como si quisiera evitar el mismo dolor.

—No quiero dormir sola esta noche.

—Entonces quédate. Solo si prometes no morderme mientras duermo.

—...No prometo nada —susurró.

La quietud había ganado terreno. Solo el zumbido lejano del ventilador del techo acompañaba el lento pitido del monitor cardiaco. Himiko se había recostado al borde de la cama, las piernas dobladas como una niña, los ojos en la figura de Hades, expuesta por debajo de la sábana a medio correr.

Inko se sentó a su lado, ya sin tensión. Solo una mujer cansada, con el corazón tibio.

—¿Quieres agua? —preguntó con voz suave.

—Quiero que me abracen —respondió con una honestidad desconcertante.

Inko no dijo nada. Extendió el brazo y dejó que la chica apoyara la cabeza sobre su hombro. Himiko dudó al principio... pero luego se acomodó, como si el peso de sus días se deslizara hacia afuera.

—¿Sabes? —murmuró Inko—. Hades suele despertarse muy temprano. Antes de que salga el sol. Dice que el amanecer le recuerda que todavía está vivo.

Himiko parpadeó.

—¿Él dice cosas así...?

—No con palabras bonitas. A veces gruñe. A veces se queja. Pero cuando me ve con la cafetera encendida, va directo a ayudarme. Le gusta pelar papas y hablar con el arroz —sonrió—. Aunque siempre olvida que está usando un cuchillo y no su espada.

—¿Él cocina...? —Toga alzó una ceja.

Inko asintió. Sacó su teléfono con una sonrisa nostálgica.

—Mira esto.

Le mostró la pantalla. Una foto en la cocina de su apartamento. Hades, con un gran delantal blanco que tenía bordes rosados y varias flores bordadas. Sujetaba una cuchara de madera y tenía una expresión de fastidio, mientras sostenía una olla. En su cabeza, un pañuelo de cocina mal puesto como si fuera un sombrero de chef.

—¿Qué... qué le hiciste? —susurró Himiko entre risa y temblor.

—Lo obligué. Le dije que si no ayudaba con el desayuno, no le daría más techo.

Himiko alargó los dedos con lentitud, como si la imagen fuera sagrada.

—¿Puedo...?

Inko asintió y puso el teléfono en sus manos.

—Lo ves... tan perfecto cuando pelea. Pero también es solo un niño grande, torpe, dulce. Aunque él no lo sepa.

Toga acarició la pantalla con la yema del pulgar. Su respiración se volvió más lenta.

—Nunca me dejaron tomarle fotos a nadie. Nunca me dejaron tener teléfono. Ni amigos —tragó saliva, antes de continuar—. Mi madre decía que algo estaba roto en mí... y que si mostraba mi cara, lo rompería todo a mi alrededor.

Inko se quedó quieta. Luego, muy lentamente, comenzó a acariciarle el cabello.

—Está bien... ya no estás allá.

Toga se apretó al teléfono, como si fuera una reliquia.

—Yo mentí... —susurró—. Nunca lo conocí antes. Solo lo vi una vez. En la tele. Cuando peleó contra esa... esa cosa. Ese monstruo. Estaba cubierto de sangre. Y yo...

Hizo una pausa. La siguiente frase salió con el peso de la culpa.

—Me masturbé pensando en él... Me hice daño, Inko-san. Me dolió, pero no podía parar.

Inko cerró los ojos. No en disgusto. Sino para tomar aire. Para no llorar. Para no juzgar.

—Gracias por decírmelo.

Toga tragó saliva.

—¿No... no te asquea?

—No. Me parte el alma.

La mano de Inko seguía acariciando, despacio, paciente.

—Sabes, yo soy madre. Y si alguna vez mi hija hubiera estado tan sola, tan lastimada, tan confundida como tú... hubiera querido que alguien hiciera esto por ella —susurró, sus ojos cristalinos—. Que la abrazaran sin preguntarle por qué duele. Que le dijeran que está bien tener esos deseos... pero que debe aprender a cuidarlos. A no dejar que la devoren.

—Yo no sé cómo cuidarlos.

—Pero quieres aprender. Por eso estás aquí, escuchándome.

Toga escondió el rostro en el cuello de Inko. Su voz era apenas un aliento.

—Quiero morderlo tanto que me arde el estómago.

—Entonces vas a tener que esperar a que despierte. Y preguntarle si quiere ser mordido.

—¿Y si dice que no?

—Entonces lloras. Y no lo muerdes. Y descubres qué más puedes querer de él, además de su sangre.

—Yo... quiero que me mire. Como tú lo miras. Como si no fuera un error.

Inko la abrazó un poco más fuerte.

—Entonces quédate. Quédate esta noche. Y si no puedes dormir, puedes ayudarme con el desayuno cuando amanezca. Hades me enseñó una receta con pan viejo y azúcar quemada.

—¿De verdad?

—Claro. Aunque hace trampa con la crema pastelera. Siempre se la roba antes de que enfríe.

Himiko rió, débil, nasal, con mocos y todo.

—Me gusta tu voz.

—A él también. Dice que cuando hablo así, le recuerda a cuando tenía fiebre y alguien le ponía un trapo viejo y húmedo.

—¿Quién es?

—No lo sé... él dice no recordar, y que le duele la cabeza...

—Quiero... quiero tener fiebre —murmuró Himiko, como un suspiro.

Inko no respondió. Solo la acunó, como si fuera un fragmento de alguien más. Como si Himiko no fuera un error, sino una niña a la que nadie supo cómo amar.

La noche no había cambiado. Afuera, las luces de Musutafu titilaban débiles como luciérnagas muriendo. Pero en esa habitación blanca y silenciosa, tan cargada de dolor dormido, dos almas rotas compartían algo parecido a la paz.

Himiko temblaba, no de frío, sino de una extraña vulnerabilidad. Se había recostado junto a una madre, pegando su cuerpo al suyo sin tocarlo directamente, como si el contacto físico fuera aún un lujo que debía ganarse. La única presencia que sentía era la mano de Inko acariciando con ternura su cabello desordenado, como si llevara años queriendo ese gesto y solo ahora hubiera encontrado a alguien que se lo diera sin interés, sin miedo.

—¿Quieres que te cuente algo?

Toga asintió, sin apartar la mirada de la foto de Hades.

—Él... ha sido un Tsundere desde el día que lo conocí.

—¿De verdad? —dijo, retirando la mirada de la foto, y mirando fijamente a la mujer.

—Siempre... —susurró Inko con una sonrisa apenas perceptible—. Él es gruñón, callado... pero cuando le tocaba el oído, se ponía rojo como un tomate.

Toga soltó una pequeña risa nasal. Sus ojos seguían abiertos, húmedos.

—¿De verdad es tan... Tsundere? —preguntó, la voz cargada de cansancio y asombro infantil.

—Oh, cielo. —Inko rió suave, aún acariciando su cabeza con dedos suaves—. No tienes idea. Siempre gruñendo cuando le sirvo el desayuno, pero se lo come todo. Dice que no le gusta el rosa, pero tengo varias fotos de él con mis delantales rosados mientras prepara el desayuno en la madrugada.

Inko indagó en la galería de su celular con un gesto rápido y se lo pasó a Toga. La imagen mostraba a Hades, despeinado, ojeroso, con una espátula en la mano, vistiendo el delantal que Inko mencionó. El encuadre era ligeramente borroso, como si la risa hubiera temblado la mano al tomarla.

Himiko la observó por varios segundos en silencio. Su corazón se apretó de una forma nueva, no violenta. No deseaba esa imagen para lamerla o corromperla. La deseaba como una escena que no le pertenecía pero que dolía de tan hermosa.

—¿Puedo... guardarla? —preguntó con voz baja.

Inko sonrió y deslizó el teléfono entre sus manos, abriendo la opción de enviar.

—Aquí. Te la paso por AirDrop... ¿tienes celular?

Toga negó con la cabeza. Inko no dudó. Se la mostró otra vez.

—Entonces es tuya. De memoria.

Toga se llevó las manos al rostro por un momento, murmurando entre sus dedos:

—No sabía que podía doler... desear algo bonito.

Inko no dijo nada al principio. Solo siguió peinando su cabello con la yema de sus dedos.

—¿Sabes? —comenzó Himiko, casi en un susurro—. Robaba bolsas de sangre en los hospitales. Era eso o morir de sed. A veces... bebía de gatos. Me enfermaba claro. Pero era eso o... —tragó saliva, no pudo seguir—. El día que vi a Hades... en televisión. Estaba tan cubierto de sangre, tan vivo y tan... muerto al mismo tiempo —levantó una mano, casi queriendo llegar al muchacho—. Algo en mí se rompió. Mi cabeza se apagó. No había probado sangre en semanas y... y me toqué viendo eso. Por... por hambre.

Su voz se hizo más baja al final, como si confesara un crimen a la vez infantil y monstruoso.

Inko no apartó la mano. Solo se inclinó un poco más, pegando su frente a la de ella.

—No está mal sentir, Himiko-chan. Está bien desear. Somos humanos. Pero si de verdad lo quieres... primero, háblale. Conózcanse. Haz que él también te quiera. Aunque será difícil. —río muy bajito—. Es tan testarudo. Una vez le dije "buenas noches" y me dijo "buenas noches tú". Así, todo cruzado de brazos, con la voz más ronca del mundo.

—...Qué idiota —murmuró Himiko, riendo un poco, con los ojos húmedos.

—Mi idiota —respondió Inko—. Pero si lo quieres... tal vez también puede ser tu idiota, ¿no?

Entonces Himiko la abrazó.

No con pasión. No con deseo. Sino con miedo. Con ese instinto animal que solo tienen los niños abandonados cuando alguien los toma en brazos por primera vez.

—Tengo sed... —murmuró, casi avergonzada.

Inko asintió, sin juicio.

—Mi brazo está limpio, ¿sí? Solo un poquito. Hasta que consigamos bolsas. No pasa nada.

Ella acercó su brazo desnudo a los labios de Himiko una vez más, mientras esta la miraba con unos ojos enormes, húmedos, donde se agitaba incredulidad, ternura y una necesidad desesperada de confiar.

Y cuando mordió, lo hizo suavemente, como si no quisiera romper el momento.

Inko no se quejó. Le acariciaba la cabeza como si calmara a una bebé.

—Así está bien. Quédate así. Cuando Hades despierte, te presentaré como se debe.

Toga, con los labios manchados de rojo, la miró de reojo.

—¿De verdad me vas a dejar quedarme?

—Te vas a quedar —aclaró con firmeza suave—. De eso me encargo yo.

Con la otra mano, tomó su teléfono y llamó con un toque breve.

—Doctor Ishikawa... tengo una paciente nueva. Sí, se llama Himiko. No, no se preocupe, no es peligrosa. Yo me haré responsable. Ella se quedará conmigo.

Al otro lado del auricular, una respuesta formal llegó a sus oídos. Inko colgó con una sonrisa.

Toga ya estaba casi dormida. Con el rostro apoyado en el regazo de Inko, los brazos aferrados a su cintura como una niña abandonada que encontró un rincón tibio en un mundo que siempre fue frío.

Inko no lloró. Solo cerró los ojos y suspiró, mientras acariciaba el cabello de la chica y miraba a Hades.

—Despierta pronto, gruñón. Aquí te esperan dos chicas que te quieren... de formas muy diferentes.

Y en la máquina de monitor cardíaco, el sonido de los latidos seguía, constante. Como si el alma de Hades supiera, incluso en su sueño, que no estaba solo.

[Al día siguiente.]

La luz matutina se filtraba a través de los ventanales como un suspiro dorado, suave, pero frío, acariciando las paredes de la sala con la delicadeza de un amanecer tibio tras una larga noche de caos. Himiko abrió los ojos con lentitud, el cuerpo aún rendido por el cansancio de una batalla emocional que no terminaba con el sueño.

La camilla bajo ella aún retenía el calor de su cuerpo, como si se negara a dejarla ir. Parpadeó con pesadez, su respiración pausada, y entonces lo notó... el peso de una presencia, el calor ajeno que no pertenecía a la habitación ni al recuerdo de la noche anterior. Giró el rostro, y lo vio.

Hades dormía a su lado, apenas a unos pasos, recostado sin cuidado, con el torso vendado a medias y su respiración vulnerable expuesta a un mundo que no merecía su fragilidad.

Su rostro, habitualmente cubierto por una máscara de amargura y desdén, ahora se mostraba en calma, con los párpados temblando suavemente por sueños sin nombre. La comisura de sus labios, apenas entreabierta, dejaba escapar una exhalación rítmica que agitaba el aire entre ambos. Una vena marcaba su cuello, azulada y pulsante, tan viva, tan intensa, que Himiko no pudo evitar imaginar el sabor que tendría si la mordía justo ahí.

Su corazón se aceleró de golpe, golpeándole el pecho como si quisiera atravesarle las costillas y escapar de ella misma. La pupila se le dilató. El aliento se le trabó en la garganta.

El cuerpo entero reaccionó sin permiso, temblando desde las caderas hasta los dedos de los pies. Sintió una punzada entre las piernas, un ardor que se transformó en latido, y ese latido la poseyó, le habló, la guió como una voz susurrante que brotaba de lo más oscuro de su interior. Era deseo, sí, pero también necesidad, hambre, abstinencia. Era todo lo que había reprimido en ese lugar durante días. La sed. El ansia. La violencia del amor cuando no puede canalizarse en palabras.

Dio un paso. Luego otro. Se inclinó sobre él, y todo su cuerpo gritó al unísono que lo hiciera suyo. Que lo montara, lo marcara, lo sangrara. Que lo despojara de su nombre para convertirlo en su pertenencia.

Visualizó su boca lamiendo esa vena, sus colmillos perforando la carne, el calor de la sangre salpicándole el rostro. Visualizó el grito de él, su súplica, su rendición. El olor metálico llenándole las fosas. Y por un segundo, ese delirio fue tan real que se le erizó la piel. Era tan fácil. Nadie miraba. Nadie juzgaba. Solo estaban ellos dos y un abismo de instinto que la consumía sin piedad.

Pero justo cuando se inclinó más, con la mano temblorosa sobre la sábana que cubría su abdomen, se detuvo. Algo, un resquicio de conciencia, le gritó desde el fondo de su alma que si lo tocaba, lo arruinaría para siempre.

Que no habría retorno. Que esa mordida no solo sería una marca: sería una maldición. Y ella no quería eso. No con él.

Con un gemido estrangulado, cayó de rodillas al suelo. Se golpeó el muslo con fuerza, con rabia, una, dos, tres veces, hasta sentir el ardor de la piel abriéndose bajo sus dedos.

Pero el deseo no se fue. Seguía allí, como una serpiente enroscada, goteando veneno en su vientre.

Jadeaba. Su cuerpo no obedecía. Las lágrimas se mezclaban con el sudor mientras sus piernas se rozaban con desesperación. Se giró, dándole la espalda a Hades, intentando borrar su imagen de la retina, pero no lo logró. Cerró los ojos con fuerza. Se abrazó. Y sin pensar, su mano descendió.

No fue sensual. No fue dulce. Fue una guerra. Cada roce era un latigazo de culpa, una súplica muda por control.

Frotaba su sexo con brutalidad, intentando sofocar esa llama que la quemaba desde adentro. Su respiración se volvió errática, entrecortada. Sus labios temblaban, y su cuerpo entero se contraía como una cuerda tensa al borde de romperse. Se mordía el brazo para no gemir, para no nombrarlo, para no imaginarlo jadeando su nombre.

Pero lo hacía. Lo hacía sin querer. Lo veía. Lo sentía. Él. Él. Siempre él.

El clímax llegó como un puñal, repentino, devastador, un espasmo que la hizo arquearse y llorar al mismo tiempo. Las piernas le temblaron. El sudor le empapaba la espalda. Cayó al suelo, agotada, vacía, rota. Se cubrió con las manos y se hizo un ovillo, temblando como una niña atrapada en una pesadilla sin final.

Y fue en ese instante que la puerta se abrió.

La silueta de Inko entró en la habitación como si fuera la manifestación de una madre que ha visto demasiadas batallas.

Su rostro mostraba algo extraño: no era juicio, ni sorpresa... su rostro mostraba orgullo.

A su espalda, tres hombres con trajes de policía retrocedían, incómodos, al ver la escena. Pero Inko avanzó sin dudarlo. No con la dureza de un héroe ni con la frialdad de una cuidadora... sino con una dulzura implacable, nacida del dolor compartido de una madre.

Himiko apenas pudo mover los labios. Quiso esconderse. Quiso morir. Pero no pudo. Las piernas aún le temblaban, las manos mojadas por su propia liberación. La vergüenza la ahogaba. Se tapó los ojos. Quiso volverse invisible.

Pero Inko se acercó. Se arrodilló. Le apartó un mechón de cabello pegado por el sudor, y con la voz más humana del mundo le dijo:

—Shh... tranquila. Ya pasó. Estoy aquí. Estás a salvo.

Himiko no podía creerlo. ¿Por qué no la insultaba? ¿Por qué no la despreciaba? ¿Por qué... por qué la abrazaba?

—Yo... iba a hacerlo. Iba a... —la voz se le rompió—... iba a matarlo.

Inko le acarició la espalda con ternura.

—Lo sé.

—No quería... pero... quería...

—Lo sé —repitió, sin rastro de miedo.

—¿Por qué me entiendes? ¿Por qué no me odias?

Y fue entonces que Inko le confesó una verdad que Himiko no esperaba.

—Porque cuando yo era joven, también lo hice. No sangre... pero sí placer. Me toqué muchas noches llorando, como si el mundo fuera una cárcel y ese acto fuera la única rendija de libertad. Lo hice para no romperme, para no explotar. Lo hice para no matar. Y aún hoy... a veces lo necesito.

Himiko la miró con los ojos enrojecidos, la boca temblando.

—¿Entonces... no soy un monstruo?

Inko sonrió, y la abrazó más fuerte.

—No, cielo. Solo eres una niña que está aprendiendo a no lastimar a quien ama.

Detrás de la puerta, el doctor Ishikawa explicaba en voz baja a Tsukauchi lo que había ocurrido. El detective asentía, el rostro serio, aunque algo en sus ojos había cambiado. Aún no había entrado. Aún no había hablado. Porque en esa habitación, en ese instante... lo que ocurría era mucho más importante que cualquier interrogatorio.

....

Inko observó a la muchacha rota, convulsionando en silencio, con las lágrimas manchando su rostro como un río de vergüenza.

Himiko temblaba al borde del abismo, los dedos crispados, los labios aún húmedos de una rabia que no terminaba de ceder. Pero no se movía, no gritaba. Era apenas un susurro atrapado entre dos latidos.

Entonces, sin palabras, Inko extendió una mano, y con el temblor firme de su telequinesis, y lA sqccca alzó con cuidado.

Himiko flotó como si fuera solo un cuerpo frágil, roto por dentro, y la depositó sobre la camilla vacía frente a la de Ha,,cc ca,ccdes. Apenas tocó la superficie acolchonada, la niña se estremeció. Pero Inko no dudó. Caminó hasta ella y se sentó a su lado. La envolvió entre sus brazos, como si no importara la sangre seca, el impulso homicida, o el aura de locura que aún flotaba a su alrededor.

—No eres un monstruo —dijo, con la voz quebrada por una ternura demasiado grande para caber en ese cuarto—. Sólo eres una niña... una niña que necesita ayuda.

Himiko gimió, una carcajada hueca le subió por el pecho como un vómito de angustia.

—Quise hacerlo mío... ¿sabes? —susurró con la frente clavada en el hombro de Inko—. Montarlo mientras lo veía sangrar... mientras se moría bajo mí... Quise... quise poseerlo. Toda su alma. Toda su vida... como si eso llenara el vacío.

El abrazo se hizo más fuerte. Inko no la soltó. La sostuvo como si no tuviera miedo, como si abrazara a su propia hija después de una pesadilla.

—Pero no lo hiciste —murmuró con una dulzura que partía el alma—. Te contuviste. Y eso... eso me hace estar muy, muy orgullosa de ti.

Himiko se quebró por completo. El cuerpo entero se le estremeció con sollozos roncos, y por un instante, el dolor no fue una amenaza, sino una confesión muda. Su frente se apretó contra el pecho de Inko como buscando un útero nuevo donde nacer.

Fue entonces cuando la puerta se abrió con un chirrido contenido. Un hombre de rostro exhausto, ojos hundidos pero voz firme, entró al cuarto con un cuaderno en mano.

—Soy Naomasa Tsukauchi, detective del Departamento de Control de Individuos con Quirks Especiales —anunció con serenidad. Su tono era directo, pero su expresión se suavizó al ver la escena frente a él—. Vengo a hacer unas preguntas, señorita Toga.

Ella alzó la mirada apenas. Doblada sobre sí misma, sus ojos parecían los de un animal herido.

—Sobre tus padres —dijo él con cautela—. ¿Qué ocurrió con ellos?

Himiko tragó saliva. Las palabras no salían. Pero Inko le acarició la cabeza suavemente, como un empujón emocional que abrió la compuerta.

—Me llamaban monstruo... —murmuró—. Nunca me dejaron alimentarme de sangre. Me... me decían que si era fuerte, eso se iría. Pero no se fue. Solo dolía más. Me escondía. Y un día... me encerraron, me... me inyectaban cosas y... me echaron. Hace... hace u unos cuatro meses.

El detective anotó en silencio, sin interrumpirla.

—¿Cuál es tu Quirk? —preguntó entonces, con tono neutro.

—Transformación —respondió—. Si bebo sangre de alguien o de un animal, me convierto en eso.

Tsukauchi apuntó con pulcritud, luego levantó la vista.

—¿Y cómo calmabas el impulso, antes?

—Robaba bolsas de sangre... de clínicas, hospitales. A veces... algunas enfermeras me daban algo, cuando me veían mal.

—¿Has matado o herido a alguien?

Ella negó de inmediato, con el rostro ensombrecido por una verdad que dolía.

—No... nunca... solo he querido... pero no lo hice... —Su voz dudó, mirando de reojo a Hades—. Pero cuándo lo ví... no sabía si quería hacerlo o no...

El esbozo de una sonrisa apareció en el rostro del detective. Su voz bajó una octava, volviéndose casi cálida.

—Cuando conociste a Hades, ¿cuánto tiempo llevabas sin sangre?

Himiko cerró los ojos, como haciendo cálculos con el corazón.

—Dos... tres semanas...

Tsukauchi asintió lentamente, los datos formando una red en su mente.

—Entonces entraste en frenesí —afirmó, recordando las palabras del doctor—. La abstinencia provoca una especie de epilepsia emocional. Tu Quirk al parecer no es solo físico, también afecta tu estabilidad mental —un suspiro se escapó de sus labios—. Necesitas sangre para mantener la cordura.

Ella bajó la cabeza, mordiéndose los labios hasta que sangraron.

—No quiero ser así... No quiero...

—Pero no mentiste, nunca lo hiciste —dijo él con firmeza—. Y eso importa, porque demostraste que eres una víctima del sistema de mierda.

Se giró hacia Inko, que seguía acariciando el cabello rubio de la muchacha, con una ternura que ya era maternal.

—¿Está usted dispuesta a hacerse cargo de ella? Legalmente. Es una carga... considerable.

Inko no dudó. Su voz fue clara como un rayo.

—No me importa hacer más grande mi nido si eso significa salvar a esta pequeña.

La niña no resistió más. Se abrazó con fuerza al cuerpo de Inko, mientras las lágrimas corrían sin vergüenza. Su figura rota empezaba a recomponerse en el calor del afecto real.

Tsukauchi se volvió hacia Hades, aún inconsciente. Su mirada se endureció por un momento, como si reconociera el valor del chico sin necesidad de palabras. Levantó el sombrero en señal de respeto, lo sostuvo unos segundos... y luego salió sin mirar atrás.

Porque si lo hacía... se revelaría el ceño profundamente fruncido.

Al salir, sacó su teléfono y marcó un número de tantos que tenía. El timbre sonó una única vez antes de ser contestado.

—Tengo un caso, algo especial... —comenzó, releyendo las notas—. Necesito tu ayuda, Toshi.

Mientras tanto, en la habitación, quedaron solo ellas, la niña rota y la madre que decidió amarla.

—Vamos a casa —susurró Inko, con la voz dulce como un eco maternal que acariciaba la herida aún abierta—. Tengo que presentarte a mi hija.

Himiko no respondió de inmediato. Su rostro seguía escondido en la blusa de Inko, empapada ya por lágrimas tibias. Asintió muy levemente, apenas un movimiento tembloroso de su cabeza rubia.

—¿Qué le pasará a Hades...? —preguntó con una voz ahogada, más aire que sonido.

Inko soltó una risa suave, cálida, cargada de ternura.

—No te preocupes —dijo, y en su voz se filtraba una certeza que no buscaba convencer, sino abrazar—. Tiene a todo el hospital cuidándolo. Está en buenas manos.

La chica suspiró. Fue como si le sacaran un peso de encima, aunque sus muslos temblaban aún al intentar levantarse. Las emociones eran agujas, y su cuerpo, una tela delgada.

Inko sonrió con dulzura, y sin esperar más, la hizo levitar con su telequinesis. El cuerpo de Himiko flotó lentamente, en posición fetal, acurrucada como un pequeño koala de cabello fluorescente, envuelta en esa fuerza invisible que no juzgaba, que no castigaba. Salieron de la habitación sin prisa.

Pero justo al cerrar la puerta... el equipo encargado de monitorear la actividad cerebral de Hades emitió varios pitidos erráticos.

Los gráficos en la pantalla comenzaron a encresparse, saltando como tormentas eléctricas en miniatura.

Dentro de su inconsciencia, algo palpitaba. Y su puño... su mano se apretó con fuerza.

....

Inko se detuvo a despedirse de Tsukauchi, que observaba con su libreta aún abierta. A su lado, el doctor Ishikawa, de rostro pálido y pulso agitado, intercambió miradas con ella.

—Voy a llevármela. Quiero que la vea alguien.

—¿Psicóloga? —preguntó Ishikawa, con una ligera sonrisa cansada.

—Mi hija —respondió, sin perder la calma—. Ya tenemos muchas manos frías en esta sociedad. Lo que le falta son brazos calientes.

Ambos hombres asintieron en silencio, conscientes de la fuerza invisible con la que hablaba esa mujer.

—Buen viaje, señora Midoriya —agregó Tsukauchi, mientras firmaba la salida.

Inko solo inclinó la cabeza con respeto y se dirigió al ascensor. Toga flotaba a su lado, envuelta en la telequinesis como si fuera una marioneta delicada.

El trayecto en auto fue mudo. No por incomodidad, sino por la especie de calma extraña que cae después de una gran tormenta. Himiko no hablaba, pero de vez en cuando sus ojos se posaban en el reflejo del vidrio, en los árboles que pasaban, en el cielo gris que parecía tan ajeno al caos.

[Departamento Midoriya]

Akemi repasaba por quinta vez el cuaderno que estaba llena de marcas, tachaduras, anotaciones con diferentes colores. Toda una guerra pintada con tinta y método.

El incidente de la USJ ya no era un problema. No había víctimas importantes, y el Nomu fue eliminado antes de lo previsto. La intervención de All Might, junto al sacrificio de recursos, había salvado la línea del tiempo de una bifurcación catastrófica.

Akemi suspiró, relajada.

—El Festival Deportivo... dos semanas —murmuró—. Ese sí está bajo control. No hay variables externas.

Sus ojos bajaron a la sección más importante del cuaderno. "Lista de personas a salvar".

Encabezaban los nombres con tinta negra firme:

Hatsume Mei.

Yaoyorozu Momo.

Toshinori Yagi (All Might).

Eri.

Y más abajo... en tinta más débil, desalineada, un nombre se encontraba separado del resto, subrayado en rojo con signos de interrogación:

—Himiko Toga...

Akemi cerró los ojos. El gesto que hizo fue de desagrado, pero también de impotencia.

—No tengo forma de encontrarla antes de que se corrompa... no tengo sus rutas... ni un patrón.

Volvió a mirar el nombre, con los labios apretados.

—Es mejor tacharla y ponerla en la siguiente lista. Ella no va a llegar a esta puerta como arte de magia...

El bolígrafo estaba cargado de decisión. Sostenido con la punta hacia abajo, temblaba con un ritmo leve pero constante sobre el papel, justo sobre el nombre "Himiko Toga", subrayado una y otra vez con desesperación oculta, adornado de interrogantes como si al multiplicarlos apareciera una respuesta.

Akemi lo sostuvo un segundo más, analizando con frialdad contenida.

Toga no era salvable.

No por falta de voluntad, sino porque era una anomalía sin patrón, una serpiente sin piel estable, un error que el tiempo se había negado a organizar.

Cada intento por predecirla, localizarla, integrarla, había sido inútil. Ni los recuerdos del futuro ni los algoritmos de Nezu ni las bases de datos fragmentadas que había extraído durante la noche le habían servido. Toga era humo... era fuego envuelto en una sonrisa manchada de sangre.

Suspiró, hastiada. No por rendición, sino por cálculo.

Al final, se decidió por tachar su nombre.

Y justo entonces, el timbre sonó.

Un cling breve, seco, que reverberó en el pasillo como un disparo contenido. Akemi parpadeó una vez. Luego otra. El bolígrafo resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo sin ruido, como si el mundo hubiera entrado en pausa

—¿Mamá...?

El timbre aún resonaba en el eco lejano del pasillo cuando Akemi abrió la puerta de su cuarto.

No corrió. No gritó. No reaccionó con impulso. Su cuerpo funcionaba con la frialdad metódica de alguien que ya lo ha visto todo... hasta que algo imposible se cuela por las grietas de esa convicción.

El aire estaba denso, saturado de un silencio forzado.

El pasillo parecía más largo de lo normal, como si las paredes se hubieran desplazado durante la noche. Cada paso que daba era una oración no dicha. Cada sombra era una advertencia.

Dobló la esquina con la rigidez de una muñeca mal ensamblada, y sus ojos chocaron con una imagen que no estaba en sus mapas. No en sus cálculos. No en su cuaderno.

Inko estaba de pie, de espaldas a la puerta, cerrando con cuidado. Su postura, aunque serena, ocultaba un nerviosismo muy sutil, casi imperceptible: el pulgar frotando el borde de la llave, el pequeño cambio en su respiración. Pero lo que robaba toda atención era la figura junto a ella, pegada como una enredadera descompuesta, con los dedos crispados en el borde de la blusa de Inko, la cabeza enterrada, el cabello rubio sucio y sin forma, como un lienzo arruinado por la lluvia.

Akemi no entendió.

Su cerebro se negó a procesar.

Sus ojos se ampliaron. Su espalda se tensó.

Y por primera vez en meses, sintió miedo.

No del otro. Sino de perder el control.

—¿Mamá...? —preguntó. Su voz se quebró sin romperse del todo. Como un cristal agrietado.

Inko volteó al oírla, y su rostro se suavizó en una sonrisa leve, cuidadosamente construida. Pero esa sonrisa no bastó para enmascarar el ligero cambio en su mirada al ver a su hija. La conocía demasiado bien. Sabía leerla sin palabras.

—¿Estás bien? —preguntó con esa ternura que parecía envolver incluso a las tragedias.

Akemi no respondió. Estaba mirando a la figura que se aferraba a su madre. A la sombra convertida en carne. A Toga.

No era una ilusión. No era una villana con cuchillos en las mangas.

Era una muchacha rota, con los labios partidos, las mejillas manchadas y los ojos... vacíos. Pero no del tipo psicópata. Vacíos de esperanza. Como si lo poco que la sostenía se hubiera desmoronado y, contra toda lógica, hubiera llegado hasta ella.

Toga se removió levemente. Soltó el borde de la blusa de Inko y, por primera vez, levantó un poco la cabeza. Sus ojos encontraron los de Akemi, y su expresión no era de amenaza, ni de malicia. Era de confusión. De necesidad. Como un perro que no sabe si está por ser alimentado o golpeado.

Akemi dio un paso atrás.

Inko la notó. Sus labios se curvaron un poco más, esta vez con una pizca de ironía dulce.

—¿Sorprendida? —preguntó suavemente. Luego alzó una ceja con sutileza maternal—. No pongas esa cara, Akemi-chan. Si tú pudiste traer a Hades desde las sombras... ¿por qué crees que yo no podría traer a alguien también?

Akemi tragó saliva.

Ese comentario fue un golpe disfrazado de caricia. Porque tenía razón. Porque lo que ella había hecho con Hades no había sido diferente: tomar a un alma herida y colocarla dentro del tablero. Convertirla en pieza, aunque doliera. Aunque sangrara.

Toga alzó un poco más la cabeza. Sus labios se entreabrieron. Su voz era suave, como si temiera ser rechazada por el aire mismo.

—¿Aquí vive... Hades?

Akemi sintió que el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. ¿Por qué ese nombre sonaba tan distinto en su boca?

Inko se giró lentamente hacia el salón y señaló con un dedo extendido, la palma relajada, casi maternal.

—Él duerme ahí —dijo, apuntando al viejo sofá de la sala, cubierto por una manta que apenas podía con el peso de los días. El lugar donde Hades se rendía a su agotamiento cada noche—. Pero tú puedes dormir en el cuarto de Akemi... o en el mío, si quieres.

Toga no dijo nada. Bajó la cabeza de nuevo, pero sus pasos fueron lentos, obedientes, casi reverentes. Como si aquel sofá no fuera un mueble, sino un altar.

Pasó junto a Akemi sin tocarla, sin mirarla. Y Akemi no se movió. Seguía pegada al marco del pasillo como si lo necesitara para no caer.

El mundo ya no obedecía las reglas. La estadística se había roto. La anomalía había llegado sola.

Himiko se dejó caer sobre el sofá con la torpeza de una niña que no sabía si estaba soñando. Aún apretaba la manta entre los dedos, nerviosa, como si esperara que todo desapareciera en un parpadeo. Pero no lo hizo. El calor del hogar la envolvía, la luz tenue del salón no tenía filo, y por primera vez en mucho tiempo, no olía a sangre ni a desinfectante. Solo a té y suavizante.

Inko, que había permanecido en la cocina unos segundos, se le acercó con una sonrisa amable y la observó de arriba abajo.

Su expresión cambió levemente al notar el leve temblor en los muslos de la chica, la forma en que sus piernas aún no dejaban de tensarse por reflejo. Con la suavidad de una madre acostumbrada a leer los cuerpos antes que las palabras, se inclinó hacia ella y, con una sonrisa contenida, le susurró al oído:

—Después de todo, hace poco tuviste... una pequeña inundación ahí abajo, ¿no?

Himiko se levantó de golpe, como si el sofá hubiera estado al rojo vivo. El rubor le explotó en las mejillas con violencia, e Inko soltó una risa sincera, limpia, que se propagó por la casa como un alivio.

—Tranquila, vamos. El baño está por aquí —añadió mientras le indicaba una puerta apenas a unos metros—. Agua caliente y toallas limpias. Lo necesitas.

Himiko no respondió, pero caminó con rapidez hacia el baño. Su paso era nervioso, y su rubor no desaparecía, como una flor que se negaba a cerrarse en la noche.

Akemi la miró alejarse... y ese rubor, esa expresión contenida en su rostro...

Lo había visto antes.

En el bosque.

La primera vez que le sacó sangre. Tenía el mismo sonrojo. La misma expresión de euforia contenida.

Pero ahora, ya no había locura. Ya no había esa chispa demencial en sus ojos. Era humano. Frágil. Real.

Akemi cerró los ojos por un segundo, y al abrirlos, Inko ya estaba a su lado, observando la misma escena.

—Se quedará con nosotras, a partir de ahora —dijo en voz baja, casi como una decisión inapelable—. Ha pasado por mucho.

Akemi no respondió con palabras, solo se giró y abrazó a su madre con fuerza. Sus brazos temblaban, pero su rostro estaba tranquilo. Había ganado. Sin un plan. Sin estrategia. Sin sangre.

Había salvado una vida. Una víctima más arrancada de las garras del futuro que ella conocía.

—Puede dormir conmigo —susurró.

Inko la miró, arqueando una ceja con ternura.

—Tendrás que hablar con ella sobre sus necesidades especiales... —advirtió, con un tono levemente juguetón.

Akemi asintió.

Pero lo cierto era que ya lo sabía. Las entendía mejor que nadie. Y estaba dispuesta a darle todo lo que necesitara, incluso si implicaba cargar con sus impulsos, con sus heridas. Estaba dispuesta.

Porque ahora era su responsabilidad.

....

Pasaron un par de horas. Himiko salió del baño con el cabello húmedo y una tímida sonrisa. Akemi le entregó un conjunto de ropa holgada, de sus años de ambigüedad, camisetas grandes y pantalones que ya no usaba.

A Himiko le quedaron un poco grandes... pero se acurrucó dentro de ellas como si fueran una armadura de algodón.

El almuerzo fue sencillo: arroz, curry suave, sopa caliente.

Inko no era una gran cocinera, pero lo que hacía, lo hacía con alma. Himiko apenas probó el primer bocado cuando sus ojos se abrieron con sorpresa.

—Está... delicioso —murmuró, antes de llevarse la mano a la boca como si hubiera dicho algo inapropiado.

—Gracias, querida —respondió con una sonrisa maternal—. Hay más si te gusta.

La chica asintió varias veces, emocionada, mientras seguía comiendo con una rapidez torpe, casi como si temiera que alguien le fuera a quitar el plato.

Akemi, mientras tanto, fingía interés en la conversación, en los gestos. Pero su mirada vagaba por la nada. Aún pensaba en la lista. En el futuro. Y aunque había hecho un buen trabajo, Himiko seguía siendo un signo de interrogación para su lógica.

No para su madre. No para su hogar.

—Hades está reaccionando bien —comenzó Inko, mientras servía un poco más de sopa en los platos—. Quizás pronto despierte.

Akemi asintió, con gesto comedido, casi neutro. Por dentro, no sentía nada.

O quizás no quería sentir. Había tantas emociones no resueltas allí que solo el vacío le resultaba cómodo. Himiko lo notó. Le echó una mirada fugaz, con una pequeña punzada en el pecho...

Pero no dijo nada.

—Gracias por la comida... —dijo al final, con una gran sonrisa.

Y cuando sonrió, mostró sus colmillos, tan naturales como si hubieran nacido para eso.

Tan honestos. Tan... humanos.

....

La noche envolvía el hospital como un sudario. Las luces del pasillo eran apenas luciérnagas artificiales que parpadeaban entre el eco hueco de pasos lejanos y murmullos de puertas automáticas.

Dentro de la habitación 316, el aire era frío, no por el termostato, sino por la sensación misma de que algo —alguien— había estado demasiado tiempo detenido entre la vida y la muerte.

El monitor seguía marcando una línea constante, regular, como un corazón que se niega a dejar de existir, pero también se niega a regresar del todo. El cuerpo sobre la cama era un amasijo de vendas, gasas, y fragilidad ocultando una resistencia antinatural. Las cicatrices se habían vuelto parte de su anatomía como si los bisturís hubiesen esculpido en él un nuevo ser, uno con el pecho surcado de canales irregulares, con huesos que alguna vez crecieron fuera de lugar y atravesaron músculo y carne hasta que fueron arrancados a mano por expertos.

Aunque estaba quieto, su piel tenía el color de lo usado, lo castigado, lo que no debería seguir funcionando pero aún se aferra.

Las máquinas no emitían ningún sonido fuera de lo normal, pero entonces, lentamente, comenzó a elevarse un leve tono. No era un error, ni una alarma. Era progresivo, casi tímido. El gráfico de actividad cerebral empezó a mostrar fluctuaciones, pequeñas ondas que reemplazaban la línea casi plana de los últimos días.

Dentro del cráneo, donde se acumulaban recuerdos y delirios, algo se removía. Una voz. No una palabra, sino un eco. Un arrastre de emociones comprimidas. Imágenes enterradas en una mente que no descansaba, que no soñaba, pero tampoco olvidaba: el calor de la sangre ajena en su rostro, mirando como una flor se marchitaba por él. La mirada rota, llena de desprecio y decepción de Akemi el día del ataque en la USJ. La presión de la carne desgarrada cuando regeneró más allá de lo debido, el grito de un niño muriendo en un parque que aún lo perseguía... y ella, la flor que se quemó para salvarlo, desvaneciéndose entre llamas que no olían a fuego, sino a pérdida.

Una contracción sutil recorrió su ceja derecha, apenas una tensión. Luego los párpados temblaron, no con el deseo de abrirse, sino con la resistencia del que no quiere ver el mundo nuevamente. No eran solo ojos: eran puertas cerradas a golpes, que contenían una tormenta.

A medida que las ondas mentales aumentaban, el cuerpo entero pareció estremecerse desde dentro, como si los nervios estuvieran volviendo a recordar lo que era habitar un cuerpo. El pecho subió y bajó con una lentitud diferente, con peso. Como si cada respiración ahora fuera consciente, como si ya no obedeciera al instinto, sino a una voluntad que regresaba desde algún abismo.

Entonces, la mano derecha se movió.

Primero un espasmo casi imperceptible en el dedo índice, seguido por un ligero crujido en los nudillos. La piel, tensada por los vendajes, protestó al estirarse, pero la mano no se detuvo. Como si recordara para qué había sido creada, como si supiera que en el mundo real, el dolor sigue, y por eso no puede permitirse seguir dormida. La palma se cerró lentamente. No fue una contracción involuntaria. Fue un gesto deliberado, lleno de intención. Una declaración muda de existencia.

Y cuando los sensores marcaron una subida más pronunciada, un pequeño pitido agudo resonó, prolongado, distinto de los anteriores. No un error. No una emergencia. Sino una señal de que algo había vuelto. Algo que no pertenecía del todo a este mundo, pero que se negaba a abandonarlo. No hubo testigos. No hubo luz heroica. Solo una sombra respirando.

En la oscuridad del cuarto, la máquina seguía marcando el pulso. Pero ahora, cada pitido sonaba como un tambor de guerra.

CONTINUARÁ.

 

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