[Hospital general de Musutafu.]
[Punto de vista: Tercera Persona.]
El silencio era espeso, casi tangible.
Se arrastraba por la habitación como una serpiente, pegándose a las paredes, al techo, al pecho de ambos adolescentes que se miraban como si el resto del mundo se hubiera esfumado.
Hades y Himiko estaban allí, en el ojo del vacío, enfrentados en la quietud de la sala clínica. El zumbido monótono de las máquinas intravenosas era el único sonido real, junto al leve crujir de la bolsa de nutrientes que Inko manipulaba con destreza. Su presencia, aunque física, se sentía distante, como si supiera que aquel momento no le pertenecía.
El joven de cabello oscuro, aún postrado, no podía apartar la vista de la chica frente a él. Era una sensación extraña, como si algo en su pecho —quizá Haruto, quizá él mismo— le obligara a mirarla. A recordarla. A memorizarla.
Y es que Himiko no parecía parte de ese mundo. Su cabello rubio, atado en un moño, brillaba bajo la tenue luz blanca, como si se resistiera a apagarse. Su piel era pálida, casi translúcida, y sus ojos... esos ojos dorados que lo taladraban con una intensidad felina... tenían algo que le resultaba familiar y ajeno al mismo tiempo.
Sus pupilas se estrechaban como rendijas, se dilataban como si lo olfatearan, como si intentaran absorberlo con la mirada. Había una extraña sinceridad en esos ojos que lo incomodaba. Porque no estaban juzgando. No estaban esperando. Solo lo veían... tal como era.
Y eso lo desarmaba.
Él frunció el ceño, como un reflejo automático para cubrirse. Para ocultar la vulnerabilidad que nacía desde lo más profundo de su ser.
—¿Qué me ves? —gruñó, con una voz que no era tan dura como pretendía, sino más herida que otra cosa.
Antes de que ella pudiera siquiera parpadear, una mano firme y femenina apareció a su lado y le tiró de la oreja con la precisión de una madre experta.
—Sé amable —dijo Inko, sin siquiera mirarlo, su tono tranquilo pero cargado de autoridad.
Hades apretó los dientes y desvió la mirada con un bufido. No respondió. No se defendió. Solo se tragó la incomodidad como quien se acostumbra a vivir con ella. Pero aún así, sus ojos volvieron a buscar los de Himiko.
Pero ella... había bajado la cabeza.
No con miedo, no con timidez exactamente. Sino como si algo dentro de ella se hubiera encogido. Como si el mínimo rechazo la hubiera empujado a retroceder. Su cabello cayó como un velo sobre su rostro, ocultando esos ojos que hasta hace un segundo lo observaban con una intensidad casi animal.
Y algo en él se tensó.
No le gustaba lo que había hecho, no quería que los escondiera. Quería seguir apreciando las perlas ambarinas que tanto lo habían desarmado.
—Mírame —habló de nuevo, esta vez más suave, pero con una urgencia que ni él mismo comprendía.
Ella no respondió de inmediato. Su voz, cuando surgió, fue un murmullo trémulo.
—Me dijiste... que no te viera...
—Lo sé. —Su voz la interrumpió con una sinceridad brusca, sin adornos, sin máscaras—. Pero me gusta el ámbar que hay en tus ojos, y quiero seguir viéndolos por más tiempo.
Un silencio brutal cayó.
Himiko alzó la cabeza como si la hubieran abofeteado. Su rostro se tornó rojo de inmediato, como si la sangre hubiera decidido concentrarse toda en sus mejillas al mismo tiempo. Sus labios temblaron, y en lugar de decir algo, simplemente se llevó las manos al rostro y se escondió detrás de Inko como un vampiro que huye del sol.
Hades parpadeó. Se sintió tonto. Se sintió torpe. Y sobre todo... sintió calor.
Inko se limitó a suspirar, todavía de espaldas, mientras cerraba la válvula de una de las bolsas.
—No la molestes, Hades-kun —comenzó con calma, casi con ternura—. Después de todo, cuando vuelvas... van a vivir juntos.
Las palabras fueron lanzadas con tal simpleza que tardaron en llegar.
El eco de esa frase se deslizó lentamente dentro de su mente, como si intentara encontrar un rincón donde clavarse. Y cuando lo hizo, algo se quebró por dentro.
El recuerdo emergió sin permiso.
Los ojos de Akemi. Fríos. Vacíos.
La forma en que lo miró cuando cayó derrotado ante el Nomu. No había compasión. No había dolor. Solo... decepción. Como si lo que había frente a ella no mereciera ni siquiera un gramo de esfuerzo. Como si lo que se rompía no fuera él, sino una expectativa ya rota.
Sintió que el aire le faltaba. Esos malditos ojos aún persistian en su memoria y no lo dejaba respirar.
Inko, que seguía escribiendo notas en una tabla, lo observó de reojo. No dijo nada. Pero esa breve mirada contenía algo más que control médico. Era maternal. Era sabio. Y sobre todo... era paciente.
Ella entendía más de lo que decía.
Y sabía cuando no insistir.
—Tú también, Himiko-chan —dijo al cabo de un momento, dándole una leve palmada en la espalda—. No te escondas. Si vas a vivir con él, más vale que te acostumbres, ¿verdad?
—¿Vivir...? —susurró ella, saliendo apenas de su escondite, con media cara visible y los labios trémulos—. ¿Eso es posible?
Inko sonrió con los ojos cerrados, como si acabara de escuchar la mejor broma del día.
—No lo sé. Pero tampoco lo era tenerlo en una sola pieza. Y sin embargo, míralo —señaló con una sonrisa cansada—. Tan gruñón como siempre.
Himiko sonrió, apenas, como una flor a punto de florecer.
Hades la miró de reojo. Y aunque no lo admitiría nunca... ni en sueños...
Se sintió vivo una vez más.
Inko cerró el archivo con un pequeño clic metálico y deslizó su tablilla contra la cadera. Su voz fue tranquila, pero con ese dejo de maternidad fatigada que aprendía a despedirse sin interrumpir.
—Voy a entregar el informe a la enfermera en jefe. No tardo en volver.
Su mirada se detuvo un segundo sobre ambos, especialmente en Himiko. Cuando hicieron contacto visual, sonrió. No con burla, sino con cierta complicidad silenciosa, como si les dejara un terreno preparado, una escena pensada. Luego caminó hacia la puerta. Cuando esta se cerró con un leve "clic", el mundo se encogió. Como si la habitación entera se hubiera vuelto más pequeña, más cálida, más... peligrosa.
El silencio cayó sobre ellos como un telón espeso.
Himiko miró hacia la salida. Dio un paso, insegura, como si su cuerpo supiera que lo correcto era marcharse. Pero al alzar la vista, se topó con el cristal que separaba la habitación del pasillo, y allí estaba Inko: mirándola con una pequeña sonrisa en los labios y los ojos entrecerrados, como si dijera "no huyas".
Y eso bastó para que Himiko se quedara.
Su respiración ya era algo inestable. El corazón latía en su pecho con fuerza, como si recordara lo que pasó la última vez que ambos quedaron solos.
Sus mejillas ardieron.
La escena se coló como un fantasma bajo su piel. Cómo sus pupilas se dilataron. Cómo casi lo arrastró al suelo. Cómo quería montar sobre él, igual a una bestia. Cómo su instinto empapado en deseo y frenesí la obligó a detenerse justo a tiempo y girarse.
Cómo... se tocó a sí misma hasta calmarse.
Hasta que Inko entró. Hasta que la vergüenza la devoró.
—No debo atacarlo... no debo atacarlo... no debo atacarlo —repitió una y otra vez en su mente.
Su mantra interno era una cadena en su cuello.
Entonces, como una grieta en esa tensión silenciosa, se escuchó un leve "clic" seco, como una rama rompiéndose.
—Lentes de mierda... —murmuró Hades entre dientes.
Ella se giró por reflejo.
Sus lentes estaban en el suelo, a unos centímetros de su cama. Él intentaba alcanzarlos con el brazo estirado, los dedos temblorosos por el esfuerzo, pero el dolor era evidente en su rostro. La mandíbula tensa, el ceño fruncido, el pecho agitado. Parecía un guerrero herido intentando arrastrarse fuera del campo de batalla con la dignidad rota.
Himiko se movió antes de pensarlo.
Sus pies apenas hicieron sonido mientras trotaba hacia él. Se agachó, tomó los lentes con ambas manos y se detuvo. Se quedaron un instante allí, ella con los lentes entre los dedos y él con la mirada clavada en la nada, maldiciendo su miopía.
Ella los observó. Las lentes eran gruesas, marcadas por huellas. No eran especiales... y sin embargo, ahora parecían un artefacto entre sus dedos.
—No debo atacarlo. No debo atacarlo. No debo...
Tragó saliva. Sus manos temblaban.
Volvió a acercarse, esta vez más despacio. Cada paso era una batalla entre su voluntad y su naturaleza. Su respiración se volvió errática, irregular, apenas contenida. El aire parecía pesado, cargado de algo invisible pero punzante.
Hades la observaba ahora. Fijo. No con desconfianza, sino con una mezcla de curiosidad y algo más... algo que no quería reconocer.
Ella se detuvo justo al lado de la cama. Temblando, alzó los lentes con ambas manos. Sus nudillos estaban blancos. No sabía si podía hacerlo. No sabía si debía hacerlo.
Pero aún así, con movimientos torpes, los acercó a su rostro.
Sus dedos rozaron sus sienes. Él no se apartó. No pestañeó. Solo la dejó hacer.
Ella tragó saliva otra vez. Los lentes se posaron sobre su nariz con un leve clic.
Fue como cerrar una puerta... o abrir otra.
Sus rostros estaban cerca. Muy cerca. El aliento de Hades se sentía sobre sus labios. El cuello de él se tensaba bajo su mirada, el leve movimiento de su tráquea al tragar, las pequeñas cicatrices, la curva de la mandíbula marcada por el esfuerzo.
Ella no quería mirar.
Pero miró.
Y su pulso se descontroló.
—No debo atacarlo. No debo. No debo. No de—pensó pero esta vez no fue suficiente y su lengua actuó contra su voluntad—. ¿Puedo... beber tu sangre?
Su voz fue un susurro que apenas se atrevió a salir, apenas audible entre sus jadeos.
Sus ojos dorados se elevaron, buscando los de él.
Había deseo. Sí.
Pero también... había miedo.
Porque sabía que, si él le decía que sí... tal vez no podría detenerse. Y si le decía que no... tal vez no podría resistirse.
El silencio que siguió a la pregunta de Himiko fue tan denso que casi podía tocarse, como un edredón húmedo sobre sus espaldas.
Hades no respondió de inmediato.
Sus ojos se abrieron un poco más, no por miedo ni rechazo, sino por el peso de lo insólito, de lo único, de lo que jamás imaginó que alguien le diría con esa voz tan temblorosa y frágil.
—¿Mi... sangre? —repitió, no como negación, sino como quien intenta confirmar si ha escuchado bien.
Himiko se estremeció.
La sangre se le heló por un momento. Quiso dar un paso atrás, quiso decir que fue una broma, que no lo pensara mal, que olvidara todo... pero las palabras ya no podían regresar a su garganta. Se le escaparon entre los dientes, impulsadas por su deseo, por su locura... por su verdad.
Con miedo, alzó la vista para verlo. Temía ver el rostro arrugado por el asco, los labios apretados, los ojos llenos de rechazo o miedo.
Pero lo que encontró fue otra cosa.
Curiosidad. Sorpresa. Y algo más... una leve chispa de algo que no pudo definir, pero que no la hirió.
Ella asintió. Pequeña, frágil y vulnerable.
—Lo necesito... —susurró—. Necesito sangre para estar bien...
La confesión fue desnuda. Como un hilo de hilo rojo que caía desde su garganta y se enredaba entre ambos.
Hades la miró un segundo más. Luego murmuró algo muy bajo, algo que ella no comprendió.
—Haruto... ¿qué se supone que debemos hacer?
La frase cayó como una piedra en un lago quieto. Ella ladeó la cabeza, confundida, sus pensamientos se inundaron de preguntas.
—¿Haruto? ¿Quién era Haruto? ¿A quién le hablaba?
Él seguía sin despegar los ojos de ella. Pero en su mente, el verdadero caos apenas comenzaba.
—¡Qué significa eso, hades! —La voz de Haruto era un torbellino—. ¡Si dice que necesita sangre significa que nos va a morder! ¡Y si nos muerde va a ser en el cuello y eso es como un beso, y si es un beso, entonces—!
—¡Haruto, cállate! —gruñó Hades, frunciendo el ceño dentro del espacio mental. Su voz era tensa, pero las manos cerradas con fuerza temblaban levemente—. No te pongas histérico. Solo está... preguntando. No ha hecho nada todavía.
—¡Nosotros ni siquiera sabemos besar! ¿Se besa con lengua? ¡Hades, se besa con lengua! ¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir vírgenes y mordidos por una chica peligrosa que huele como una flor empapada en sangre!
—¡Qué mierdas estás diciendo! —espetó. Pero su voz ya no era tan firme.
Porque incluso en su propio cuerpo... su respiración comenzaba a alterarse.
La presencia de Himiko tan cerca, el recuerdo del calor de sus dedos temblorosos al colocarle los lentes, la forma en que sus pupilas doradas se contraían y dilataban como las de una gata hambrienta... sí, incluso él lo sentía.
Pánico. Deseo. Confusión.
Todo en una mezcla que amenazaba con quebrarlo.
—¿Qué se supone que debo hacer...?
...
Hades entrecerró los ojos. Sus pupilas temblaban, pero su rostro se mantenía firme. Su voz, al fin, emergió:
—Está—
Pero el destino, cruel titiritero de escenas incompletas, no permitió que terminara esa frase.
¡CHAC!
La puerta se abrió de golpe.
—Mocoso, traje los resultados del último análisis—dijo la voz inconfundible de Recovery Girl mientras entraba con un sobre cerrado entre las manos, sus pasos cortos pero decididos.
Himiko se apartó de inmediato, como si hubiera sido sorprendida en mitad de un crimen.
Hades cerró los ojos y contuvo un suspiro, ocultando el leve temblor en sus dedos.
El momento... se había ido. Recovery Girl avanzó con paso firme hasta el borde de la cama, haciendo crujir el sobre amarillo entre sus manos. Sus ojos, viejos pero afilados, se posaron fugazmente sobre Himiko.
No dijo nada al principio.
Su mirada se entrecerró apenas durante un segundo. Luego, como si no valiera la pena dedicarle más tiempo, desvió la vista con un suspiro.
—Mocoso —soltó con familiaridad, mientras abría el sobre y comenzaba a sacar varias hojas impresas, algunas con esquemas médicos, otras con letras pequeñas y marcas rojas—. Necesitamos hablar.
Himiko dio un respingo, retrocediendo un poco al sentir que la ignoraban.
Pero la enfermera se giró hacia ella, esta vez con una sonrisa serena, aunque cansada.
—Tú. Rubia —la señaló, con una ceja levantada—. Vete un momento. Este tema es privado... y dudo que quieras escuchar lo que tengo que decirle a este cabezón de mal carácter.
Himiko dudó. Se quedó allí un segundo de más, mirando de reojo a Hades. Quería quedarse, quería saber qué pasaba. Pero, más que eso, quería huir. El temblor en sus piernas aún no cesaba. Sentía los labios resecos y la garganta atrapada entre deseo, vergüenza y miedo.
—S-sí... claro... —murmuró, y giró sobre sus talones con torpeza, sin mirar atrás.
Caminó rápido, casi tropezando con su propio pie, hasta que la puerta se abrió ante ella. Y en ese momento...
¡Tof!
—¡Ah...! —soltó, al chocar con alguien justo al doblar por la esquina de la puerta.
Inko la sostuvo con rapidez por los hombros antes de que cayera. Sus ojos se agrandaron al ver el rostro enrojecido, el labio inferior temblando y los ojos cristalinos de la chica.
—¿Qué te hizo? —preguntó, casi en un susurro.
Pero ese susurro tenía un filo. Como un cuchillo que corta sin ruido.
El cabello de Inko comenzó a levantarse con lentitud, flotando en el aire como si una brisa invisible lo meciera. Una tenue aura verde se formó alrededor de ella, como si el Don manifestara la intensidad de su enojo.
Himiko trató de hablar, de negar, de explicarse... pero no pudo.
Inko no esperó más.
¡Crash!
Abrió la puerta de golpe, tan rápido que hizo temblar el marco. Sus ojos estaban encendidos, listos para reclamar, para destruir, para proteger a la pequeña chica que había sufrido tanto.
Pero lo que vio... no fue lo que esperaba.
—¡Cómo que tengo prohibido usar mi don! —gritó Hades desde la cama, con el rostro encendido, la vena en la frente palpitando.
Pero, en el mismo instante...
¡TAC!
—¡Silencio, mocoso! —replicó Recovery Girl, alzando su bastón y descargándolo con precisión quirúrgica sobre el cráneo del chico con un golpe seco—. ¡Por eso nadie te soporta! ¡Te la pasas gritando y quejándote como un viejo de ochenta años!
—¡Y tú pegas como un bárbaro del este! —gruñó Hades, cerrando un ojo por el dolor mientras frotaba su cabeza—. ¡Me están literalmente prohibiendo usar el Quirk! ¡Eso es—!
¡TAC!
Otro bastonazo cayó.
—¡Eso es medicina preventiva, mocoso escandaloso!
Inko se quedó congelada en la entrada. Su cuerpo aún brillaba de energía, pero sus labios temblaron al ver el espectáculo.
El niño que pensaba que había herido a su pequeña estaba siendo apaleado verbal y físicamente por una abuela testaruda y sin paciencia.
El aire se relajó. Solo un poco.
Y sin quererlo, a Inko se le escapó una leve risa. Su aura se apagó.
—Bueno... supongo que recovery girl ya está cobrando —murmuró para sí, mientras miraba hacia el pasillo donde Himiko había huido.
....
—Te he advertido mocoso, más te vale no usarlo —musitó, mientras salía.
La puerta se cerró tras el sonido seco de la madera, y el aire en la habitación volvió a estancarse, casi como si las palabras de la anciana flotaran en el ambiente. Hades permaneció recostado, con los ojos fijos en el techo blanco, respirando de forma pesada. La sensación de impotencia lo estaba carcomiendo por dentro.
—No puedes usar tu Don conscientemente. Si lo haces, te llevaré a la U.A. y te vigilaré personalmente.
Esas palabras retumbaban en su cabeza como un eco macabro. Un regalo que había sido su vida, que había marcado su existencia, ahora se le escapaba entre los dedos. ¿Cómo podía existir en un mundo sin su poder? La regeneración, el don que le había permitido sobrevivir tantas veces, ahora estaba fuera de su alcance. Y ni siquiera podía desobedecer, porque ella lo sabía, lo vigilaba desde las sombras, como si no fuera más que un niño imprudente.
Hades refunfuñó entre dientes, maldiciendo en voz baja, pero no había nadie en la habitación que lo escuchara, salvo la figura que volvió a entrar silenciosa, con pasos suaves.
Su presencia, serena y cálida, lo rodeó en cuanto se acercó. Inko se detuvo junto a él, observando su rostro tenso y apagado, y, como si fuera un gesto automático, le acarició la cabeza con ternura, algo que hacía con la misma naturalidad con la que respiraba.
—¿Te duele alguna parte? —preguntó, su voz suave, preocupada.
Hades frunció el ceño y negó con un movimiento rápido de su cabeza. No quería mostrar debilidad, no quería admitir que la frustración se le acumulaba en el pecho como una carga pesada. Pero algo en la calidez de Inko lo hizo dudar. Quizás por un momento, solo por un momento, podría permitirle el lujo de la comodidad.
—Es ridículo —gruñó, la rabia y el desánimo se filtraron en su voz—. No puedo usar mi Don para acelerar la curación. Estoy postrado en esta maldita cama. Y... no sé que carajos hacer.
Inko, sin dejar de acariciar su cabeza, pensó un momento antes de responder, sabiendo exactamente lo que quería decir. Recordaba bien cómo su regeneración se había vuelto errática en medio de la cirugía. Observó cómo su poder se desbordaba y causaba estragos dentro de su propio cuerpo. El Don de Hades ya no era lo que era. Ya no era una simple herramienta. Había mutado, y con ello, su destino también lo había hecho.
—Sé que es difícil, pero... —su voz fue calmada, como un bálsamo—, tu Don ahora es mucho más fuerte, Hades-kun. Necesitas tiempo para que se estabilice. Tienes que ser paciente, porque solo entonces podrás mostrarle al mundo que aún puedes seguir —añadió, recordando brevemente como algunos noticieros afirmaban que su futuro se había hundido—. El que tengas que esperar solo significa que estás en el proceso de hacerte más fuerte.
La calma de sus palabras lo atravesó, casi como si Inko le estuviera transmitiendo algo más que solo palabras de consuelo. Su toque era firme, pero suave, algo que le recordaba que no estaba solo. Que alguien, incluso después de todo lo que había pasado, seguía allí para él.
Hades respiró profundamente, los ojos cerrados por un instante. Por un momento, en medio de la frustración, en medio del caos que se desataba dentro de él, pudo relajarse, aunque solo fuera por un segundo. El calor de la mano de Inko en su cabeza le daba un segundo respiro, una nueva sensación de paz.
Y mientras su mente rodeaba las palabras de la anciana, en el ultimátum que le dió, Hades se permitió un leve suspiro. Aunque seguía sintiendo esa angustia punzante de ser privado de su poder, había algo en la forma en que Inko lo había tocado, algo en su voz, que lo hacía creer que podía soportarlo.
—Lo haré... —murmuró finalmente, cerrando los ojos, su voz más tranquila, pero con un rastro de determinación que nunca había tenido antes—. Lo haré, solo por un tiempo. Pero lo haré.
Inko sonrió mientras le sacaba los lentes, y por un instante, Hades olvidó todo lo demás. El silencio se había instalado en la habitación, solo interrumpido por el suave roce de los dedos de Inko sobre su cabello. Él seguía con los ojos cerrados, relajado, como si por fin el peso en su pecho hubiera disminuido.
Pero, detrás de la puerta entreabierta, unos ojos observaban con una mezcla de emociones que ni ella misma comprendía.
Himiko se asomó con cautela, apenas mostrando la mitad del rostro. Su mirada estaba fija en él. En ese rostro que siempre cargaba con expresión tensa, ahora estaba serena.
Sus pasos fueron silenciosos, casi fantasmales. Inko no la oyó, no la sintió. Pero cuando giró la cabeza, ahí estaba. De pie como una sombra viva, los ojos grandes y llorosos, los labios temblorosos, las mejillas aún rosadas.
Inko se sobresaltó, pero no por miedo. Fue algo más instintivo: un reflejo de quien se ha dejado llevar por la quietud y ha sido devuelto a la realidad. Pero al verla ahí, con ese rostro confundido y casi arrepentido, Inko entendió. Y con suavidad, sin decir palabra, activó su don, para tomarla con ternura y la guió.
La colocó junto a ella, junto al joven recostado, y posó su mano sobre la de Himiko, empujándola con dulzura hacia el cabello de Hades.
—Toma mi lugar —susurró.
Himiko dudó. Su mano temblaba como si no supiera si tenía derecho a tocarlo. Pero al sentir el calor del cabello en sus dedos, se quedó quieta. Luego, empezó a acariciar, torpe, insegura. Pero poco a poco... sus movimientos se volvieron más suaves, más seguros. Como si su cuerpo recordara lo que el corazón había intentado olvidar.
Hades abrió lentamente los ojos, sintiendo el cambio en el tacto. Ya no era cálido como el de una madre... era diferente. Más... frágil.
Lo primero que vio fueron los ojos dorados, hinchados pero brillantes de la chica.
—...Te ves borrosa —murmuró con una sonrisa tan débil que apenas se sostenía.
Ella rio entre dientes, bajando la cabeza, sin saber si reír o llorar otra vez.
—Todavía no hemos respondido la pregunta —La voz de Haruto surgió dentro de su mente, como una campana suave que le recordó el propósito.
—Lo sé... —asintió para sí mismo, en voz baja.
Himiko lo miró, desconcertada.
—¿Qué...?
Pero justo cuando iba a preguntar, la puerta se abrió de golpe con un crujido junto a una voz chillona que cortó el ambiente como una hoja fina.
—¡Hola, Hades-chan~!
Los tres en la habitación giraron al mismo tiempo.
Ahí, de pie en el umbral, con la luz del pasillo marcando una silueta casi burlona, estaba Akemi, arrastrando a Bakugo, quien parecía resistirse pasivamente, y a Ochako, que no ocultaba la incomodidad en su rostro.
Hades solo la miró, su expresión se volvió ilegible. Casi como si el momento de paz acabara de morir.
La atmósfera se tensó un instante con la entrada de Akemi, pero no por mucho.
Inko, al reconocer la figura, se sorprendió brevemente... para luego suavizar su expresión con una sonrisa tierna. Caminó hasta ella con paso maternal y, sin dudarlo, la recibió con un beso en la frente.
—Buenos días, Akemi-chan.
Sus ojos se deslizaron hacia quien arrastraba de la mano, y su sonrisa se amplió como si los años retrocedieran de pronto.
—Oh... Katsuki-chan. Hace tiempo que no te veía.
El explosivo joven bajó un poco la cabeza, como si fuera costumbre recibir esos gestos de parte de la madre de Izuku. La familiaridad estaba impregnada en su voz.
—Buenos días, tía Inko. La vieja bruja dice que extraña las salidas de los fines de semana...
Inko rio con dulzura, como si en su pecho reviviera un recuerdo querido.
—Perdón, perdón... —arrulló, alzando las manos teatralmente—. Estuve ocupada cuidando a cierto gruñón que si se lo deja solo, puede activar su don y hacerse pedazos sin darse cuenta.
La sonrisa en sus labios se mantuvo, pero sus ojos miraron de reojo hacia la cama. El joven recostado, con los ojos cerrados, parecía fingir no escuchar. O tal vez simplemente no quería mirar.
—Buenos días, señora Midoriya —saludó Ochako, cortando la escena con una voz algo tímida, haciendo flotar su bolso sin siquiera notarlo.
Inko giró y la observó por un segundo antes de sonreír con ternura.
—Oh... ¿eres la chica de la gravedad...? Akemi me ha hablado mucho de ti.
Ochako parpadeó, desconcertada, y luego desvió la mirada con una leve sonrisa, incapaz de ocultar el rubor que subía por sus mejillas.
—Y también... —agregó Akemi, estirando ambos brazos para abrazarlos al mismo tiempo con una energía tan brillante como calculadora.
Ochako la miró, casi conteniendo la respiración. Bakugo frunció el ceño, apenas.
—... ¡Son mis grandes amigos!
El rubor de Ochako se intensificó, y bajó la mirada. Bakugo resopló por la nariz, sin apartarse del abrazo.
—Tch... molesta...
Inko rio suavemente, dejando a los tres en su dinámica, y se giró de nuevo hacia la cama...
Y entonces lo notó.
Hades seguía sin moverse. Con los ojos cerrados. Fingiendo dormir o intentando escapar de todo a través del silencio. Su mandíbula ligeramente apretada, y sus cejas apenas fruncidas delataban que sí estaba despierto.
No quería mirar hacia la puerta. No quería verla.
[Mientras tanto...]
Afuera del hospital, el ronco rugido de un motor importado cortó la calma de la mañana. Las ruedas chirriaron contra el asfalto recién lavado, deteniéndose con precisión frente a la entrada lateral.
Las ventanillas polarizadas velaban el interior, pero una silueta imponente al volante era inconfundible.
Dentro, el silencio estaba roto solo por el leve zumbido del aire acondicionado y el peso de una conversación que ya llevaba unos minutos arrastrándose.
—Vienes seguido últimamente —murmuró una voz grave, pulida con el desgaste de los años y las batallas.
Un par de ojos bicolores lo miraron de reojo.
—Es solo un compañero de clase —respondió ella con una calma cortante.
Él la observó por un momento más. El reflejo del tablero brillaba sobre sus lentes, pero no ocultaba la ceja que se alzó con escepticismo. Aun así, suspiró profundamente.
—Está bien, shoto... pero no tardes mucho. Tu hermana está esperando para...
—Lo sé... —interrumpió, volviendo el rostro con un giro seco—. Y más te vale estar ahí también, Enji —agregó. La pausa que siguió tembló con un calor apenas contenido—. No como el año pasado.
Él asintió, no del todo convencido. A veces se preguntaba cómo era posible que su hija pudiera parecerse al hielo de su esposa en un segundo... y luego a su propio fuego apenas un parpadeo después.
Shoto empujó la puerta y bajó con suavidad, ajustando los botones de su camisa.
Antes de cerrar, se inclinó apenas sobre la puerta.
—Adelántate, papá, tardaré un poco —dijo con una media sonrisa que no llegó del todo a los ojos.
La puerta se cerró con un clic preciso, casi ceremonial. Los pasos de ella se alejaron sin prisa. Él por su parte se quedó ahí unos segundos, en completo silencio, con los dedos rozando el volante, el silencio fue interrumpido solo por el leve crujido del cuero cuando Enji, vestido con un traje formal —chaleco negro y corbata roja perfectamente ajustada—, bajó la mirada hacia la guantera. Su mano, temblando apenas, se extendió hacia ella como si dudara merecer lo que estaba a punto de sacar.
Con lentitud, extrajo una pequeña foto plastificada. El plástico parecía más pesado de lo que era. No por el material, sino por lo que representaba. Por lo que había perdido.
Era una imagen simple, casi cotidiana: una mujer de cabello blanco y sonrisa luminosa lo abrazaba con fuerza desde atrás, el rostro pegado a su cuello, la risa casi audible desde el papel.
Bajó la mirada, la acarició con la yema de un dedo, rozando el contorno de su rostro como si temiera que el gesto pudiera borrar lo que quedaba.
—Recuerda sonreír, Enji... —susurró, apenas un hilo de voz, como un eco arrastrado desde un rincón olvidado del pasado.
De pronto, el aroma de la lavanda lo envolvió, tan vívido que juraría que ella acababa de pasar por su lado. Sus fosas nasales se inundaron con el perfume que tanto amaba. Que tanto dolía. Apretó los labios. Sus lagrimales ardían, pero se negaron a ceder.
—Me gustaría que estés aquí... para ayudarme a recuperar a nuestra familia... —murmuró al fin, apenas más alto que el tic nervioso del reloj del tablero.
Con manos casi ceremoniales, guardó la foto de nuevo, como si temiera romper algo más que un recuerdo.
Luego, soltó un suspiro profundo, cerró la guantera y encendió el motor sin mirar atrás.
El auto desapareció entre el tránsito, dejando solo una ligera estela de humo y recuerdos.
....
El hospital sostenía un silencio artificial que nunca dormía. Las luces eran frías, impersonales. Shoto caminaba con calma por el pasillo principal, el sonido de sus pasos resonando apenas contra el suelo lustrado. Al llegar a la recepción, una mujer de mediana edad levantó la mirada desde su monitor.
—Buenos días, jovencito —dijo con una sonrisa automática—. ¿Identificación? ¿A qué habitación se dirige? ¿Motivo de la visita? ¿Relación con el paciente? ¿Alguna prueba de conocimiento del mismo?
Todoroki arqueó una ceja, sorprendida por la oleada de preguntas. Recordaba con claridad que la última vez que vino de visita no hubo tanta burocracia.
—¿Por qué tanto... trámite? —preguntó, sin ocultar su fastidio.
La recepcionista suspiró, entrelazando los dedos sobre el escritorio.
—Tuvimos un... inconveniente. Una chica ingresó sin identificación. Y... casi devora a un paciente. —La mujer evitó entrar en más detalles, pero el brillo incómodo en sus ojos delataba que aún no entendía del todo qué había ocurrido.
Todoroki no preguntó más. Sacó con lentitud su billetera, revelando su identificación oficial, junto a la tarjeta reluciente de la U.A. La mujer la observó por un instante y asintió, extendiéndole una pulsera.
—Piso tres. Habitación 316 —concluyó, dando una pequeña reverencia—. Que tenga buen día.
....
El ascensor se tragó su reflejo en el metal pulido. Al abrirse las puertas, el pasillo del tercer piso estaba parcialmente iluminado, como si el sol tuviera miedo de entrar del todo. Shoto caminó con la misma calma hasta que vio a dos figuras junto a la pared, un poco alejadas de su destino.
Bakugo y Ochako conversaban en voz baja, sus posturas estaban relajadas, pero sus rostros estaban tensos. Cuando notaron a Shoto caminar directamente hacia ellos, intentaron detenerla.
—Oi, mitad y mitad, ¿vas a visitar a ese idiota? —comenzó Bakugo, algo molesto por su indiferencia.
—Todoroki-kun, no creo que sea un buen momento para... —trató de hablar Ochako pero fue ignorada completamente.
Shoto ni siquiera desaceleró. La ceja arqueada fue la única respuesta que lea dió antes de que su mano empujara la puerta de la habitación sin más.
Lo que vio al otro lado, detuvo su andar por completo.
Akemi estaba arrodillada junto a la cama, con pequeños susurros que no lograban llegar a los oídos de Shoto. Sus largos tentáculos sostenían con delicadeza el rostro de Hades, como si temiera que se quebrara. Su cabello verde caía a los lados como un velo, ocultando su expresión. Pero lo más inquietante era Hades.
Tenía los ojos abiertos y perdidos en un único punto en medio del vacío. Una capa de humedad cubría sobre ellos, como si las lágrimas hubieran dudado en salir, su mandíbula estaba tensa, y sus brazos temblaban en un vano intento de retomar la conciencia.
Todoroki sintió que había una disonancia en la escena. Cómo si una fuerza invisible mantuviera al muchacho cautivo. Algo que lo volvía tan vulnerable como un pequeño ciervo frente a un cazador.
Quiso dar un paso adelante, quiso ayudarlo, quiso detener ese momento. Pero entonces...
La presión cambió.
El aire se volvió más denso, casi como si hubiera sido cubierta de melasa. Una sensación de ingravidez la tomó por sorpresa. Como si todo su cuerpo hubiera perdido peso y ancla. Desde la espalda de la peliverde, látigos negros emergieron, ondulando como serpientes ciegas, y la empujaron hacia atrás con suavidad. No fueron agresivos, fueron delicados sobre su piel, sabiendo quien era con solo el contacto frío de su cuerpo.
La puerta se cerró ante sus ojos y el leve click de la puerta resonó como una sentencia a los oídos de Shoto, una que provocó que su mirada se perdiera dentro del abismo de sus pensamientos. Y todo quedó en silencio una vez más dentro del santuario de la serpiente.
[Dos minutos antes...]
La habitación olía a desinfectante y cloro. El monitor cardíaco marcaba un ritmo lento, casi perezoso. Hades mantenía los ojos cerrados, fingiendo estar dormido. Sentía cada músculo entumecido, como si su propio cuerpo lo castigara por seguir vivo.
Entonces, la escuchó entrar con pasos ligeros, casi ceremoniales. El cierre de la puerta fue suave, medido. Como todo lo que ella hacía.
—Lo hiciste bien... —musitó Akemi, su voz era una caricia envuelta en hielo—. Cumpliste tu promesa.
No hubo respuesta. Él siguió fingiendo dormir, apenas respirando. Pero su mandíbula se tensó al recordar esa maldita noche.
—Detuviste al Nomu. Contuviste al monstruo... —prosiguió, ahora más cerca—. Gracias a ti, nadie murió. All Might llegó a tiempo. Tú... hiciste que llegara a tiempo.
Hades gruñó apenas, sin abrir los ojos. Sentía su presencia justo al lado, esa aura sutil pero opresiva, como si cada palabra que decía fuera una hebra invisible que le ataba el alma.
—Mírame.
La orden fue suave, medida pero firme. Una pequeña sonrisa nació en sus facciones esperando que respondiera, esperando que gruñera en negativa. Porque lo conoce tanto como si no fuera más que una hoja arrugada de su cuaderno.
—No quiero verte —espetó con voz ronca, seca como la ceniza recién quemada.
En ese instante, la sonrisa de Akemi se agrandó al punto de contagiar sus propios ojos. Sus tentáculos se deslizaron como brazos maternos, aferrándose a los bordes del rostro de Hades, acariciándolo con dulzura fingida. Lo giró con una ternura antinatural, llevándolo frente a ella.
Su piel se estremeció. Pero no fue por miedo. Fue por la simple certeza de que ella sabía exactamente cómo tocarlo para bailar sobre su palma.
—Te necesito de pie —susurró—. Los siguientes eventos están cerca. No puedo permitirme perder a mi amada reina ahora...
—Jódete... —respondió Hades, abriendo los ojos por fin, pero con la mirada desviada, los dientes apretados como si masticara cientos de esquirlas—. No soy tu maldito juguete.
En ese mismo momento Akemi lo obligó a mirarla sujetando su mentón.
Sus ojos chocaron entre sí y el mundo volvió a cambiar. Un destello recorrió la visión de Hades, y de pronto no estaba en el hospital. No en esa habitación.
Estaba en un prado infinito, cubierto de cadáveres sin rostro, apilados, deformes. Monstruos arrastrándose por entre ellos, derrumbes, torres destruidas, humo oscuro sobre un cielo claro. Un mundo en ruinas... brillante, como si el sol se negara a abandonarlo del todo.
Todo era un eco del caos, un susurro de recuerdos del futuro. Hades trató de moverse, trato de desviar la mirada, pero en ese momento, logró ver un orbe verde suspendido en medio de todo el horror.
Era un orbe lleno de impurezas que luchaba consigo mismo. Un verde teñido de dolor, de pérdida, de desesperación. Como un grito que no cesaba, sostenido en una sonrisa que no era del todo real.
—¿Que carajos es todo esto...? —pensó Hades, y por un momento, olvidó como respirar—. Acaso... ¿este es el futuro?
Una ola de dolor ajeno a su alma lo invadió desde el abismo de ese mundo provocando que su garganta se le cerrase. Sus ojos comenzaron a humedecerse, contra su voluntad. Lágrimas silenciosas descendieron por sus mejillas sin permiso.
—Eres mío... —murmuró Akemi, directamente en su oído, su voz quebrada por la suavidad—. Y te necesito vivo.
La mente de Hades se apagó sin su permiso, su mirada perdida en medio de las pupilas de Akemi, mientras no podía escapar de ese mundo a diferencia del orbe ámbar de Toga.
Pero en ese momento, Akemi volvió a hablar, suspirando entre palabras sin importar que se estuviera repitiendo.
—Eres mío... solo mío... —susurró, agachada junto a él, directamente en su oído, como una amante reclamando una pertenencia viva—. Solo yo puedo asegurar que existas. Solo yo puedo sostener tu alma. Solo yo... puedo ser tu dueña.
Los tentáculos le recorrían la piel como caricias enfermizas. Lo envolvían con un afecto que dolía más que cualquier herida. El cuerpo de Hades temblaba. Pero no podía moverse. No era parálisis. Era sumisión impuesta. Era algo más profundo. Algo que nacía de lo que había visto. De lo que sentía. De lo que ella le hacía sentir.
Su respiración se volvió errática. El pecho le ardía.
Ella lo controlaba tan fácil como si fuera una marioneta, con el vínculo que formaron, con el pasado. Con la idea de que, incluso cuando lo despreció... él aún quería su aprobación.
Akemi se inclinó más, pegando su frente a la de él. Su sonrisa era una cicatriz en su rostro hermoso.
—Y te esperaré, Hades. Para que vuelvas conmigo el fin de semana... a casa. A donde perteneces.
Él gruñó. Luchó por soltar un jadeo de resistencia.
—No... No volveré contigo.
Los tentáculos lo apretaron, apenas, como si celebraran su negativa. Como si ya la conocieran.
—No tienes otra opción... —respondió, mientras inclinaba sus labios sobre su frente.
El beso ardió sobre su piel, la opresión en su pecho incrementó con la impotencia actual de su cuerpo.
—Te necesito... —Sus palabras no eran una simple súplica. Eran una orden directa.
Un chasquido emocional perforó la mente de Hades hasta el fondo. La lógica se rompió. La rabia, el dolor, el desprecio... todo se mezcló con confusión, con deseo de huir, con desesperación.
Ella lo había mirado con odio cuando cayó ante el Nomu. Con asco. Con decepción. Como si fuera basura.
Y ahora...
Ahora lo tocaba como si fuera su tesoro.
—¿Qué... qué me estás haciendo...? —susurró él, apenas audible, más para sí que para ella.
Entonces, como si el universo se hubiera cansado de jugar con él, la puerta se abrió.
Y la figura de Shoto lavó la opresión de la habitación con su presencia fría y silenciosa.
Ella los miró fijamente a los dos, sus ojos recorriendo cada centímetro de su vulnerabilidad.
La intervención logró romper contacto visual entre Akemi y Hades. Y como si todo ese mundo se derrumbara, Hades volvió al presente.
La luz del hospital lo golpeó. El sudor en su cuello señaló que era libre de ese prado maldito.
No entendía nada.
El pecho le dolía. La cabeza palpitaba. Como si hubiera visto algo que su cuerpo no estaba preparado para soportar.
Buscó en su mente, como un náufrago.
—Haruto... Lo viste... ¿Viste eso también?
La voz del niño fue temblorosa, sufriendo igual que su hermano.
—Sí... sí lo vi. Pero... es lo mismo que cuando vimos a Himiko...
Hades parpadeó, confundido por las olas irregulares que amenazaban con volcar su mente sobre sí mismo.
—¿Qué...?
Haruto suspiró, sujetando su cabeza.
—Cuando vimos los ojos de ella... era diferente. Era un orbe ámbar —musitó, caminando con dificultad hacia Hades—. Había un pasillo. Oscuro... interminable, con solo una lámpara verde, colgando... alumbrando la nada.
—¿Que carajos es esto...? Es similar a...
Sus pensamientos empezaban a volcarse encima del recuerdo en el supermercado cuando absorbió las almas de los recién fallecidos, pero fue interrumpido cuando Akemi acarició su cabeza una última vez. Y con esa sonrisa maldita, selló el momento.
Hades no supo si odiarla o amarla.
Solo supo que, como un animal atrapado entre barrotes de oro, no podía escapar.
Y lo peor... era que lentamente comenzó a llamarlo hogar.
....
La negación no vino de la mente. Ni de Hades. Ni de Haruto.
Fue algo más profundo. Más oscuro. Más antiguo.
No tenía forma. Ni rostro. Era un impulso puro, visceral, como si una parte enterrada de su ser —una raíz que nunca debió crecer— despertara al fin con un solo pensamiento...
El rechazo.
Rechazo a la voz de ella. A su tacto. A sus palabras que no eran dulces, sino garfios invisibles. A la idea de ser propiedad de otro ser humano.
Uno que lo miraba como una mera pieza.
Las palabras de Akemi resonaron dentro de sí, como una sinfonía maldita que no tiene ni pies ni cabeza.
Su cuerpo tembló. Por una tensión que lo consumía desde adentro, como un volcán al que sellaron demasiado tiempo. Su respiración se volvió densa, arrastrada, casi enferma.
Entonces... su orbe apareció.
Una pequeña esfera azabache surgió en su palma, temblorosa, palpitante como un corazón extraviado. No era energía. Era algo más... una negación con forma, como si todo su ser gritara sin abrir la boca.
Las máquinas comenzaron a quejarse, primero con leves pitidos, luego con un coro frenético. El oxígeno vibró. Las luces titilaron. Las sombras en la habitación se deformaron.
Y el suelo...
El suelo se quebró.
Lento, agónico, como si cada grieta fuese un aullido. Los azulejos se resquebrajaban bajo la cama, y desde el centro del abismo comenzó a emerger algo que no debía estar allí.
Dos cuernos asimétricos nacieron del mismo averno. El primero, estaba intacto, retorcido como el de una cabra. El segundo, nació roto por la mitad, astillado como un recuerdo inacabado.
Ambos emergían desde lo profundo, como si el infierno estuviera arrastrándose sobre la tierra para alcanzar a su dueño.
Hades por su parte no podía gritar. No podía moverse. Solo jadeaba.
Su pecho subía y bajaba con desesperación, como si cada respiro lo acercara al abismo. Su cuerpo comenzó a brillar en color verde, su regeneración había comenzado, pero a diferencia de antes, pequeñas protuberancias de huesos comenzaban a nacer desde sus antebrazos.
Y Akemi...
Akemi lo miraba con una mezcla imposible.
Sus labios entreabiertos, los ojos fijos en el espectáculo prohibido con una fascinación pura. Sus pupilas se dilataron como si estuviera ante una reliquia olvidada.
Pero, no vio peligro. No vio dolor.
Solo poder. Solo utilidad. Solo una posesión más que se sumaba a su tablero.
—...Maravilloso... —susurró, y el temblor en su voz no era de miedo, sino de deseo.
Pero antes de que pudiera extender la mano, antes de que pudiera sellar el momento...
La puerta se abrió.
Y el mundo real volvió como un golpe de martillo.
Una enfermera entró gritando. Otra detrás llevaba un carrito metálico. Sus pasos eran apurados, sus voces se entrelazaron como una hidra mal hecha.
Y entre ellas, la presencia de Inko sobresalió entre el caos.
Su rostro era un lienzo de terror. Gritó su nombre, empujó a quien se interpusiera. El miedo la había hecho más fuerte.
—¡Que está pasando aquí! —La voz de Recovery Girl no tardó en sobresalir.
Su figura diminuta se deslizó con autoridad, como si ya supiera a lo que venía. Su bastón golpeaba con firmeza, pero sus ojos...
Sus ojos miraban a los cuernos que retrocedían entre las baldosas de la habitación.
Como bestias tímidas que regresaban a su fosa, tragadas por la grieta.
Como si nunca hubieran existido.
Y Hades... él jadeaba como un perro apaleado. Vapor salía de cada poro de su piel, su brazo derecho temblaba como una gelatina sin gracia.
Dos enfermeras se acercaron y, con una precisión mecánica, colocaron sedantes en su vía. El pitido agudo del monitor comenzó a bajar.
La calma volvía, pero no para él. No para la bestia que acababa de mostrarse.
Recovery Girl se acercó sin miedo ni prisa. Los presentes la vieron, pero nadie la detuvo.
Se colocó frente a él y, sin pedir permiso, le sostuvo la cabeza entre sus manos pequeñas y frágiles, como si quisiera ver más allá de sus ojos mientras su quirk comenzaba a recorrer su cuerpo, carcomiendo cada gramo de resistencia que le quedaba.
Hades, sin sus lentes, alzó la mirada con dificultad. Sus ojos ya no eran solo negros. Estaban... vacíos. Llenos de algo que no entendía.
Una carga que carcomía su alma.
—Lárgate... cabeza de césped... —susurró con apenas un hilo de voz, empapado en cansancio y rencor.
Pero ella no lo soltó. No apartó la vista.
Y con un suspiro, respondió con el peso de quien ha visto morir más de lo necesario.
—Por eso prohibí que usaras tu Quirk...
El silencio que siguió fue denso.
Lleno de pitidos lentos, de respiraciones que se acomodaban, de un corazón que aún no entendía si debía latir más rápido o más lento.
Hades mantuvo los ojos entrecerrados, la frente perlada de sudor, el cuerpo agotado. El vapor se disipaba en columnas suaves sobre su piel, como si fuera una chimenea humana intentando expulsar el alma por cada poro.
—No me importa... —musitó con voz ronca, quebrada—. Me da igual... si me duele.
Fue un susurro sin fuerza, como el gemido de un animal herido que ya no esperaba ser salvado. Pero Recovery Girl no lo miró con lástima. Lo miró con verdad.
Se incorporó un poco, colocándose junto a él sin invadir más de lo necesario, y con un suspiro profundo, como quien carga con la memoria de generaciones, habló:
—Tu Quirk... es demasiado fuerte para tu cuerpo. Demasiado inestable... para tu estado actual.
Lo dijo con una calma grave, como quien sentencia sin odio, pero con tristeza.
—Solo... mira lo que te provocaste.
Y entonces, con sus ojos nublados, lo vió: Pequeños fragmentos óseos, blanquecinos y afilados como esquirlas, comenzaban a brotar de su antebrazo izquierdo.
Eran simples restos. Desechos de un poder que no sabía cuándo detenerse.
—Tu regeneración... es errática —murmuró, observando las protuberancias—. Si sigues forzándolo así, te harás más daño.
Hades no respondió. Simplemente no podía.
La oscuridad comenzaba a rodear su visión como una bruma espesa. Todo se sentía más lejano, más suave... como si flotara dentro de sí mismo.
Los calmantes comenzaban a vencerlo.
Pero en ese borde, entre la vigilia y la inconsciencia, la voz de la anciana volvió a alcanzarlo:
—Cuando estés completamente curado... —comenzó con un tono que no dejaba lugar a duda—. Yo misma te enseñaré a usar tu quirk de curación.
Él la miró con dificultad, como si sus ojos intentaran memorizar cada arruga de su rostro. Cada palabra ofrecía una ayuda, y una promesa latente. Con el último aliento antes de entregarse al sueño, logró liberar su resistencia con una simple frase:
—...Gracias... abuela...
Su voz se apagó como una vela al viento. Y su cuerpo, finalmente, descansó.
Recovery Girl asintió en silencio, como si ya hubiese perdido demasiados nietos como para decir algo más.
Se giró, caminando hacia la madre e hija que observaban en tensión. Las piernas de Inko temblaban, pero su expresión era serena, como quien ha sostenido demasiados llantos para permitirse uno más. Akemi, en cambio, tenía el ceño fruncido. No por dolor. No por culpa.
Lo hizo calculando las posibilidades.
—Solo usé mi don —dijo la anciana, como si eso lo explicara todo. Pero no lo hacía.
Akemi se adelantó un paso. El tono de su voz era firme, medido:
—¿Qué fue eso...? Su Quirk... nunca había reaccionado así.
La anciana se detuvo, la miró por un segundo, su bastón retumbaba suavemente en el suelo.
—Su Quirk fue forzado a evolucionar —respondió, eligiendo cada palabra con extremo cuidado—. Fue alterado con una medicina... experimental. Pero muy peligrosa.
No mencionó el nombre. B-Resonance no debía ser mencionado al público.
Inko, hasta ese momento en silencio, dio un paso adelante.
—Su regeneración es tan errática que... aunque cura más rápido... crea hueso donde no debería haberlo.
Recovery Girl asintió, confirmando una verdad demasiado cruda para decir de otra forma.
—Y su otro Quirk... el que invoca los esqueletos... también mutó. Aún no sabemos cómo, pero... —hizo una pausa, recordando los cuernos que emergían desde el suelo—, es igual o más fuerte que antes.
Akemi mantuvo la expresión neutra.
Pero por dentro, su corazón palpitaba con otra música.
Su mente solo circulaba en la figura de Hades, una mejor que antes, una más fácil de usar.
Una joya que ella había ayudado a pulir. Una pieza que se volvía más poderosa... incluso cuando ella misma creía estar muriendo.
Pero lo ocultó bien. Un suspiro falso, una mueca de preocupación perfectamente construida.
—Entiendo... —dijo con suavidad, ocultando el brillo furtivo en sus ojos.
En ese momento, la puerta volvió a abrirse.
Todoroki caminó al frente, los brazos cruzados, el ceño apenas fruncido. Sus pasos eran seguros, aunque algo tensos. Justo detrás, Ochako, con los ojos moviéndose de un lado a otro, preocupada. Entre ellas, asomaba una punta dorada. Solo su flequillo visible, pero el brillo de sus ojos era inconfundible.
Todoroki clavó su mirada en Akemi, luego en Hades. Sus ojos se suavizaron apenas al verlo dormido.
—Midoriya —musitó con voz baja, pero firme—. ¿Podemos hablar a solas?
Akemi lo miró un instante... y asintió. Sin preguntas. Sabía que no las necesitaba.
Inko, que había permanecido observando en silencio, no pudo evitar una pequeña sonrisa. Su tono fue juguetón, como si estuviera en otro mundo, casi como si olvidase lo que acaba de ocurrir.
—Suerte, hijita... —susurró solo para su hija.
Akemi sintió el malentendido. Pero no lo corrigió.
Ambas salieron de la habitación. Y justo cuando Akemi cruzaba el umbral, la mirada de Bakugo la atrapó por un segundo. Breve pero silenciosa.
Antes de que pudiera sostenerse, el rostro redondo de Ochako se cruzó frente al rubio, interrumpiendo el momento como una hoja cayendo entre dos espadas.
—¿Vamos por unas bebidas? —preguntó, con una sonrisa leve, pero cargada de algo más.
Bakugo suspiró un momento, pero asintió, caminando con las manos en los bolsillos junto a Ochako que se mantenía a su lado más cerca que antes.
—¿De qué crees que hablaron ahí dentro? —preguntó Bakugo de repente, rompiendo el breve silencio.
—No lo sé... pero pareciera que Hades-san no volverá pronto a las clases...
—¡Ja! Ese bastardo no se rendirá tan fácilmente.
—Jejeje... —rió Ochako, su voz burbujeando una vez más—. Tienes razón.
Sin más palabras ambos se juntaron aún sin tocarse, pero sintiendo la presencia del otro.
....
El pasillo volvió a llenarse de pasos, susurros y verdades no dichas.
Los pasos de Todoroki resonaban en el pasillo con la precisión de un reloj antiguo.
Tic. Tac. Tic. Tac.
No miraba atrás. No lo necesitaba. Sabía que Akemi la seguía como una sombra largamente esperada.
El ambiente estaba cargado de una tensión silenciosa, como la de un campo antes de la tormenta. Akemi lo rompió con una sonrisa suave y una voz que se deslizaba como miel espesa.
—¿Planeas llevarme tan lejos para confesarme algo, Todoroki-kun?
Pero la otra no se detuvo, no sonrió. Giró apenas el rostro, lo justo para que su voz grave, casi ronca por el esfuerzo de ocultarse, se oyera.
—¿Por qué alguien como Hades estaba llorando?
Akemi ladeó la cabeza, casi decepcionada de lo directa que había sido. Pero respondió, suave:
—Estuvimos hablando... cosas sin importancia. Al final, le dije que pronto podría volver a casa. Que podrá ver a quienes salvó, aún si fue al costo de él mismo.
Shoto entrecerró los ojos. Un gesto pequeño, apenas perceptible. Pero Akemi no le dio tiempo a hablar.
—Qué extraño... —susurró con fingida inocencia—. Alguien tan frío como tú... ¿preocupada por Hades? —sonrió ampliamente, posando un dedo en su mentón—. ¿No se suponía que eras la Reina del Hielo?
Todoroki se tensó. Era apenas un segundo, pero suficiente. Akemi bufó, sosteniendo una sonrisa torcida que escondía cuchillas.
—Tranquila... Reconozco a una mujer disfrazada con solo verla. Después de todo... —hizo una pausa, acercándose a ella, solo para susurrarle más cerva—, yo también lo hice.
Shoto abrió la boca, una réplica formándose entre dientes apretados, pero antes de que pudiera soltarla sonó su teléfono. Ella lo sacó, chasqueó la lengua, y contestó.
—¿Hola? Hermana... ¿Papá está ahí?
La voz del otro lado era clara, traviesa, y se oía un suspiro resignado.
—Sí, lo obligué a quedarse. Estaba inquieto. Dijo que su querida princesa está preocupada por un chico por primera vez.
Shoto giró los ojos, gruñendo con esa paciencia delgada que heredó de su padre.
—Solo fui a verlo. Sin sentimientos de por medio.
—Claro, claro... —respondió la voz con una risita burlona antes de que otra voz, más profunda, surgiera del altavoz.
—¿Estás bien, Shoto? ¿Necesitas transporte? Voy a ir a verte cuando—
—Voy a tomar un taxi, ya estoy por irme —respondió cortando las palabras de Endeavor, empezando a caminar en dirección contraria a la sonriente chica de cabellera verde.
—¿Ya lo viste? No ha pasado tanto desde que te dejé...
—Estaba dormido. Recovery Girl usó su Quirk —explicó, mientras apretaba el botón del elevador.
Hubo una pausa. Luego, una risa contenida del otro lado. Se oyó a su hermana reír también, encantada del momento.
—Mandaré un chofer.
—Lo aceptaré —suspiró Shoto, entrando al elevador.
Justo antes de que las puertas se cerraran, giró por instinto. Akemi estaba ahí, recargada con falsa despreocupación, su sonrisa estaba intacta como si ya hubiese ganado algo.
Cuando Shoto colgó, la voz de Akemi se alzó en el pasillo.
—¡Nos vemos, Shoto-chan! Te veo en el salón.
La ceja de Todoroki tembló. Gruñó, pero no respondió. El elevador descendió, llevándose consigo a la princesa helada... y dejando atrás la carcajada de una reina que siempre juega tres movimientos por delante.
....
Ding.
El ascensor se abrió. Shoto no se movió al instante.
El aire parecía más espeso, más pesado cuando trataba de meterlo a sus pulmones. Entonces cerró los ojos y tejió una pequeña escarcha entre sus dedos.
El hilo de hielo que tejió no fue un gesto mecánico: era desesperación. La única forma que tenía de no gritar, de no romperse ahí mismo. El frío subió hasta su muñeca, como si quisiera cubrirla entera. Como si pudiera congelar esa rabia que le ardía dentro.
—¿Cómo mierda lo supo? —murmuró, su mente rodeando la silueta de la chica.
Sus labios se apretaron. El hielo crujió, y por un segundo —solo uno— su ceño se frunció de forma idéntica a la de su padre.
—Ella lo sabía... ¿Pero desde cuándo? ¿Desde cuándo juega con esto, desde cuándo juega conmigo?
Una chispa de fuego se encendió en su espalda. Quiso quemar. Quiso destruir. Quiso arrancarse la piel.
Pero se obligó a respirar.
—Claro... —recordó—. Lo había escuchado antes... Bakugo dijo que Akemi se vestía como un hombre que se hacía pasar por uno. Igual que yo...
La memoria bajó la temperatura de su mente.
Se obligó a caminar. Pasos rígidos, precisos, como si fuera una máquina que no sabía qué era el temblor.
Entonces, sacó el teléfono.
Una foto de su propia familia la recibió.
Lo primero que la recibió fue la figura de Natsuo, con una sonrisa quebrada que se forzaba por hacerla nacer.
Sus ojos se deslizaron hacia Fuyumi, el pilar del hogar, la mujer que optó por tomar el lugar de una madre para sus hermanos menores.
Ella estaba en el medio de la foto, sus facciones tan frías e inexpresivas como siempre.
Y por último, Enji. Su papá. El hombre que se quedó solo en una casa llena de dolor, el que se esfuerza por mantener unida a la familia.
Pasó a otra foto, esta vez fue una más antigua.
Ahí estaba él. Un niño de cabello rojizo. Con esa sonrisa idiota, tan viva, tan absurda. Con una mano sobre su cabeza, la de su padre.
Pero no estaban solos...
A sus costados estaba una mujer de blanca cabellera que sostenía un pequeño bebé de cabello blanco igual al de ella, mientras que una Fuyumi más jóven abrazaba el costado de su padre.
Las sonrisas de la familia estaba inmortalizada en la nube de su teléfono. Todos sonreían ampliamente.
Pero, los más felices eran los adultos, su madre sujetaba el mentón de su padre con una sonrisa casi tan grande como la de Toya, mientras trataba de estirar los labios de Enji para hacerlo sonreir aún más ampliamente.
Shoto sintió que el pecho se le apretaba.
Recordó como su solo nacimiento arruinó la familia, recuerda como su sola existencia arrancó las sonrisas de todos. Cómo mató a dos personas con su presencia.
Una quemadura en su corazón punzo de dolor, con solo recordar los gritos de dolor de su hermano mayor.
—¿Por qué lo hice...? ¿Por qué a él? — Quiso mirar al costado, pero no había a dónde huir.
Negó con la cabeza, sacudiendola con furia contenida.
—Basta. Basta. No es momento para recordar eso... —susurró, mientras sus dedos temblaban cuando cambió de foto.
Y, a diferencia de las otras dos, está no era una foto familiar. Era una captura de pantalla que se hizo a medias.
Ahí, estaba Hades. Su sonrisa amplia. El cabello agitado. Un momento en medio del combate, congelado en el tiempo.
Shoto suspiró. Largo. Silencioso. Una pesadez en su pecho nació con solo recordar el estado del muchacho, un ardor nació cuando recordó como de sus ojos, pequeñas lágrimas nacían.
Lo odiaba un poco por eso. Lo quería un poco también.
Con un suspiro apagó el teléfono.
El auto ya la esperaba en la entrada del hospital.
La puerta se abrió con un sonido suave. El chofer no tardó en inclinarse apenas.
—Lady Todoroki. Su padre y sus hermanos la esperan en el cementerio.
Ella asintió. Sus palabras salieron como cuchillos envainados.
—Gracias.
Se sentó. El cuero del asiento estaba frío, pero no tanto como su nuca, ni como sus pensamientos.
El camino comenzó y con él, su mente descendió.
El auto arrancó con suavidad, pero el rugido del motor le pareció más grave de lo habitual.
Shoto no dijo nada. Su mejilla descansaba contra su propia mano, los dedos fríos, adormecidos.
La ventana era solo un marco de una ciudad que pasaba sin sentido.
Puestos, gente, luces, todo un borrón sin forma. Personas sin cara. Colores sin nombre. Era como ver el mundo tras una capa de escarcha.
Y aún así, dolía.
El chofer, un hombre mayor con voz cansada, rompió el silencio después de un par de minutos.
—¿Fue... una buena visita?
Shoto no contestó de inmediato.
El recuerdo la golpeó. No con nostalgia, sino con un vacío punzante.
—Lo encontré dormido —dijo al fin, sin apartar la vista del vidrio empañado por su respiración—. Recovery Girl le aplicaba su Don. Supongo que lo alcanzó justo en ese segundo.
El chofer levantó una ceja, curioso. Su mirada cruzó el espejo retrovisor, aunque no se atrevió a sostenerla por mucho.
—Creí que su Don solo causaba fatiga... Pero dormir, así de golpe... ¿solo por curarlo?
Shoto apartó la vista de la ventana, mirando hacia el techo del auto como si en él hubiera respuestas. El cuero negro, pulcro, reflejaba su rostro en sombras. Se acomodó en el asiento. La tela de su uniforme se arrugó en su pecho y respiró hondo.
—Recuerdo la única vez que usó su Don de curación en otro... —Su voz se volvió grave, densa—. Fue en Akemi —. El nombre salió como un disparo ahogado.
Un gruñido acompañó su confesión, como si la herida aún supurara. Llevó la mano a su rostro, cubriéndose los ojos por un segundo.
—Probablemente sea porque su Don también consume su resistencia. Tal vez, simplemente... se quedó sin nada que darle a su cuerpo.
El chofer soltó un tarareo bajo, pensativo.
—Mmm... Tiene sentido. Si es curación, debe quemar energía. Eso explicaría por qué se quedó dormido.
—Siempre está exhausto —replicó ella sin emoción. Ni burla, ni compasión. Solo una verdad incómoda que le pesaba más de lo que quería admitir
La ciudad desaparecía poco a poco. El concreto daba paso a los árboles secos, a la neblina temprana que se colaba entre colinas y lápidas que se adivinaban a lo lejos. El cementerio estaba cerca.
Cuando el coche se detuvo, Todoroki bajó sin esperar que le abrieran la puerta. El metal crujió suavemente.
Antes de cerrarla, se giró ligeramente hacia dentro.
—Gracias —dijo, mientras enderezaba su postura y respiraba profundamente.
Sin esperar respuesta, alisó su chaqueta con manos firmes, respiró hondo una vez más, y dio el primer paso hacia las tumbas.
El aire estaba más frío aquí. Dudando levemente, comenzó a caminar.
Su pulso estaba más acelerado de lo normal, pero no temía perderse. Ella ha caminado varias veces por el mismo cementerio.
Su miedo nacía por lo que le esperaba en la cima de la colina. Su temor nacía por las tres figuras que estaban más adelante. Por su familia que presentaban sus respetos y lágrimas por los que no estaban.
Suspiró con pesadez y sin decir palabra alguna se paró junto a su familia.
Endeavor dio un paso al frente, con el porte de un hombre que alguna vez creyó que el poder era suficiente para proteger... y que descubrió demasiado tarde que hay heridas que ni todo el fuego del mundo puede cauterizar.
En su mano izquierda, sostenía un pequeño ramo de flores blancas, apretadas con más fuerza de la necesaria, como si temiera que el viento pudiera arrebatárselas.
Se arrodilló ante la tumba de Rei con un respeto que rozaba la fragilidad. Su sombra, gigantesca, temblaba sobre la lápida. No dijo nada. Solo se inclinó, dejando las flores con un cuidado reverente, y bajó la cabeza como quien se desnuda ante una tumba y no sabe si merece el perdón.
El mármol decía su nombre, pero él no necesitaba leerlo.
Sabía cada trazo, cada grieta. Había tallado esa lápida con sus propias manos.
La tocó con los dedos, temblorosos. Y susurró, apenas un suspiro:
—Lo siento... Rei, aún no sé cómo mantener firme la familia...
Palabras que no podían reparar nada.
Pero las únicas que le quedaban.
Se quedó allí unos segundos más, como si esperara oír su voz una última vez.
Pero la tumba guardó silencio, y él supo que seguiría así por el resto de su vida.
Se puso de pie, y en la otra mano, las flores rojas comenzaron a arderle los dedos. No literalmente. No esta vez.
Caminó hasta la segunda tumba, con pasos que pesaban como años.
Toya Todoroki.
Allí yacía el hijo que había presionado hasta romperlo, hasta incendiarlo por dentro.
Las flores rojas fueron dejadas con menos ceremonia. No por falta de amor. Sino porque el dolor aún era demasiado reciente, y aún no sabía cómo doler sin rabia.
—Perdón, hijo... —susurró esta vez con una voz ronca, apenas audible.
Detrás de él, Fuyumi y Natsuo observaban, las manos juntas, cruzadas como si intentaran detener un temblor que solo ellos sentían. Sus miradas no eran de juicio.
Eran de compasión. De comprensión amarga. Nadie en esa familia estaba libre de culpas.
Shoto se mantuvo aparte. No por desdén. Sino porque no podía. No podía acercarse más.
Sus ojos se clavaron primero en la tumba de su madre, y algo dentro de su pecho se retorció como si algo vivo la mordiera por dentro.
No sintió nostalgia. No se imaginó su voz. No recordó su aroma.
Solo escuchó en su mente, como una maldición tatuada, una frase que volvía una y otra vez:
—Murió porque nací...
Y con esa frase, se abría la herida.
Quiso negar con la cabeza. Quiso desterrarla. Pero era como un veneno que no se iba, un eco que no se detenía.
Giró entonces hacia la otra tumba.
Y la culpa la ahogó una vez más.
Recordó los gritos. Recordó el calor. Recordó cómo su fuego, esa mitad que siempre temió, le arrebató lo único que no quería destruir.
—Por mi culpa... por culpa de mi fuego... él...
La respiración se le aceleró. Sus hombros se encogieron.
Quería irse. Quería desaparecer.
Y entonces, entre el abismo de su mente, logró sentir la mano de su padre... Esa mano era grande. Pero dudaba con un ligero temblor.
Se posó en su cabeza con lentitud, con una ternura que le era ajena... y por eso dolía más.
—No te culpes... —murmuró él, como si se lo dijera también a sí mismo—. No te ahogues en esa culpa... no fue tu culpa, Shoto. Fue solo mía y de nadie más...
La voz de Enji temblaba. Estaba rota. Pero no débil.
—Acepta el pasado. No lo entierres. No te entierres con él. Lleva ese peso. Pero hazlo para caminar... —su voz tembló casi como un mantra para ambos—, no para caer como tú tonto padre...
Shoto quería entenderlo. Quería aferrarse a esas palabras.
Pero ya estaba demasiado lejos.
Demasiado dentro.
El pasado la reclamaba, y el presente se volvía un murmullo distante. Porque en su mente, las llamas volvían a encenderse. Y con ellas, la memoria que quería enterrar.
[Hace 9 años...]
El sol de la tarde acariciaba el jardín trasero de la residencia Todoroki. No era un lugar donde solían jugar. No quedaba espacio para la infancia cuando los pasos de su padre retumbaban como metrónomos de obediencia. Pero ese día, por alguna razón, todo estaba en silencio.
Shoto, con apenas seis años, tenía los brazos al frente. Sus manos temblaban ligeramente, no de miedo, sino de concentración. En su rostro aún redondeado, los ojos bicolores estaban fijos en su objetivo: una botella vacía colocada encima de una roca.
—Recuerda lo que te dije —dijo Toya, detrás de ella, con las manos cruzadas y una sonrisa torcida—. No pienses en el hielo. Sé el hielo. Siente cómo se mueve por tu sangre.
Shoto asintió y respiró hondo.
Con un breve impulso, una ráfaga azulada salió disparada de su mano izquierda, congelando la botella al instante. El golpe fue certero, sin vacilación. Un hielo pulido, limpio, elegante.
—¡Sí! —exclamó Toya, aplaudiendo con fuerza—. ¡Así se hace, pequeña genio!
Shoto se giró de inmediato, su rostro iluminado por una sonrisa tímida. Toya se acercó y le revolvió el cabello con una mano aún tibia, cálida.
Siempre lo hacía. Y a Shoto le gustaba más ese gesto que cualquier alabanza de su padre.
—¿Crees que papá estará orgulloso? —preguntó, con los ojos brillando.
Toya lo miró por un instante, y la sonrisa en sus labios se volvió un poco más suave. No dijo que sí. Tampoco que no.
—Papá no está ahora, ¿verdad? —respondió en cambio, agachándose a su nivel—. Así que ahora solo somos tú y yo. ¿Qué te parece si entrenamos algo más?
Shoto ladeó la cabeza, curioso.
—¿Más hielo?
—No —negó junto a su cabeza, señalando con un dedo el costado derecho de su cuerpo—. Fuego. Como el nuestro.
El pequeño frunció el ceño, dando un paso hacia atrás.
—Pero... papá dijo que no debía usarlo sin él. Dijo que si me descontrolo podría...
—Shoto —interrumpió Toya con voz suave—. Estoy contigo. Yo también tengo fuego, ¿recuerdas? Lo controlo todos los días.
Se incorporó lentamente, encendiendo una pequeña llama en la palma de su mano. No era grande. Pero danzaba como si tuviera vida propia.
—Y te lo voy a enseñar. Porque tú también tienes derecho a ser fuerte. No solo a ser perfecto.
Shoto tragó saliva, y dudó.
Pero en los ojos de Toya, no había juicio. Solo una paciencia infinita. Un orgullo fraterno. Y algo más. Algo roto que Shoto aún era demasiado pequeño para comprender.
—¿Me prometes que no te vas a enojar si me sale mal?
Toya sonrió, inclinándose una vez más para apoyarle la frente contra la suya.
—Te prometo que no me voy a enojar.
Te prometo que voy a estar aquí.
Con un leve movimiento, dio un salto hacia atrás y adoptó una pose de combate juguetona, como si fuera un héroe de las caricaturas. Shoto rió un poco, bajando la guardia.
—Muy bien, pequeña. Muestra tu fuego.
Shoto se concentró. Lentamente, calor subió por su costado derecho. Lo sintió latir, lo sintió temblar. Era distinto al hielo, menos elegante. Más ruidoso. Más vivo.
Primero nació una chispa, luego una flama que era débil, insegura. Pero era suya.
—¡Eso! ¡Eso es! —gritó Toya, encendiendo también su fuego—. ¡Ahora, ataca!
Y así lo hicieron. No como enemigos.
Sino como hermanos que se empujaban mutuamente a ser más.
Las llamas no eran peligrosas, todavía. Eran luces de un juego sagrado entre dos niños rotos que, en ese momento, creían que entrenar juntos era su manera de decir: te quiero.
Toya esquivaba con una risa viva, guiando, corrigiendo. Shoto se reía sin miedo, sudando y resbalando, lanzando más llamas, hielo a veces.
El patio era un torbellino de fuego e infancia.
Y durante ese rato, ninguno de los dos pensó en lo que les exigía su padre. Solo pensaban en el otro. En estar juntos como hermanos.
Pero el calor crecía. La energía crecía.
Y el sol comenzaba a descender...
—¡Vamos, Shoto, más fuerte! ¡No tengas miedo!
Toya se apartó de la línea de fuego con una sonrisa amplia, una chispa vibrante bailando sobre su mano derecha. El calor de su fuego azul crepitaba con energía pura, mientras la pequeña Shoto, con el rostro empapado de sudor y el ceño fruncido por la concentración, exhalaba un chorro de hielo que congelaba el suelo bajo sus pies.
—¡Si papá se entera, nos va a regañar! —protestó ella, sin perder de vista el movimiento de su hermano.
—Papá no está, y además tú ya no necesitas que te vigile todo el tiempo —respondió con una risa tranquila—. Confía en mí. Vamos, sólo un poco de fuego. No tengas miedo de ti misma.
Shoto dudó. Su mirada recorrió la llama azul en la mano de su hermano. Era distinta a la suya: más ardiente, más viva. Pero también más inestable. Lo admiraba. Desde siempre había admirado ese fuego que parecía consumirlo todo, incluso al propio Toya.
Respiró hondo.
Y encendió su fuego.
Una lengua de llamas anaranjadas brotó de su palma. Al principio temblaba, débil, pero su hermano asintió con aprobación y ella, en respuesta, apretó los dientes y se concentró.
—Eso es, muy bien —dijo Toya, retrocediendo unos pasos—. Ahora dame más. No te contengas. ¡Confía en tu instinto!
Shoto lanzó una primera llamarada, contenida, medida. Toya la esquivó con facilidad y soltó una carcajada.
—¿Eso es todo lo que tienes? ¡Vamos, hermanita! ¡Muéstrame de qué estás hecha!
El aire se volvió pesado. Una vibración latente recorrió el campo de entrenamiento mientras el entusiasmo comenzaba a calar en los huesos de ambos. Shoto sonrió, emocionada por primera vez al usar su fuego. Aquello ya no era un castigo, no era una imposición. Era un juego con su hermano. Una conexión real.
Toya chasqueó los dedos y de su espalda brotó una llamarada azul que cubrió su brazo entero.
—¡Todo o nada!
La explosión fue inmediata. El fuego azul rugió hacia ella, y Shoto, en vez de esquivarlo, lo enfrentó. Cerró los ojos, flexionó los músculos y soltó un rugido desde lo más profundo de su pecho.
Su fuego emergió como una tormenta solar, una esfera ardiente que se expandía a gran velocidad. Fue tan repentina que el propio aire crujió. El impacto la alcanzó también a ella, quemando su antebrazo izquierdo. Sin embargo, su cuerpo reaccionó por instinto: una costra de hielo emergió de su piel, endureciéndose sobre la quemadura como una armadura cristalina. El dolor fue ahogado por la adrenalina.
Toya no tuvo esa defensa.
El fuego lo alcanzó de lleno. La llamarada lo envolvió en cuestión de segundos, tragándose su llama azul como si fuera apenas una chispa en el mar. La intensidad era tan brutal que la hierba bajo sus pies se consumió al instante. Toya gritó no pudo hacer nada más que gritar.
Un grito desgarrador, agudo, lleno de terror y dolor auténtico.
—¡Aaaaagghhh!
Shoto abrió los ojos justo cuando su hielo se resquebrajaba. El olor metálico de la piel chamuscada le llenó las fosas nasales. Un mareo la hizo tambalearse, y en medio de su confusión, escuchó un grito que la paralizó.
—¡Touya!
La voz de su padre irrumpió como un trueno. Desde la distancia, Endeavor llegaba impulsado por las llamas de sus pies, con el rostro tenso y los ojos desorbitados.
En un parpadeo, estaba junto a su hermano.
Las llamas fueron sofocadas a la fuerza por sus manos, que ardían sin quemarse, moldeando el fuego con precisión. Sujetó a su hijo, cuyo cuerpo humeante temblaba entre sus brazos, la piel ennegrecida en varias zonas, el cabello pegado al cráneo por el sudor y las cenizas.
Endeavor lo abrazó con fuerza. No dijo nada. Sólo respiraba agitado, mirando de reojo a su hija.
Shoto lo miró también. Esperaba gritos. Esperaba reproches. Esperaba odio.
—Papá yo...
Pero no hubo nada de eso.
En sus ojos sólo vio una cosa: miedo.
No miedo hacia ella. Miedo por su hijo. Por su cuerpo dañado. Por la posibilidad de perderlo.
Endeavor apretó la mandíbula, y sin perder más tiempo, encendió las llamas en sus pies y se elevó con Toya en brazos.
En instantes se fue. Se alejó volando en el crepúsculo que teñía el cielo de rojo, sin volver la vista atrás.
Shoto no se movió. No podía. El mundo se volvió estático. Todo estaba en silencio salvo por el zumbido de sus propios pensamientos, y la frase que comenzó a repetirse sin cesar, como una condena que calaba hasta la médula:
—Por mi culpa...
El aire ya no se sentía cálido. El fuego había cesado, el cielo se había teñido de un gris sucio y plomizo, y el viento soplaba con la delicadeza de un lamento.
Shoto no se movía.
El campo de entrenamiento, carbonizado en amplias zonas, olía a ceniza y carne. Su brazo izquierdo ardía, cubierto aún por fragmentos de hielo derretido que ahora se deslizaban como lágrimas frías sobre su piel. Pero no dolía. No sentía dolor en la carne. Solo un hueco. Un vacío que se agrandaba segundo a segundo.
Sus pies parecían clavados al suelo. Y el recuerdo —vívido, implacable— no dejaba de repetirse: el grito de su hermano, el rostro de su padre, el calor devorándolo todo.
—Fue mi culpa.
La frase se filtraba entre sus pensamientos como agua en piedra. Golpeaba. Calaba. Resonaba.
—Yo lo lancé. Yo usé ese fuego. Yo... lo quemé.
Tragó saliva, pero la garganta estaba seca. El aire era plomo. Su pecho se encogió, y cuando intentó respirar, no hubo alivio. Solo un susurro desgarrador en su cabeza: "¡Más, Shoto! ¡Muéstrame tu fuego!"
Y ella lo había hecho. Se lo había mostrado todo.
Su cuerpo se tambaleó, como si el mundo comenzara a inclinarse, como si la culpa tuviera peso físico, concreto, denso. Cayó de rodillas primero. El hielo bajo sus pies se agrietó. Luego sus manos tocaron el suelo, sus dedos presionando la tierra aún caliente. Y por último, su frente. Su frente golpeó el suelo con fuerza, dejando una leve marca en la tierra ennegrecida.
No lloraba. Ni gritaba. Solo se dejó caer, con los labios apretados y los ojos bien abiertos, clavados en la tierra, como si buscara enterrarse en ella también.
—Por mi culpa... por mi culpa... por mi culpa...
Sus labios lo susurraban en un hilo de voz apenas audible. Una letanía. Una oración enferma. El inicio de un castigo sin fin.
La escena se apagó.
El cielo se oscureció, y cuando volvió a la luz, lo hizo a través de un velo gris. Un día nublado, silencioso. Un campo funerario que parecía suspendido fuera del tiempo.
Sombras vestidas de negro rodeaban una fosa abierta. Y en el centro, un ataúd cubierto de flores blancas y rojas descendía lentamente entre cuerdas sostenidas por héroes que mantenían la cabeza agachada. No se escuchaba ni una mosca. Ni un murmullo. Ni una plegaria.
Shoto estaba entre la multitud, inmóvil. No parpadeaba. No respiraba con naturalidad. Apenas existía.
Miraba cómo su hermano era tragado por la tierra.
El primogénito. El brillante. El que reía mientras entrenaban. El que la empujaba a usar su fuego, a no temerlo. El que decía que ella era fuerte. El que ahora estaba muerto.
A su lado, Fuyumi contenía las lágrimas. Su rostro pálido temblaba mientras apretaba las manos con fuerza.
—No fue tu culpa —susurró con voz quebrada—. Toya... lo hizo solo. Llevó su fuego al extremo. Solo quería alcanzarte. Superarte...
La tierra cayó sobre la tapa del ataúd con un golpe sordo.
—Quería que papá lo mirara igual que te mira a ti... —añadió, apenas audible—. Quería ser suficiente...
Pero Shoto no reaccionó. Sus ojos seguían fijos en la tumba, incapaces de moverse. Sus labios estaban cerrados como una lápida. Nada de lo que dijeran iba a arrancar la verdad que se había sembrado en lo profundo de su pecho:
Ella lo mató.
Aunque no fuera cierto. Aunque nadie lo creyera. Aunque la realidad dijera lo contrario.
En su corazón, lo había matado. Y esa semilla, plantada en ese día gris, no dejaría de crecer nunca.
....
El mundo volvió a girar.
Shoto parpadeó lentamente y, por un instante, quedó suspendida entre dos realidades. El murmullo del motor la envolvía con su constante zumbido grave. El aire del ventilador del auto soplaba suavemente contra su rostro, trayendo consigo el olor tenue del incienso que aún impregnaba su ropa. Su mano temblaba levemente sobre la rodilla, y al notar el sudor frío en su nuca, se dio cuenta de que había vuelto a perderse en sus recuerdos.
Otra vez.
Llevó una mano a la sien y masajeó lentamente. Respiró hondo. El aire entró seco, profundo, y lo soltó con fuerza, como si eso bastara para purgar el pasado. El cielo, al otro lado del vidrio polarizado, estaba pintado de anaranjados y violetas: el sol comenzaba a esconderse tras las colinas. El campo de tumbas se teñía de sombras alargadas.
Desde la distancia, vio figuras familiares acercándose entre los senderos de piedra. Endeavor caminaba al frente con su silueta imponente, pero con los hombros vencidos, como si el peso de los años se acumulara más que el de la fuerza. A su lado, Fuyumi frotaba la mano de su padre con delicadeza, casi como si calmara a un niño, y Natsuo le ofrecía una botella de agua mientras decía algo que logró arrancar una mueca parecida a una sonrisa.
Shoto volvió la vista al frente.
No quería que la vieran con los ojos turbios ni con los pensamientos aún atrapados en aquel incendio de su infancia. Se obligó a asentir levemente, a fingir calma. Cuando las puertas se abrieron y sus hermanos subieron al vehículo, el aire se llenó de una energía tenue pero reconfortante. Fuyumi se sentó a su lado derecho y Natsuo al izquierdo, ambos irradiando calor, presencia, y una familiaridad casi intacta a pesar de las grietas. Endeavor ocupó el asiento del conductor y cerró la puerta con un leve suspiro. El auto tembló un poco cuando lo hizo.
Miró por el espejo retrovisor.
Sus ojos encendidos, duros como llamas en combustión, se suavizaron mientras recorrían los rostros de sus tres hijos. El silencio duró apenas unos segundos antes de que su voz —ronca, baja, pero esforzada— rompiera la quietud.
—¿Dónde quieren cenar?
Fuyumi ladeó la cabeza, tratando de mantener una sonrisa.
—Podríamos comer pasta, ¿no? Hace mucho que no vamos a ese lugar italiano en Musutafu...
—Mmm, yo prefiero sashimi —dijo Natsuo, alzando la ceja con una sonrisa agotada—. Además, hace calor. No quiero algo pesado.
Endeavor asintió levemente, sin discutir. Luego miró de reojo a Shoto por el espejo, con un esfuerzo palpable en su expresión. Su voz bajó un tono, intentando sonar amable... aunque aún cargada de torpeza.
—¿Y tú...? ¿Te gustaría un soba frío?
Shoto alzó la vista. El gesto era pequeño, pero suficiente para que todos notaran que había algo más en su mirada. Sus labios se curvaron apenas, y tras un breve silencio, negó suavemente con la cabeza.
—En realidad... me gustaría una hamburguesa.
Fuyumi parpadeó sorprendida. Natsuo soltó una pequeña risa por lo bajo.
—¿Hamburguesa? Vaya... eso es nuevo.
Shoto se encogió de hombros, sonriendo un poco con melancolía mientras su mente evocaba la voz grave y arrogante de cierto peli negro que, en algún momento, había declarado con total seriedad:
"¡La hamburguesa es la comida de los dioses!"
El recuerdo le arrancó un nudo en el pecho, pero también, por primera vez en todo el día, una sonrisa auténtica.
—Sí —murmuró—. Es una buena idea.
—Hamburguesas, entonces —dijo Natsuo, aprobando la elección con un pulgar arriba.
—A mí también me parece bien —añadió Fuyumi con un gesto dulce.
Endeavor los miró a través del retrovisor una vez más. No dijo nada de inmediato, pero su mano tembló apenas cuando giró la llave de encendido. Un leve brillo cálido asomó en la comisura de sus labios. No por la comida. No por lo insólito de la elección. Sino porque, por fin, aunque fuera por un instante, Shoto había pedido algo para sí misma.
Y eso era suficiente.
El motor rugió suavemente, las luces se encendieron, y la familia Todoroki se alejó del cementerio mientras el cielo terminaba de apagarse sobre ellos.
CONTINUARA.