El silencio que dejó Aion era más denso que la niebla. Valen permaneció inmóvil, los dedos enterrados en el pelaje de Eco. El lobo olfateaba el aire, inquieto, los ojos dorados fijos en el montón de ceniza que había sido un roble centenario. El poder aún resonaba en las yemas de los dedos de Valen, un eco frío y seductor. La Sed de Vitalis, el primer don, palpitaba en sus venas como un segundo corazón. Ya no era un hambre ciega; era un instinto afilado, una brújula interna que señalaba cada chispa de vida en el bosque corrupto.
Allí.
A diez pasos, bajo una piedra musgosa, latía un escarabajo de caparazón iridiscente. Su energía era mínima, un pálpito débil como el aleteo de una polilla. Valen extendió la mano izquierda, las fisuras dorado-violáceas brillando con avidez. Antes, el drenaje había sido un acto de pánico. Ahora fue intencional. Un susurro mental, un mandato silencioso: "Dame".
El insecto se convulsionó. Su brillo se apagó al instante, el caparazón se oscureció, agrietándose como cerámica vieja. Un hilillo de energía, fino como un cabello, subió por el brazo de Valen. No fue repulsivo como la esencia de la Sombra o la corrupción de las plantas. Era limpio, agudo, un sorbo de agua helada en un desierto. Las fisuras pulsaron, satisfechas por un segundo. Luego, la Sed rugió de nuevo, insaciable.
Más.
Se movió como un sonámbulo, Eco cojeando a su lado. El bosque se había transformado. Ya no era un laberinto de amenazas, sino un banquete. Sentía el latir de los líquenes en los troncos, la obstinada resistencia de los cardos entre las grietas, el flujo lento de savia envenenada en las enredaderas carnívoras. Cada vida era un faro en su mente, clasificada por intensidad, por "sabor". Pero era el calor de las bestias lo que atraía su Sed con más fuerza.
Allí.
En un claro inundado de la luz grisácea del amanecer, un ciervo joven bebía de un charco de agua negra. Su pelaje, manchado de barro, temblaba con cada sorbo. Valen lo sintió antes de verlo: un núcleo de energía cálida, palpitante, pura comparada con la podredumbre del bosque. Era diez veces más intenso que el escarabajo, cien veces más que un cardo. La Sed en su pecho se estremeció, babeando. Eco emitió un gruñido bajo, olfateando el aire, pero Valen ya avanzaba, silencioso como la niebla.
El ciervo levantó la cabeza, las orejas erguidas, alerta. Sus ojos oscuros, grandes y húmedos, encontraron los de Valen. No hubo pánico inmediato, solo curiosidad infantil. Valen se detuvo a cinco pasos. El animal olfateó, confundido. No veía un depredador; veía a un niño demacrado, de pelo blanco y ojos febriles.
"Solo un poco," pensó Valen, la voz de Aion susurrando en su mente: "Un cazador, no un mendigo."
Extendió la mano. No hubo invocación, ni palabras. Solo voluntad. El Segundo Don, La Marca del Engaño, respondió. Las fisuras de sus antebrazos se iluminaron, el dorado manchado de sombra, el violeta profundizándose como cicatrices reabiertas. Un hilo invisible de Vitalis, fino y preciso, se tendió entre su palma y el costado del ciervo.
El animal dio un respingo. No de dolor, sino de sorpresa. Un escalofrío recorrió su lomo. Valen sintió el contacto. Era como sumergir la mano en un arroyo de luz tibia. La energía del ciervo era vibrante, dulce, llena del instinto simple de pastar, correr, sobrevivir. La Sed en su pecho gimió de placer. Tiró suavemente.
Un temblor recorrió las patas del ciervo. Su respiración se aceleró. Los ojos, antes curiosos, se nublaron de confusión. Valen bebió. No era un torrente violento como con la Sombra Serpentina. Era un sorbo controlado, medido. La energía fluyó hacia él, limpiando momentáneamente el sabor a hielo y podredumbre de la esencia de Aion en su núcleo. Una oleada de fuerza artificial lo invadió. El cansancio de días sin dormir, el dolor de sus heridas, se desvanecieron como niebla al sol. Sintió que podía correr, saltar, romper cosas.
El ciervo retrocedió un paso. Su pelaje perdió brillo. Una leve palidez se extendió alrededor de sus ollares. Eco, a los pies de Valen, gruñó, el pelo del lomo erizado. El lobo olfateaba el aire, inquieto, percibiendo el robo invisible.
"Basta," se dijo Valen, intentando retirar el hilo mental. Pero la Sed no era un músculo que se relajara. Era una fiera con el gusto de la sangre fresca. El flujo de Vitalis no se detuvo; se intensificó. El ciervo dio un resoplido de angustia. Sus patas delanteras flaquearon.
¡NO!
Valen cerró el puño con fuerza, cortando la conexión de golpe. El ciervo se desplomó de costado, jadeando, los flancos palpitando como fuelles rotos. No estaba muerto, pero estaba... menguado. Su pelaje parecía más áspero, sus ojos más hundidos, como si hubiera envejecido cinco años en cinco segundos. El charco de agua negra reflejó su imagen demacrada, un espejo cruel del propio Valen meses atrás.
La culpa lo golpeó como un mazo. No fue repugnancia por la energía robada, sino vergüenza. Había hecho a otra criatura lo que el bosque, la Inquisición, su padre, le habían hecho a él: robarle su esencia, su juventud, su fuerza. Por un puñado de poder momentáneo. El sabor dulce del Vitalis del ciervo se tornó amargo en su boca, mezclándose con la bilis que subía por su garganta. Vomitó, doblado por la cintura, escupiendo agua fétida y la acidez de su propio acto.
Eco se apartó, evitando el vómito. Cuando Valen se enderezó, jadeando, vio los ojos del lobo. Ya no había confusión. Había miedo. Un miedo profundo, instintivo, dirigido hacia él. El animal retrocedió un paso, luego otro, cojeando, manteniendo la distancia. Su gruñido era bajo, continuo, una advertencia.
"Eco..." La voz de Valen sonó ronca, extraña incluso para sus propios oídos. Extendió la mano, no para drenar, sino para tocar, para consolar. "No quería... no fue así..."
El lobo no se acercó. Siguió retrocediendo, los ojos dorados fijos en las fisuras brillantes de los brazos de Valen, en el pelo blanco que ahora le cubría media cabeza como una capucha de ceniza. El mensaje era claro: Eres peligroso. Eres diferente. Ya no eres el que me salvó.
Un dolor más agudo que cualquier herida física atravesó el pecho de Valen. Había perdido a su familia, a su hogar, a su humanidad. Ahora, en el acto de reclamar poder, había perdido la única lealtad que le quedaba. El bosque susurró a su alrededor, burlón: "¿Ves? El hambre siempre gana. La soledad es tu destino."
Se llevó una mano temblorosa a su cabello. Donde antes había mechones blancos aislados, ahora una franja ancha, desde la sien derecha hasta la nuca, era blanca como el hueso del reloj de Aion. La Marca del Engaño avanzaba. No solo en el pelo. Al tocarse la mejilla, sintió un parche de piel más áspera, más fría, cerca de la oreja. Como piedra pulida por el hielo.
El ciervo intentó levantarse, sus patas temblorosas fallando. Emitió un quejido lastimero, un sonido que perforó la niebla y el remordimiento de Valen. La Sed, momentáneamente aplacada por la culpa, despertó al oír la debilidad. Un latigazo de deseo recorrió sus venas. Está débil. Sería un acto de misericordia. Acabar con su sufrimiento. Y tú... tú necesitas más. Siempre más.
Valen apretó los puños hasta que los nudillos palidecieron. Las fisuras brillaron con fuerza, iluminando la niebla con un resplandor enfermizo. La batalla dentro de él era una guerra campal: la rabia contra la compasión, la Sed contra el último jirón de humanidad, el eco de Aion contra el recuerdo de los ojos de Eco llenos de confianza.
"No," susurró, no al ciervo, sino a la oscuridad que crecía en su interior. "No otra vez."
Se obligó a dar media vuelta. A alejarse del ciervo moribundo, de su calor tentador, de la fácil solución. Cada paso fue una agonía. La Sed gritaba, enfurecida, exigiendo que volviera, que terminara lo que había empezado, que se saciara. El sabor del Vitalis del ciervo aún bailaba en su lengua, un recordatorio de lo fácil que sería.
Caminó sin rumbo, alejándose del claro, adentrándose en la espesura más oscura. Eco no lo siguió. Se quedó al borde del claro, observándolo alejarse, un fantasma gris con ojos dorados llenos de una pena animal e incomprensible.
Valen encontró un arroyo de agua menos negra, alimentado por un manantial oculto entre las rocas. Se arrodilló y bebió a grandes tragos, tratando de lavar el sabor amargo de su traición y el dulzón del Vitalis robado. El agua estaba fría, limpia en comparación con la podredumbre circundante, pero no calmó la Sed. Nada, comprendió, la calmaría excepto más vida.
Al mirar su reflejo en el agua oscura, vio el avance de la Marca. El pelo blanco era una mancha fantasmal contra el castaño sucio restante. La piel de su mejilla derecha, cerca de la oreja, tenía ahora un tono grisáceo, liso y frío al tacto, como porcelana de tumba. Y las fisuras... ya no se limitaban a los brazos. Una línea fina, apenas visible, serpenteaba desde su clavícula derecha hacia arriba, rozando la base de su cuello. Dorada en el centro, bordeada de violeta siniestro.
El Reloj de Arena Invisible latía en su mente. Un año. Doce lunas. Cada latido de su corazón, un grano de sangre cayendo.
"¿Ves lo que haces?" La voz de Aion era un susurro en la corriente del arroyo. "Te aferras a una compasión que el mundo te negó. Esa debilidad te consumirá antes de que el hambre lo haga. El ciervo sufre inútilmente. Tú sufres inútilmente. Toma lo que necesitas. Es la ley del fuerte. La única ley que este bosque, que este mundo, respeta."
Valen cerró los ojos. La imagen del ciervo, envejecido y temblando, se mezcló con la de Eco retrocediendo, con la de su padre arrancándole el medallón. El vacío en su pecho, ahora amplificado por la Sed insatisfecha, era un pozo sin fondo.
Cuando abrió los ojos, ya no había duda en ellos. Solo una resignación fría, tallada en hielo y desesperación. Se levantó. No regresó al claro del ciervo. En su lugar, se adentró más en el bosque, sus sentidos amplificados por la Sed escaneando el entorno.
Encontró su presa en una madriguera bajo las raíces de un tejo necrótico: una familia de conejos salvajes. Eran pequeños, de pelaje marrón oscuro, acurrucados juntos por calor. Su energía era modesta, pero colectiva. Caliente. Palpitante. Fácil.
Valen no vaciló esta vez. Extendió ambas manos. Las fisuras en sus brazos y ahora en su cuello brillaron con una luz fría y decidida. La Sed se abrió camino, no con violencia, sino con la precisión de un cirujano. Múltiples hilos de Vitalis, invisibles e implacables, se tendieron hacia los conejos.
No hubo lucha. Solo un leve estremecimiento colectivo, un último intento de acurrucarse más. Luego, el silencio.
La energía fluyó hacia Valen, un torrente cálido y reconfortante que ahogó la culpa, el remordimiento, el eco de los ojos de Eco. La fuerza inundó sus músculos, aclaró su mente, borró el cansancio. Las fisuras pulsaron, satisfechas, el violeta en sus bordes brillando con una luz más fuerte, más segura.
Cuando el flujo cesó, miró la madriguera. Los conejos yacían inmóviles. No estaban muertos, no exactamente. Parecían... disecados. Su pelaje sin brillo, sus cuerpos encogidos, sus ojos opacos y secos. Como juguetes viejos abandonados a décadas de polvo. Habían envejecido décadas en segundos.
Valen respiró hondo. El aire frío del bosque ya no le molestaba. La Sed, por ahora, dormitaba. No había euforia, solo un vacío distinto. El vacío del que ha cruzado un umbral y sabe que no hay vuelta atrás.
Al pasar cerca de un charco de agua estancada, vio su reflejo. Una nueva franja de pelo, desde la sien izquierda, había perdido todo color. Y en el cuello, la fisura ascendente brillaba con intensidad constante, como una cicatriz de energía.
El bosque susurró a su espalda, pero ahora sonaba diferente. No burlón. Respetuoso. Temeroso.
Valen Thorne, el Arcanista Abandonado, siguió caminando. No miró atrás, ni a la madriguera silenciosa, ni en dirección a donde había dejado a Eco. Cargaba con su hambre, su marca y su reloj de sangre. La compasión era un lujo para otra vida. En esta, solo quedaba la Sed. Y el camino hacia la venganza, empedrado con la juventud robada de todo lo que se interpusiera en su camino.