El silencio en la aldea fue tan espeso como la niebla del bosque que Valen acababa de abandonar. Los aldeanos, con sus rostros curtidos por el sol y la miseria, lo miraban como a un espectro surgido de una pesadilla colectiva. El niño con la rodilla cuasi-milagrosamente aliviada seguía mirando su herida, luego a Valen, con una mezcla de asombro y temor reverencial que rayaba en lo religioso. "Ángel", había susurrado. La palabra flotaba en el aire, pesada y peligrosa.
La anciana, la de los ojos astutos como cuentas de obsidiana, fue quien rompió el estancamiento. Su mirada no se apartaba de la hierba marchita, de los cardos mustios que rodeaban el lugar donde Valen había actuado. "Sanador de sombras," murmuró, su voz áspera como piedra contra piedra. "Traes vida prestada, pero la tierra paga el tributo. Nada es gratis en este mundo roto."
Valen mantuvo su postura erguida, el bastón clavado en el suelo como un estandarte. El cansancio empezaba a filtrarse a través del residuo de energía robada al ciervo, pero la determinación fría que el pacto con Aion había forjado en él era más fuerte. "Descanso. Comida," repitió, su voz clara y fría cortando el murmullo incipiente. "Luego me iré. Intentad detenerme, si os atrevéis. Pero recordad de dónde vengo." Su mirada, helada y cargada de la oscuridad del Bosque de los Susurros Mortales y del poder recién descubierto, recorrió cada rostro. Vio miedo, sí, pero también codicia en algunos ojos. ¿Podría este "ángel" sanar otras dolencias? ¿A qué precio para sus campos?
Fue entonces cuando la Sed de Vitalis en su pecho dio un tirón brusco, agudo, como una campana de alarma silenciosa. No provenía de los aldeanos, ni de los animales famélicos del cercado. Provenía de la entrada del valle. Dos chispas vitales, intensas y duras como el acero templado, se acercaban a gran velocidad. No eran cálidas como la vida natural; eran frías, disciplinadas, impregnadas de una familiar y odiada energía: la supresión rúnica. *Inquisición.*
El instinto, agudizado por la tortura y el hambre, gritó antes que la razón. *¡Peligro!* Eco, a su lado, erizó todo el pelo del lomo y emitió un gruñido profundo y continuo, los colmillos al descubierto, olfateando el aire con pánico. Los aldeanos, advertidos por el cambio en el "ángel" y el lobo, siguieron su mirada hacia el camino polvoriento que serpenteaba desde las colinas.
Dos jinetes emergieron al trote, cortando la luz baja del atardecer. Vestían túnicas de un blanco inmaculado que parecía repeler el polvo del camino. Las capuchas profundas ocultaban sus rostros, pero no era necesario verlos. El emblema bordado en el pecho – un ojo estrellado dentro de un triángulo invertido, todo en hilo plateado – era inconfundible. Santa Inquisición Arcana. Los caballos, bestias poderosas de patas gruesas y ojos cubiertos por viseras laterales, resoplaban con brusquedad. En sus guanteletes, las runas de supresión brillaban con un tenue resplandor violeta, el mismo que Valen llevaba grabado en el alma y en la carne muerta de su mano derecha.
El silencio de la aldea se volvió absoluto, roto solo por el resoplar de los caballos y el gruñido ronco de Eco. Los niños fueron empujados a las chozas por sus madres, cuyos rostros palidecieron de un terror nuevo y más inmediato que el provocado por Valen. La Guardia Inquisitorial no traía sanaciones; traía purgas.
Los jinetes se detuvieron en el centro del poblado, sus cabezas cubiertas girando lentamente, escudriñando. Uno de ellos, más alto, con una runa más compleja brillando en su guantelete derecho, habló. Su voz era metálica, sin eco, como si saliera de un pozo profundo. "Hablad. Un forajido, un Apátrida manchado por la herejía vital, fue abandonado en el Bosque. Rumores hablan de que ha salido. ¿Habéis visto algo? ¿Algo... *inusual*?"
Su mirada invisible pero palpable se posó finalmente en Valen. El contraste era grotesco: el niño demacrado, de pelo blanco como la ceniza y ropas harapientas que habían sido ricas, sosteniéndose con un bastón tosco, frente a los dos centinelas de la pureza arcana, inmaculados y mortíferos. Las fisuras en los brazos de Valen, que habían palpitado suavemente tras la sanación, se encendieron de repente. El dorado se tiñó de rojo oscuro, el violeta en sus bordes brilló con una intensidad siniestra, como venas de amatista envenenada por la ira. La esencia de la Sombra en su pecho, dormida, se agitó con un zumbido de odio reconocido.
*¡Ellos! ¡Los que encadenaron! ¡Los que quemaron! ¡Los del fuego blanco!* La rabia, negra y amarga, hirvió en el pecho de Valen, ahogando el miedo residual. La Sed de Vitalis rugió, no hacia los aldeanos, sino hacia esas dos fuentes de energía fría y represiva. Era un hambre diferente: hambre de destrucción.
"¿Él?" La voz rasgada de la anciana sonó, señalando a Valen con un dedo tembloroso. "Llegó del Bosque. Curó al niño... pero la hierba murió." Su intención no era clara: ¿una advertencia para los inquisidores? ¿Un intento de apaciguarlos entregando al forastero?
El inquisidor más alto giró completamente hacia Valen. La runa en su guantelete brilló más intensamente. "Apátrida Valen Thorne," declaró, sin duda. El nombre, dicho con ese desprecio glacial, fue un latigazo. "Por el Edicto de Pureza Elemental y la sentencia del Archimago Orin, tu existencia es una mancha. Venir a contaminar a estos simples... es un agravante."
No hubo advertencia. No hubo intento de captura. El segundo inquisidor, más pequeño y ágil, desenvainó una daga corta de acero bruñido. No era un arma ceremonial. Tenía el filo de un carnicero. Espoleó su caballo hacia Valen en una carga repentina y silenciosa. El objetivo era claro: ejecución sumaria. Limpiar la mancha.
El tiempo se ralentizó. Valen vio la hoja reluciente, la capucha oscura, los ojos inexistentes detrás de la tela. Vio el miedo en los rostros de los aldeanos, el horror en los ojos del niño curado. Vio la imagen de la Fortaleza Blanca, de la jaula, de la mano muerta. Sintió el frío del fuego purificador. Y la rabia, la rabia pura y negra alimentada por el abandono, la tortura y la promesa de Aion, estalló.
*¡NO!*
No fue un grito. Fue un rugido interno. Un despliegue de voluntad salvaje y desesperada. No pensó en drenar. Pensó en *armas*. Pensó en el dolor, en la sangre que le habían robado, en la que le querían robar ahora. Pensó en *devolverlo*.
Extendió su mano izquierda hacia el inquisidor que cargaba, no en un gesto defensivo, sino ofensivo. Las fisuras en su brazo estallaron en un resplandor cegador. El dorado se volvió escarlata, el violeta negro. La energía no fluyó *hacia* él. Fluyó *desde* él, desde el núcleo de rabia y Vitalis corrupto en su pecho, hacia el aire frente a su palma. No fue un hilo. Fue una erupción.
El aire mismo se condensó, vibró, y se *solidificó* en dos proyectiles cortos, afilados, translúcidos. No eran de metal, ni de hielo. Eran de *sangre etérea*. De la esencia vital misma, teñida por la sombra de la Serpentina y el odio de Valen, forjada en un instante por su voluntad enfurecida. Brillaban con un rojo oscuro y siniestro, con venas de violeta maligno corriendo por su interior. Dagas hechas de pura energía vital corrompida.
Con un chasquido silencioso, las dagas de sangre etérea se dispararon.
El inquisidor, confiado en su carga, en la superioridad de su caballo y su arma, no tuvo tiempo de reaccionar. La primera daga lo golpeó en el centro del pecho, justo donde el emblema del ojo estrellado bordado en su túnica blanca debería haberlo protegido. No hubo impacto metálico. La daga etérea simplemente... *penetró*. La tela inmaculada no se rasgó; se oscureció al instante alrededor del punto de entrada, como si se hubiera chamuscado desde dentro. El hombre dio un respingo en la silla, un sonido ahogado escapando de su capucha. La daga de acero verdadero cayó de su mano enguantada.
La segunda daga, lanzada un instante después, encontró su garganta. Entró por debajo de la capucha, sin resistencia visible. El inquisidor se arquió hacia atrás, convulsionándose. Un gorgoteo húmedo, horrible, brotó de la capucha. Su cuerpo rígido cayó pesadamente de la silla, golpeando el suelo polvoriento con un ruido sordo. La túnica blanca empezó a empaparse de un rojo oscuro y espeso que se extendía rápidamente desde el pecho y el cuello.
El silencio que siguió fue sepulcral. El gruñido de Eco se cortó. El jadeo del caballo del inquisidor caído resonó como un martillo. El otro inquisidor, aún montado, se había detenido en seco. Su caballo, nervioso, piafó. La runa en su guantelete brillaba frenéticamente, pero no hizo ningún movimiento. Estaba paralizado por el horror y la incredulidad. ¿Qué demonio era este que convertía la vida en armas?
Valen bajó lentamente la mano. Las dagas de sangre etérea se disolvieron en el aire, dejando solo un tenue olor a cobre y ozono. El resplandor de las fisuras en su brazo se atenuó, pero ahora eran visibles hasta el hombro, y algo más. Una fina línea dorada, con un borde violeta apenas perceptible, serpenteaba desde la base de su cuello, subiendo hacia la mandíbula. La Marca del Engaño avanzaba. El precio del poder asesino. La piel alrededor de la nueva fisura palpitaba, caliente y sensible.
Miró el cuerpo en el suelo. La sangre, roja y humana, manchaba la tierra, mezclándose con el polvo. No sintió náuseas. No sintió remordimiento. Sintió... un vacío frío. Una satisfacción oscura y amarga. Había devuelto el dolor. Había cobrado la primera deuda. El poder de Aion funcionaba. Era real. Y era mortal.
Levantó la mirada hacia el segundo inquisidor, que retrocedía lentamente con su caballo, la runa brillando como una luciérnaga asustada. "Llévate ese desecho," dijo Valen, su voz fría como el mármol de la Fortaleza Thorne, pero cargada de un eco extraño, como si varias voces susurraran bajo la suya. "Y dile al Archimago Orin... dile a mi padre... dile al mundo..." Hizo una pausa, sus ojos, ahora con destellos dorados en las pupilas, clavándose en el inquisidor aterrorizado. "...que el Vitalista ha vuelto. Y tiene hambre."
El inquisidor no necesitó más. Tiró de las riendas, girando bruscamente su caballo, y partió al galope hacia el camino por donde habían venido, dejando atrás el cuerpo de su compañero y el silencio aterrado de la aldea.
Valen respiró hondo. El olor a sangre, a hierba marchita y a miedo humano llenó sus pulmones. La Sed en su pecho se calmó momentáneamente, saciada por el acto de violencia, no por la energía tomada. Eco se acercó y rozó su pierna con el hocico, un gesto de inquietud más que de consuelo.
Los aldeanos lo miraban ahora con un terror absoluto. El "Ángel" se había revelado como un demonio. El sanador de sombras era un asesino que forjaba armas con la sangre de sus enemigos. La anciana se santiguó torpemente, sus labios murmurando una plegaria antigua.
Valen ignoró sus miradas. Se acercó al cuerpo del inquisidor. La sangre manaba lentamente, oscura bajo la luz moribunda del día. Se arrodilló, no en reverencia, sino en estudio. Extendió su mano izquierda, no para tocar, sino para sentir. La energía vital del hombre se estaba desvaneciendo rápidamente, un fuego que se apagaba. La Sed susurró débilmente, tentada por el último destello. Valen la ahogó. Esta muerte no era para alimentarse. Era un mensaje. Un símbolo.
Se levantó. Su mirada recorrió la aldea, los rostros pálidos, los ojos desorbitados. "Descanso. Comida," repitió, su tono no dejaba lugar a dudas. "Ahora."
Esta vez, nadie dudó. La mujer que había estado lavando en el arroyo corrió hacia una choza y regresó con un trozo de pan duro y negro y un cuenco de agua relativamente limpia. Se los ofreció con manos temblorosas, sin atreverse a mirarlo a los ojos. Valen tomó la comida y el agua. No dio las gracias. Se sentó en una piedra plana cerca del cuerpo del inquisidor y comenzó a comer mecánicamente, mientras Eco lamía el agua del cuenco que él dejó en el suelo.
Mientras masticaba el pan rancio, sus ojos no se apartaban del cadáver vestido de blanco inmaculado, ahora profanado por su propia sangre. En sus muñecas, las fisuras doradas y violetas palpitaban suavemente, y la nueva línea en su cuello brillaba con un calor interno. El camino de retorno había comenzado con un acto de sanación ambigua. Ahora, estaba pavimentado con la Primera Sangre. El mensaje estaba enviado. Los rumores comenzarían a volar, más rápido que el caballo del inquisidor sobreviviente. Rumores de un hereje que salió del Bosque de los Susurros Mortales. Rumores de un poder que robaba vida y la convertía en muerte. Rumores del "Vitalista".
Y en la capital, muy lejos, entre las torres de piedra blanca y los jardines esmeralda, Kaelen Thorne, el hermano perfecto, el Archimago en ciernes, recibiría esas noticias. Y sentiría, por primera vez, el frío presentimiento de que el error que su familia había intentado borrar no solo había sobrevivido, sino que había vuelto para cobrarse todo, con intereses. Valen terminó el pan, bebió un trago de agua, y sus ojos, fríos como el hielo glaciar de Orin, se posaron en el horizonte, donde la oscuridad del bosque se encontraba con el mundo que había jurado cambiar... o quemar. El reloj de sangre seguía cayendo. Y ahora, tenía un ritmo marcado por los latidos de un corazón inquisitorial que había dejado de latir.