El frío de enero de 1439 mordía como los dientes del diablo en los huesos de los hombres del valle del Loira. La Guerra de los Cien Años, ese monstruo insaciable, había dejado tras de sí un paisaje de ceniza y desesperanza. Aldeas fantasma, campos yermos, y un silencio… un silencio profundo y ominoso que ya no era solo ausencia de hombres, sino de vida. Las ovejas, otrora manchas blancas dispersas por las colinas, habían sido las primeras en desaparecer. Nadie las vio partir. Simplemente, un día, los corrales amanecieron vacíos, las puertas de las cabañas astilladas por garras invisibles. Los campesinos, curtidos por el hambre y el miedo a los soldados ingleses o a las bandas de routiers sin amo, se miraron con un nuevo terror en los ojos.
Jacques, un viejo pastor cuya vida había sido contar lanares, encontró solo restos: un mechón de lana ensangrentada enzarzado en un espino, una huella demasiado grande en el barro helado junto al río. "No es de perro", murmuró a su hija, Elodie, su voz un susurro ronco en la penumbra de su mísera cabaña. "Es... otra cosa." Afuera, con la caída del sol, el silencio se rompió. No con el ruido de la guerra, sino con un sonido ancestral, primigenio, que heló la sangre en las venas: el aullido prolongado, ululante, de un lobo. Y luego otro. Y otro. Una manada. Cerca. Demasiado cerca.
Esa noche, en la aldea de Saint-Hilaire, nadie durmió. Los animales restantes – una vaca flaca, unas pocas gallinas – fueron arrastrados a trompicones al interior de la única casa de piedra, la del herrero Arnaud. Los niños lloraban en silencio, apretados contra los cuerpos temblorosos de sus madres. Los hombres, armados con hoces, palos y las pocas espadas oxidadas que habían escondido de los saqueadores, miraban fijamente las rendijas de las contraventanas cerradas. Afuera, en la oscuridad impenetrable, los aullidos tejían una red de miedo alrededor del pueblo. Rasguños en la madera, gruñidos bajos, el sonido de pisadas furtivas en la nieve crujiente. Algo enorme y oscuro pasó como una sombra frente a la débil luz que se filtraba por una grieta. Jacques apretó el mango de su vieja azada. "Es como si la muerte hubiera cambiado de forma", musitó. La guerra había traído el caos, y el caos había abierto la puerta a un depredador más antiguo, más implacable. París, la gran ciudad, parecía un mundo lejano, pero el terror ya había echado raíces aquí, en el corazón helado de Francia.
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