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Chapter 46 - Capítulo 45

EVAN.

Ya era de noche otra vez.

 

El reloj sobre la repisa marcaba las 11:48. Afuera, el frío golpeaba los cristales de la ventana con un viento helado que zumbaba por las rendijas. A lo lejos, entre los parpadeos débiles de los postes, caía nieve en silencio. Dentro, el único sonido era el trazo constante del bolígrafo sobre el papel, mi respiración… y el leve ronquido de Lucía en la cama.

 

Dormía abrazando una almohada, con esa paz que a veces me parece irreal. Como si su alma no conociera lo que es vivir con miedo. Y me gusta que sea así. No quiero que conozca ese mundo que me forzó a crecer tan rápido. Que me partió antes de saber quién era.

 

Frente a mí, sobre el escritorio, había al menos seis hojas llenas. Todas escritas a mano. Letras rápidas, otras temblorosas. Tachaduras. Frases sin sentido. Reescritas. Rayadas. Volvía a intentar una y otra vez encontrar las palabras. Las malditas palabras correctas.

 

¿Cómo se le dice a unos padres que uno está vivo después de ocho años?

 

¿Cómo se empieza una carta así?

 

—Hola, soy Evan.

 

No.

 

—Queridos mamá y papá…

 

Tampoco.

 

—Perdón.

 

Quizás.

 

Apoyé el bolígrafo y me froté los ojos. La lámpara del escritorio apenas alumbraba el caos de tinta frente a mí. Todo era demasiado. Demasiado ruido en mi cabeza. Demasiado corazón en el papel.

 

 

La tarde había sido dura. Ver la reacción de todos, las preguntas, las emociones. Hablar de frijolito, de mi miedo, de mi decisión de quedarme y no huir más. Todo eso me había dejado drenado, como si hubiera caminado con una herida abierta bajo la camisa.

 

Y sin embargo… aquí estoy.

 

Porque aunque todo me aterra, incluso más que las balas, sé que tengo que hacer esto. No solo por ellos. Por mí también. Por Lucía. Por el bebé. Por ese futuro que ni siquiera imaginé tener alguna vez.

 

Tomé una hoja nueva. Limpié la mesa con la mano, como si así pudiera limpiar también la mente. Puse el bolígrafo en el centro.

 

Y empecé otra vez.

 

"No sé cómo empezar esto. No sé si esto se empieza pidiendo perdón, dando explicaciones, o simplemente diciendo 'hola'. Tampoco sé si estas palabras llegarán a ustedes, si aún están ahí, si aún me esperan o si algún día dejaron de hacerlo. Pero quiero creer que sí. Que en algún rincón del mundo, aún hay dos personas que me aman, aunque no me recuerden. Aunque yo no los recordara tampoco por mucho tiempo."

 

Las palabras salían solas. Lentas. Pero salían. No sabría decir si esto se volverá una carta, una visita en persona o ambas. Lo único que sé es que… ya no puedo quedarme en silencio.

 

Porque volví.

 

Y porque esta vez, no pienso desaparecer.

 

Respiré hondo. Releyendo cada palabra. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que una parte mía se soltaba. Como si algo pesado hubiera comenzado a bajar de mis hombros.

 

Todavía no sabía cómo, ni cuándo, ni si tendría el valor… pero al menos, ya sabía qué decir.

 

****

Doblé la carta con cuidado, como si se tratara de algo frágil, aunque fueran solo hojas y tinta. La dejé en el escritorio, junto a la lámpara encendida. Me quedé viéndola un rato… pensando si debía escribir más.

 

¿Y si necesitaban saberlo todo? ¿Y si omití demasiado?

 

Tal vez debería contarles cómo fue mi vida. Desde el primer día que abrí los ojos en una jaula, sin recordar nada. Ni mi nombre, ni mi familia, ni mi voz real. Solo el número que me dieron, los gritos, el dolor, el frío de las noches en medio de la selva o el desierto, la sangre seca en las manos.

 

Contarles que su hijo vivió en guerras… que a los diez años aprendí a cargar un arma antes que leer bien. Que los disparos se convirtieron en mis canciones de cuna. Que aprendí a matar antes de entender lo que significaba tener amigos. Que cada muerte me robaba algo, pero nunca tenía tiempo de llorarla.

 

Contarles que durante años, viví como una sombra obediente, esperando órdenes, escondiéndome, huyendo, sobreviviendo. Que me rompieron más veces de las que puedo contar. Que muchas noches, rezaba por no despertar al día siguiente… y que otras, simplemente dejaba de rezar.

 

Pero no. Eso no. 

Eso los destruiría.

 

Ningún padre debería leer que su hijo aprendió a mirar la muerte a los ojos sin parpadear. Que su infancia fue reemplazada por entrenamiento, tortura, y silencios interminables. Que cuando escuchaba la palabra "hogar", no sabía a qué se referían.

 

No quiero que me vean así. No quiero que cuando me abracen, si es que algún día lo hacen, sientan que están abrazando a un soldado roto. Quiero que me vean como Evan. Como su hijo. El que finalmente regresó.

 

Ya habrá tiempo. Ya… si me aceptan, podré hablar. Podré explicar. 

Pero por ahora… solo necesito que sepan que estoy vivo. 

Y que quiero encontrarlos. 

 

Apagué la lámpara. Me quedé un momento más, en la penumbra. El sonido suave de la respiración de Lucía.

 

Dormía tranquila. Ella… ella fue mi primer ancla. Y ahora, frijolito se ha vuelto la segunda.

 

Tengo miedo, sí. Estoy aterrado, por supuesto que sí.

 

Pero por primera vez, tengo razones para quedarme.

 

La mañana llegó sin anunciarse demasiado. No fue el sol lo que me despertó, sino el suave peso de Lucía, aún abrazada a mí, con su respiración cálida chocando contra mi cuello. Afuera, la nieve seguía cayendo, lenta y silenciosa, como si quisiera envolver al mundo en una pausa más. Me quedé quieto, no por pereza, sino porque… se sentía bien. Estar así. Estar vivo. Estar aquí.

 

Mi pie izquierdo ya no dolía tanto. Ser cuidados por una familia de médicos tiene sus ventajas… más cuando, técnicamente, son tus suegros. Me ajusté un poco en la cama, sin mover mucho a Lucía. Su cabello se había desordenado durante la noche, y aún así, se veía en paz. Merecía esa paz. La había ganado.

 

Giré un poco la cabeza. La carta seguía ahí, en el escritorio, doblada con precisión militar. Expuesta… pero intacta. Me pregunté si alguien la había visto. Tal vez no. Tal vez sí. Pero seguía ahí. Esperándome.

 

Ya tenía la dirección. Sabía dónde vivían.

 

Chicago. Barrio modesto. Casa de fachada gris con jardín al frente y un roble alto al costado.

Mis padres, Robert y Emily Callahan.

Mi madre, ama de casa, costurera… según los archivos, alguna vez trabajó restaurando vestidos antiguos. Mi padre, coordinador de logística en una empresa de transporte. Responsable, puntual, obsesionado con las rutas.

Y mis hermanos… Thomas y Emma.

Thomas, 21. Estudiante de ingeniería mecánica. Fanático de los autos y las bicicletas.

Emma, 20. Enfermera en formación. Prácticas en una clínica pediátrica.

Mis hermanos mayores.

Sí… yo era el más chico.

 

Me cuesta imaginarlos. Saber que crecieron sin mí. Que hicieron todo eso… mientras yo sobrevivía.

¿Me buscaron? Sí.

¿Lloraron por mí? Probablemente más veces de las que puedo soportar imaginar.

 

Lucía se movió un poco. Murmuró algo entre sueños, su frente tocando mi clavícula. Puse una mano en su espalda.

Acariciarla me calmaba.

Pensar en frijolito también.

Pero pensar en lo que estaba por hacer… me helaba por dentro.

 

¿Y si no me reconocen? ¿Y si me rechazan? ¿Y si, al verme, solo ven a un extraño armado de cicatrices y traumas?

 

No. No puedo seguir pensando así.

 

Tomé aire. Apreté la mandíbula.

Voy a ir.

 

Después del desayuno —uno tranquilo, con ese silencio cómodo que solo se da cuando todos están pensando demasiado, pero nadie quiere ser el primero en decir algo—, la madre de Lucía anunció que se la llevaría al hospital. Su tono era calmado, pero directo. Profesional. De madre a hija. De médico a paciente. O mejor dicho: de madre médica a su hija enfermera de 26 años, embarazada de un mercenario adolescente de 18.

 

Sí. No es algo malo. Pero puedo imaginar cómo suena eso si lo lees sin contexto. O incluso con contexto.

 

Lucía solo suspiró. Ya sabía que no iba a librarse de ese chequeo.

 

—Mamá... apenas tengo tres semanas. No se ve nada —protestó con ese tono suave que no era más que una rendición disfrazada de resistencia.

 

—Exactamente. Por eso quiero saber cómo estás tú —respondió su madre, alzando una ceja mientras tomaba su abrigo.

 

Me miraron, ambas. La madre con esa mirada que dice "no te metas", y Lucía con esa que suplica "acompáñame, pero no digas nada". Pero esta vez, no me tocaba ir. Me lo dejaron claro.

 

—Tú descansa, tu pie aún no está al cien —dijo Lucía, acercándose para besar mi frente antes de tomar su bolso.

 

—Y tú… —la doctora se giró hacia mí, mientras se colocaba los guantes —compórtate como si no fueras un mercenario adolescente embarazando a mi hija. Hoy eres solo un muchacho en recuperación. ¿Entendido?

 

Levanté las manos, en señal de paz.

 

—Hoy no tengo planes de invadir ningún país, lo juro.

 

Lucía soltó una risa baja. Su madre rodó los ojos, pero no sin una leve sonrisa resignada. Salieron poco después, envueltas en bufandas, botas, y esa complicidad maternal que a veces no entiendo, pero que me gusta ver.

 

Y yo… me quedé solo en casa. Otra vez. Con el silencio. Con la carta. Y con esa idea de que, en algún lugar de Chicago, hay una familia que no sabe que su hijo… está a punto de tocar la puerta.

 

Familia.

 

Ja… eso todavía sonaba tan irreal.

 

Hace apenas unos meses, yo estaba en el sudeste asiático, inconsciente, con costillas rotas, fiebre y un pie reventado por una explosión. Luego… desperté en una camilla, a miles de kilómetros, traído en contra de mi voluntad —y con el consentimiento de absolutamente nadie más que ella— por una mujer testaruda, de carácter volcánico, que ahora estaba embarazada. Mi mujer. Mi Lucía.

 

Gracias a sus conexiones —porque claro, tenía que tener un tío en el ejército y un primo de rango coronel— me sacaron de aquel hospital en medio de la selva y me mandaron directo a Estados Unidos, en coma, como si yo fuera un maldito rehén diplomático. Luego… terminé aquí, en esta casa rodeado de médicos, con comida caliente, ropa limpia, y cuidados que no sabía ni cómo aceptar.

 

Y ahora estoy por talvez enviarle una carta a mi familia biológica. A los Callahan.

 

Una madre costurera. Un padre que organiza rutas de camiones. Dos hermanos mayores, que probablemente no se reconocerían si pasaran junto a mí en la calle. Que tal vez aún lloran al ver mi foto cada año. Que tal vez me odien. Que tal vez…

 

No. No puedo pensar así.

 

En este momento… no soy Leto, o Leonardo o Spectro el activo de V.I.D.A. Soy Evan Callahan. Y sí, puede que el universo haya jugado a los dados conmigo, lanzándome de país en país, de guerra en guerra, de muerte en muerte… pero me dio esto.

 

Una casa. Una cama. Una mujer que me grita por hacer ejercicio con el pie torcido a las tres de la mañana. Un bebé que no es aún más grande que una semilla, pero que ya me cambió todo.

 

¿Afortunado? ¿Desafortunado?

 

No lo sé. Pero sí sé una cosa.

 

Estoy bendecido.

 

Subí las escaleras en silencio, apoyando el peso ligeramente en mi pierna buena. El dolor del pie se había reducido a una punzada apenas molesta, gracias a los vendajes y las curas que me hacía cada mañana la mamá de Lucía —con precisión milimétrica y mirada amenazante cada vez que intentaba levantarme más de la cuenta.

 

Al llegar al cuarto, la habitación seguía como la habíamos dejado. El aroma de Lucía flotaba en el aire: una mezcla entre suavizante de ropa, café frío y ese perfume suave que siempre olía a hogar. En el escritorio, bajo la luz de la ventana que se colaba entre las cortinas, estaba la carta.

 

Dobladita. Esperando.

 

Me acerqué, la tomé con cuidado, y la guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta.

 

No podía aparecer un día en la puerta de los Callahan sin decir nada. No después de ocho años de silencio. No después de todo lo que había pasado. Al menos… debía advertirles. Que su hijo, el niño que se les había ido como un suspiro, estaba de regreso. Cambiado, roto, tal vez irreparable, pero vivo.

 

Bajé las escaleras, todavía en silencio. No quise despertar a nadie. Tomé mi abrigo, el más grueso. Metí las manos en los bolsillos buscando las llaves del auto que el padre de Lucía había dejado en el recibidor la noche anterior, por si necesitaban alguna emergencia. Una nota mental mía: "necesidad emocional cuenta como emergencia".

 

Abrí la puerta. El aire helado me golpeó el rostro.

 

Nevaba.

 

De nuevo.

 

Cerré la puerta tras de mí, bajé el pequeño tramo del porche con cuidado —no quería ganarme una fractura nueva— y llegué al auto. Un sedán viejo, confiable. Lo encendí. El motor tosió un poco antes de rugir al fin.

 

Con las luces encendidas y el volante firme entre mis manos, avancé por la calle silenciosa de la villa. La nieve crujía bajo las ruedas. No tenía un destino exacto, pero sabía lo que buscaba: una oficina postal, una estación, cualquier lugar donde pudiera dejar esta carta.

 

Conducía por las calles de Nueva York, con las ventanillas empañadas por el frío y el calefactor funcionando a medio morir. Pocas veces había salido de la villa desde que desperté en esta ciudad. Desde que Lucía… desde que ella me trajo aquí.

 

La primera vez que salí fue justo después de llegar, sin ropa, sin documentos, sin pasado. Me arrastraron —literalmente— al centro comercial, sus hermanas y ella, como si fuera un proyecto de caridad en forma humana. En ese entonces aún no éramos nada, solo un exmercenario lisiado y una enfermera terca que me miraba como si yo tuviera cura. Spoiler: no la tengo. O eso pensaba.

 

La segunda vez que crucé la ciudad fue camino a California, con la familia de Luis. A dejar un pedazo de mi alma con ellos. A cerrar una historia que me dolía como una bala alojada muy cerca del corazón. Desde entonces, no había explorado mucho más. Estar encerrado no era un problema para alguien como yo. Estuve así años.

 

Pero ahora, ahora era distinto. Ahora quería ver. Sentir. Probar. Aunque fuera con el pie jodido, los analgésicos de marca cara que me daban y el recuerdo fresco de los regaños de mi adorable suegra. Bueno, regaños disfrazados de consejos médicos. Aunque sonaban más como advertencias: "No camines mucho", "No conduzcas aún", "No te esfuerces", "No te mueras".

 

Y luego estaba Lucía… mi novia embarazada, hormonal, bella como el pecado y con un apetito que asustaría a un pelotón de soldados en campaña. En serio, la vi acabar con una caja de donas y media pizza ella sola la semana pasada. Me miró y dijo: "es por frijolito". ¿Qué se supone que uno responda a eso?

 

Sonreí mientras giraba en la siguiente avenida. Todo parecía más luminoso hoy, tal vez porque tenía algo que hacer, algo que quería hacer. No era una misión, no era una orden. Era… mío.

 

Unas cuadras más adelante, vi una pequeña oficina postal. Anticuada, de esas con buzones rojos y ventanilla de cristal rayado. Aparqué con cuidado, apoyándome en la pierna sana al bajar del auto. El aire era cortante, pero lo agradecí.

 

La carta seguía en mi chaqueta. La saqué. La miré.

 

"Robert y Emily Callahan".

 

Mi letra era firme. Precisa. Entrené años para no temblar al escribir bajo fuego. Y aun así, mi mano dudaba ahora.

 

Caminé hacia la oficina. Abrí la puerta. Un pequeño timbre tintineó arriba de mí.

 

—Buenos días —saludó una mujer tras el mostrador, con bufanda y voz cansada.

 

—Quiero enviar esto —le dije.

 

—¿Certificado?

 

Asentí. Si iba a hacerlo, que llegara. Que doliera. Que sanara. Que dijera "estoy vivo" con cada palabra escrita en esas hojas.

 

Ella tomó la carta y comenzó a procesarla. Yo solo la observé irse por la ranura metálica.

 

Y en ese momento… algo dentro de mí cambió.

 

El Evan que no quería mirar atrás acababa de enviar su historia al pasado.

 

Ahora sí. Estoy listo para el siguiente paso.

 

—¿Cuánto tardará en llegar hasta Chicago? —pregunté antes de darme la vuelta.

 

La mujer del mostrador alzó la vista apenas, mientras ponía un sello más sobre la carta.

 

—Unos dos días, tal vez menos si no hay retrasos por el clima.

 

Asentí. 

—Gracias. Que tenga buen día.

 

—Igualmente, joven.

 

Salí al frío con las manos en los bolsillos y el corazón latiendo raro. No por miedo… era otra cosa. Como si algo hubiera quedado atrás, y por primera vez en años, no me pesaba tanto cargar con eso.

 

El viento soplaba fuerte en la calle. El abrigo ayudaba, pero no impedía el leve tirón en mi pie. Dolía. No como antes, pero dolía. Supongo que era normal. Si me quejaba, Lucía me haría dormir en el sofá. O peor, su mamá me pondría en cama con suero y dieta blanda.

 

Caminé por la acera, sin rumbo. ¿A dónde ir? Había muchos lugares. Y al mismo tiempo… no sabía qué buscaba. Tal vez no era un "a dónde", sino un "para qué".

 

Pasé frente a una librería pequeña. Olía a café recién hecho. Unas cuantas calles después, un parque con niños corriendo, haciendo muñecos de nieve con narices torcidas y bufandas de colores. Vi una pareja joven besarse en la banca. Reí bajito. "Qué romántico", me burlaría el Evan de hace un año. El Evan actual pensó en Lucía y en frijolito… y la idea ya no le parecía ridícula.

 

Seguí caminando. Cojeando apenas. Nada grave.

 

Estaba haciendo algo que nunca había hecho: explorar por el simple hecho de hacerlo. Como una misión de reconocimiento… pero no para eliminar enemigos. No para trazar rutas de escape. Solo para ver. Para respirar.

 

Entré a una tienda de dulces solo porque el olor a chocolate caliente me llamó. Compré uno. Le pondría azúcar si mi novia no me matara por eso. Salí con la taza humeante entre las manos.

 

Después me metí en una tienda de ropa de bebé. No sabía ni qué buscaba. Vi un gorrito pequeño con orejitas de oso. Lo tomé, sin pensar. Ya estaba en la caja cuando me di cuenta de lo que hacía.

 

—Es para… mi bebé —dije, y la palabra 'mi bebé' me golpeó como un disparo silencioso.

 

La señora sonrió. 

 

—Felicidades. ¿Primer bebé?

 

Asentí. No dije más.

 

Salí de nuevo a la calle. El día seguía gris, pero todo parecía un poco más… cálido.

 

Miré el gorrito dentro de la bolsita. Sonreí.

 

No sé si estoy listo para ser padre. No sé si seré bueno en esto de tener una familia. Pero… hoy di el primer paso.

 

Y frijolito ya tiene su primer regalo.

 

Caminaba sin rumbo, el gorrito en la bolsa de papel colgando de mi mano, y el frío dándome de lleno en la cara como si intentara despertarme de un sueño raro. Fue entonces cuando me di cuenta de algo.

 

No traía el celular.

 

Otra vez.

 

No es que no supiera usarlo, tampoco era inútil. Solo… no me salía tenerlo encima todo el tiempo. Siempre terminaba guardado en algún cajón, o sobre el escritorio, sin batería. Supongo que me acostumbré a vivir sin depender de un aparato. Allá, en el mundo, si usabas el teléfono en el momento equivocado, no te quedabas sin señal: te quedabas sin cabeza.

 

Lo dejaría así. No había nada urgente.

 

Pasé por una escuela primaria. Pequeña, pintada de colores brillantes. Había niños saliendo con sus mochilas cargadas de cuadernos y loncheras. Algunos corrían como si no tuvieran huesos. Otros esperaban tomados de la mano de sus padres, sonriendo, peleando por dulces, contando cosas que parecían aventuras épicas. Vi a una madre agacharse para abotonarle el abrigo a su hija. Vi a un padre levantar en brazos a su hijo riendo.

 

Y me quedé ahí. Solo mirando.

 

Tal vez, pensé, yo también fui así. Cuando tenía diez años. Antes de que todo se derrumbara. Antes de que me secuestraran al salir de una escuela. Según el reporte, fue una tarde cualquiera. Me llevaron en una camioneta. Nadie hizo nada. No hubo testigos. Solo desaparecí.

 

Y nunca regresé.

 

Seguí caminando. Pasé por otra escuela, esta vez secundaria. Chicos con mochilas más grandes, problemas más grandes, supongo. Vi a algunos reír entre ellos, a otros discutir, y a unos más fumando escondidos como si fueran agentes secretos.

 

Después, preparatoria. Parejas caminando de la mano, otros con cara de cansancio, mochilas pesadas y audífonos puestos.

 

Más adelante, ya cerca de una estación, estudiantes universitarios.

 

Jóvenes corriendo con café en mano y carpetas llenas de hojas. Algunos gritaban por no encontrar algo llamado sala de prácticas. Otros se despedían con un beso rápido y una promesa de verse luego.

 

Y yo… Yo no viví nada de eso.

 

Nunca supe lo que era estresarse por un proyecto final. Nunca me desvelé por tareas, o esas cosas llamadas tesis que todo el mundo odia según Lucía. Nunca supe qué era enamorarme de una compañera de clase. Nunca tuve el primer beso torpe o una cita ridículamente incómoda en un cine. Nunca me rompieron el corazón por primera vez, ni siquiera supe lo que era tenerlo entero.

 

Mi vida fue otra.

 

Pero entonces… si hubiera tenido todo eso… si hubiera sido uno de esos chicos, tal vez nunca habría terminado en el sudeste. Tal vez nunca habría conocido ese hospital, ni a esa enfermera terca que se negó a dejarme morir. La que me trajo de vuelta. La que me gritó, me cuidó, me besó.

 

La que ahora duerme abrazada a mí cada noche. La que carga en su vientre a frijolito.

 

Mi vida no fue normal. Fue una maldita pesadilla.

 

Pero si todo eso me llevó a ella… 

 

Entonces no me arrepiento.

 

Quizá no sé cómo ser un buen padre. Pero sí sé una cosa:

 

Frijolito no va a crecer como yo. No va a vivir entre disparos. No va a dormir con miedo ni a comer con prisa. No va a ser abandonado. Ni vendido. Ni olvidado.

 

Frijolito va a ser amado. Como yo nunca lo fui.

 

Y eso… eso me basta.

 

La nieve crujía bajo mis botas mientras seguía caminando, manos en los bolsillos, respiración formando nubes tibias en el aire helado. Había algo terapéutico en eso: caminar sin rumbo, sin tener que huir, sin tener que buscar una salida de emergencia. Solo... caminar. Ser un tipo más entre miles. Un fantasma con abrigo viejo, pasando desapercibido.

 

Pasé frente a una pastelería. El aroma del pan recién horneado me detuvo. Me quedé mirando a través del cristal empañado. Unos niños con uniforme escolar compartían una caja de donas, riendo con los cachetes llenos. Entré. Compré una de chocolate. Me la comí sentado en la banqueta, con el envoltorio arrugado en la mano y la mirada perdida en nada.

 

Después crucé por un parque. Vacío, salvo por un tipo con su perro y una pareja abrazada en una banca, hablando en voz baja como si el mundo fuera muy ruidoso. Caminé por un callejón y terminé en una tienda de libros usados. Entré. No buscaba nada. Tomé uno al azar: El Susurro De Las Hojas De Sombra. Lo devolví al estante. Salí sin comprar nada.

 

Caminé aún más. Un puesto callejero vendía juguetes artesanales. Compré un muñequito de trapo con forma de frijol. Era ridículo. Pero me hizo sonreír. Lo guardé en la bolsa del abrigo, como un recuerdo, o una promesa.

 

Al final, ya cerca del atardecer, me detuve en una esquina cualquiera. Reconocí una cafetería que había visto la semana que fui a California. Desde ahí podía ver una parte del skyline. No como en las postales, pero sí con ese aire de ciudad viva que no duerme ni finge. Un contraste al silencio que llevaba dentro.

 

Miré el cielo: gris, pesado. La nieve había cesado por ahora, pero el frío persistía, metiéndose en los huesos como memorias viejas que uno no puede sacudirse del todo.

 

Suspiré.

 

Era hora de volver.

 

Regresé sobre mis pasos, por las mismas calles, los mismos cruces. Reconocía ahora los grafitis, los autos mal estacionados, los árboles pelones cubiertos de escarcha. Un perro me ladró desde una terraza. Una anciana barría su entrada con resignación. La ciudad seguía viva, indiferente a lo que yo era, a lo que cargaba.

 

Y por primera vez en mucho tiempo… me sentí parte de ella.

 

Encontré el auto donde lo dejé. Me subí, cerré la puerta y dejé que el silencio me envolviera. Encendí el motor, los faros cortaron el atardecer, y con el muñequito de trapo aún en mi abrigo, emprendí el camino de vuelta.

 

**

Después de un rato, las llantas del auto crujieron sobre la nieve mientras lo estacionaba frente a la villa. A través del parabrisas, ahí estaba: Lucía. Brazos cruzados, pies firmes sobre el porche, cabello rubio suelto cayendo por los hombros y esa mirada que podía hacer temblar a un escuadrón entero. Era hermosa… y letal.

 

Tragué saliva.

 

Apagué el motor, abrí la puerta y salí, cerrándola con cuidado como si eso fuera a disminuir el regaño inevitable. Apenas di un paso hacia ella, su voz me alcanzó como una ráfaga helada:

 

—¿Dónde diablos estuviste todo el día? ¡Te llamé veinte veces! ¡¡El maldito celular está apagado!! ¿No se suponía que tenías que quedarte en casa? ¿Reposo, recuerdas?

 

Me detuve un segundo, sacando las manos de los bolsillos. En una de ellas, sostenía el muñequito de trapo con forma de frijol.

 

—Estaba paseando… —dije con una media sonrisa, extendiéndole el frijolito— comiendo de todo, probando dulces, pan, cosas raras. ¿Sabías que venden pretzels con tocino? Una cosa gloriosa.

 

Lucía alzó una ceja. Esa ceja.

 

—¿¡Comiendo sin mí!?

 

—Tenía hambre. Tú estabas ocupada en el hospital con tu mamá médica viendo si tu embarazo era de un asesino de élite o de un mutante radioactivo. Pensé que podía explorar un poco, disfrutar la nieve… ver si había alguna chica de mi edad por ahí. No estaría mal ver qué me estoy perdiendo, ¿no?

 

No terminé de decirlo cuando su mano ya estaba jalándome de la oreja, como si fuera su forma personal de GPS para esposos rebeldes.

 

—¡¿Alguna chica de tu edad, eh?! ¡Ya verás cuando hablemos con mi papá! ¿Te parece divertido salir con el pie herido, sin avisar, apagando el celular y coqueteando con fantasmas?! ¡Vamos, entra ya!

 

—Ay, ay, ¡que se me va a caer la oreja! ¡Estoy herido!

 

—¡Vas a estar más herido si sigues de gracioso!

 

La puerta se cerró tras nosotros mientras Lucía seguía regañándome camino al sofá. Yo solo sonreía con resignación mientras en el fondo de mi abrigo, el gorrito de lana para Frijolito seguía escondido. Ese regalo… sería para después. Para cuando llegara el momento de mostrarle que, pese a todo, quería ser algo más que un tipo que paseaba solo por Nueva York.

 

Quería ser su papá.

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