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Chapter 45 - Capítulo 44

LUCIA.

El agua caliente caía sobre mi piel como una bendición, cada gota arrastrando el cansancio, el dolor y toda la fatiga acumulada de estos días. Estaba allí, bajo el chorro constante, dejándome envolver por el calor que me deslizaba en una paz temporal. No quería salir. No quería pensar en lo que venía. Solo quería quedarme allí, empapada hasta los huesos, dejando que el agua hiciera su trabajo.

 

Pero, claro, el momento perfecto nunca dura lo suficiente. Me froté los ojos y, cuando levanté la cabeza, vi a Evan, de pie en la entrada del baño, observándome. Me sentí un poco como una tonta, perdida bajo el agua, pero no me importó. Él estaba ahí, con esa sonrisa tranquila que me hacía sentir más tranquila de lo que debería.

 

—¿Necesitas ayuda? —preguntó, su voz suave, casi un susurro, como si no quisiera interrumpir el momento.

 

Suspiré, cerrando los ojos por un segundo. Sabía lo que pasaba. Sabía que mi cuerpo estaba en modo de supervivencia, que el agotamiento me tenía en las últimas. Y también sabía que las náuseas no se iban a tardar en aparecer.

 

—Ayúdame… a salir, por favor —dije, con una voz que no podía ocultar lo cansada que me sentía.

 

Me extendió la mano, y me permitió apoyarme en él mientras me sacaba de la ducha. El contacto con su piel caliente fue el único consuelo en ese instante, y ni siquiera me importó que me estuviera viendo completamente mojada. Lo necesitaba.

 

Después de eso, lo que vino fue lo peor. No me gustaba admitirlo, pero las náuseas llegaron de inmediato. Mi estómago, que antes había sido calmado por el agua caliente, empezó a revolverse como un remolino en mi interior. Intenté tomar aire, pero no podía evitar que la sensación de mareo se apoderara de mí. Mi cuerpo protestaba, pero no tanto como mi mente, que intentaba mantener las cosas bajo control.

 

Evan, como siempre, estaba a mi lado. Su mano firmemente sobre mi espalda mientras me ayudaba a secarme. Me limpió cuidadosamente, como si supiera exactamente lo que necesitaba. No le importó que estuviera temblando o que mi respiración fuera más rápida. Lo único que importaba era que estaba allí.

 

—¿Cómo te sientes? —preguntó, casi en un murmullo, con los ojos fijos en mi rostro. Yo sabía lo que veía. Lo veía todo. Las mejillas pálidas, las manos frías, los labios apretados, como si estuviera luchando contra una marea de mareos y nauseas.

 

—Bien —mentí, sonriendo a medias—. Aunque... frijolito está haciendo de las suyas, ¿eh?

 

Evan soltó una pequeña risa, la misma risa que me hacía sentir segura, aunque todo a mi alrededor estuviera desmoronándose. No le importaba el nombre ridículo que le di al bebé, lo llamaba así, como una forma de hacerlo menos aterrador. Porque, sí, en mi interior había algo creciendo. Tres semanas de embarazo, aunque solo tres personas sabían la verdad: mis amigas del hospital, que tenían mi total confianza, y él. Evan.

 

Ni siquiera mi familia. No aún. No podía.

 

Me senté en la cama después de que Evan me ayudó a vestirme. La camiseta que llevaba me quedaba un poco holgada, y mis piernas no estaban tan firmes como deberían. Pero lo peor no era eso. Lo peor era tener que mantenerlo en secreto, el hecho de que dentro de mí había una pequeña vida que aún no era para nadie más, ni siquiera para mi familia.

 

De momento, solo era mi pequeña burbuja. Mi secreto.

 

Y ese frijolito, como lo llamaba Evan, sería lo que me mantendría con fuerza para los días que venían.

 

Evan entró al baño sin hacer mucho ruido, dejando la puerta un poco abierta, lo suficiente para que pudiera ver su figura a través del espejo empañado. No pude evitar mirarlo, los ojos pegados al reflejo de su torso marcado. Las cicatrices en su espalda y brazos, las que no trataba de ocultar y que siempre me fascinaban, eran como pequeños recordatorios de todo lo que había vivido. No eran marcas de guerra, pero sí huellas de experiencias que lo habían moldeado. Su cuerpo estaba tan definido, tan fuerte, y todo en él me atraía de una manera tan visceral.

 

Me costó apartar la vista, pero cuando lo hice, mi mente empezó a darme problemas. Las hormonas, claro. Todo se volvía más intenso y mi estómago, que aún no se calmaba del mareo de antes, volvió a dar señales de vida. Pero no podía pensar en eso ahora. No podía.

 

—¿Amor? —dije, sin dejar de mirarlo a través del espejo. Él giró un poco la cabeza hacia mí, sin dejar de moverse bajo el agua—. ¿Cómo le vamos a decir a mis padres sobre frijolito?

 

Él sonrió con una de esas sonrisas despreocupadas, como si todo estuviera bajo control, y por un momento pensé que tal vez sí lo estaba.

 

—Eso... —dijo mientras ajustaba el agua—, te lo dejo a ti, que eres la adulta aquí, ¿no?

 

Lo decía en broma, pero se notaba que en el fondo sabía que la responsabilidad recaía más en mí que en él.

 

—Muy gracioso —respondí, tirándole una de mis ligas de pelo, que había estado jugando con ella sin darme cuenta. A veces mi paciencia llegaba al límite con sus bromas, pero las amaba—. En serio, ¿cómo lo hacemos?

 

Él se río bajo, y mientras terminaba de enjabonarse, me dio la espalda, dejando que su figura se moviera libremente bajo el agua.

 

—Hay que dejarlo como una sorpresa, ¿no? —dijo, en tono más serio, pero con ese toque de picardía que siempre lo caracterizaba.

Luego continuó, dándome un plan. Un plan bastante... extraño—. Después de que nosotros nos vayamos, dejamos una prueba de embarazo en tu habitación. Le decimos a Ana que hay un regalo para ella, que lo vea unas horas después de que nos hayamos ido, y cuando entre... ¡pum! La sorpresa. Una forma original de revelar un embarazo, ¿no?

 

Me quedé en silencio por un momento, considerando la idea. Estaba en shock, pero al mismo tiempo, no podía evitar que me arrancara una sonrisa. Evan tenía esa forma de hacer las cosas más complicadas... divertidas.

 

—¿De verdad crees que esa será la mejor forma de hacerlo? —le pregunté, incrédula pero entretenida. Estaba segura de que mi familia se sorprendería, pero no sabía si estaría preparada para la reacción.

 

Evan soltó una risita, luego se volvió hacia mí, su mirada todavía juguetona.

 

—¿Quién dijo que esto iba a ser fácil? —respondió, antes de girarse de nuevo hacia el agua, concentrándose en enjabonarse. Yo no podía dejar de pensar en su plan. Quizás era una locura, pero tal vez eso era lo que necesitaba mi familia: una sorpresa que los sacara de su zona de confort.

 

Aunque en el fondo me preocupaba cómo lo tomarían, especialmente mi mamá. Mi papá... él siempre se tomaba las cosas con más calma, pero mi mamá... ella podría estallar. Pero ¿quién sabe? Después de todo, nada en mi vida había sido fácil, y esto tampoco lo sería.

 

Suspiré y me apoyé contra el marco de la puerta, mirando cómo el agua caía sobre Evan. Una parte de mí se sentía aliviada por tenerlo a mi lado, por saber que no estaba sola en esto.

 

Evan salió de la ducha con la toalla enrollada a la cintura, el agua aún goteando de su cuerpo mientras caminaba hacia el espejo. Podía ver cómo cojeaba un poco, aunque no era tan evidente, y lo observé de reojo, preguntándome si había algo que pudiera hacer para aliviarlo. Era raro verlo vulnerable, pero aun así se veía... increíble. No pude evitar admirarlo un momento más antes de que hablara.

 

—¿Debería cortarme el cabello? —preguntó, buscando algo de ropa en la pequeña bolsa que había dejado en el baño.

 

Me detuve, mi instinto casi inmediato fue el de rechazar la idea. No podía imaginarlo sin su melena, especialmente ahora que la había dejado crecer un poco más. Su cabello siempre fue una de las cosas que más me gustaban de él.

 

—¡Ni se te ocurra! —respondí rápida, levantando la voz más de lo que pretendía. Mi tono era firme, pero no pude evitar sonreír al ver la expresión divertida de su rostro al notar cuán seria había sido.

 

Evan me miró en el espejo con esa mirada burlona que tanto me hacía perder la compostura.

 

—¿Y si quiero cambiar de look? —preguntó, dándose vuelta hacia mí.

 

Le lancé una mirada fulminante, pero también con algo de ternura.

 

—Si te cortas el cabello, te prohíbo buscar nombres para frijolito —le dije, cruzándome de brazos.

 

Evan se rió, pero asintió de forma juguetona.

 

—Está bien, está bien. No me cortaré el cabello... pero si se me ocurre uno —dijo, acercándose un poco, casi como si fuera un acuerdo tácito—. Tú lo aceptarás sin reproches, ¿verdad?

 

Al principio dudé, realmente no sabía si sería capaz de aceptar un nombre sin pensarlo dos veces. Pero en su mirada había algo que me hizo relajada, una especie de seguridad. Podía confiar en él, incluso en esas pequeñas decisiones.

 

—Está bien —respondí, un poco dubitativa, pero accediendo finalmente—. Sin reproches, pero solo porque tú lo dices.

 

Entonces, como si el mundo se alineara con la conversación, sentí que las nauseas volvieron con fuerza. Mi estómago se revolvió de inmediato y, antes de que pudiera decir algo más, las ganas de vomitar se apoderaron de mí.

 

—Tengo que ir al baño... —musité, dándome prisa, y salí corriendo del baño sin ni siquiera mirar hacia atrás.

 

Evan, sorprendido por mi reacción repentina, no tuvo tiempo de decir nada. Solo escuché sus pasos detrás de mí, pero ya estaba demasiado tarde. Me encerré en el baño, agachándome frente al inodoro, con las manos en la barriga mientras intentaba contener el mareo.

 

Las náuseas seguían insistiendo, pero al mismo tiempo, había una extraña sensación dentro de mí. Como si este embarazo fuera algo real, como si no pudiera hacer nada para detenerlo. Como si ya estuviéramos en ello, de lleno.

 

No supe cuánto tiempo pasó, pero cuando me repuse un poco, volví a salir, sintiéndome agotada, pero con una extraña calma que no podía explicar.

 

Evan me miró desde el marco de la puerta, con una expresión preocupada, pero tratando de esconderlo con una sonrisa.

 

—¿Estás bien? —preguntó, acercándose lentamente.

 

Lo miré y asentí, aunque en mi rostro se notaba que no estaba tan bien como decía.

 

—Sí... solo... algunas náuseas, nada grave —respondí, aunque el tono de mi voz era un poco más bajo de lo usual.

 

Evan me observó unos segundos más, y aunque no dijo nada, su mirada estaba llena de esa preocupación que tanto me gustaba ver.

 

Salí del baño arrastrando los pies, con el estómago algo revuelto pero sintiéndome ligeramente mejor. Me dejé caer sobre la cama boca arriba, suspirando profundamente mientras cerraba los ojos. El colchón se sentía como una nube cálida y suave, y por un segundo, creí que si me quedaba así lo suficientemente quieta, el mundo entero se detendría conmigo.

 

Evan, que seguía vistiéndose con calma, me miró desde el armario improvisado que habíamos hecho con nuestras mochilas y dijo con voz baja, pero siempre con esa nota de atención en cada palabra:

 

—¿Ocupo traerte algo?

 

Abrí un ojo para verlo, medio sonriendo.

 

—Sí... —murmuré, estirando los brazos hacia él de forma dramática—. Que vengas y te acuestes conmigo. Ya nos bañamos, es hora de dormir, aunque aún sea de día.

 

Él soltó una risita mientras terminaba de abotonarse la camisa, y negó con la cabeza.

 

—Tengo hambre...

 

—Entonces comemos y luego dormimos —dije sin pensarlo mucho, mi mano acariciando suavemente mi abdomen, justo donde frijolito descansaba—. Frijolito ya pide recarga de energía... que luego frijol me va a obligar a expulsar si no come algo primero.

 

Evan soltó una carcajada baja, esa que me gustaba porque era auténtica, y caminó hasta el borde de la cama cojeando un poco.

 

—Qué poética forma de describir las náuseas matutinas —comentó, sentándose con cuidado a mi lado y dándome un beso en la frente—. Me gusta.

 

—Y a mí me gusta que te guste —susurré, entrecerrando los ojos mientras lo sentía cerca.

 

Me giré solo un poco, lo suficiente para apoyarme en su pierna y abrazarlo con un brazo, mientras mi otra mano seguía sobre mi vientre. Aún no se notaba, claro, pero yo ya lo sentía. No físicamente, aún no, pero emocionalmente... sí. Ese pequeño frijolito era más que real para mí.

 

—Entonces... ¿bajamos a comer? —preguntó él, acariciándome el cabello con suavidad, como si no quisiera presionarme.

 

—Cinco minutos más. Solo cinco... —susurré—. Y luego sí... comida, recarga, y si me dejas, una siesta abrazada a ti.

 

Evan no respondió con palabras, solo me rodeó con sus brazos, dejándose caer lentamente junto a mí, con el sonido de su respiración tranquila llenando el cuarto. Y por un momento, el mundo fuera de esa habitación dejó de importar.

 

Luego de un rato bajamos al comedor en cuanto el hambre nos ganó por completo. La cocina de mamá seguía siendo un imán infalible, y esa tarde no decepcionó. Una olla de estofado humeante, arroz, pan recién hecho y una ensalada ligera nos recibieron como si el mundo no estuviera girando tan rápido allá afuera.

 

Paula fue la primera en lanzarse.

 

—¡A ver, a ver! ¡Quiero ver las fotos del viaje! ¡Y más te vale que hayas tomado muchas! —dijo mientras estiraba el cuello desde su silla, como si pudiera ver la galería de mi celular por la fuerza de su voluntad.

 

Sofía, justo al lado, no se quedó atrás.

 

—Y los recuerditos, ¿dónde están? No me digan que se les olvidó. Aunque sea una piedrita bonita del camino...

 

Evan apenas abrió la boca para responder cuando Ana, con esa sonrisa maliciosa suya, remató:

 

—Sí, sí, muy bonito todo, pero… ¿ya hicieron a nuestro sobrino o qué?

 

Casi me ahogo con el estofado. Paula le dio un codazo mientras Sofía se reía bajito, y yo solo intenté disimular mi nerviosismo comiendo más rápido. Evan, el muy desgraciado, solo se tragó la risa y se sirvió más arroz.

 

Mis padres, en cambio, parecían menos interesados en bromas y más en lo serio.

 

—Evan… —empezó mamá, con esa voz de doctora que a veces hacía que hasta la comida se pusiera tensa—. ¿Estás seguro de querer ir a Chicago tan pronto? No sólo es por tu pie, también… bueno, emocionalmente es mucho.

 

Papá lo miró también, con ese gesto serio pero cálido.

 

—Después de ocho años, hijo, no es poca cosa. Si necesitas que te acompañemos…

 

Evan los miró a ambos, con ese aire tranquilo que había desarrollado a la fuerza. Asintió apenas.

 

—Gracias, de verdad… pero necesito hacerlo yo. Ya es momento.

 

Terminamos de comer en relativa calma. Conversaciones suaves, algunas risas más, y promesas de que después veríamos las fotos con calma. Cuando por fin subimos de nuevo a la habitación, el cuerpo me pesaba como si cada músculo me reclamara el día entero.

 

Me lancé sobre la cama sin pensarlo. Evan se dejó caer a mi lado con un suspiro largo, y sin decir palabra me acerqué a él, abrazándolo como si fuera mi almohada favorita. Me acurruqué sobre su pecho, con una de mis piernas rodeándolo y mi brazo sobre su torso.

 

Mi mano, como cada noche, comenzó a recorrer las cicatrices en su piel. Una a una. Con la yema de mis dedos, con cuidado, con cariño, como si pudiera alisar las memorias que llevaban.

 

—¿Sabes? —susurré sin necesidad de mirarlo—. Cuando toque decírselo… quiero que sea especial. No solo para ellos. Para ti también. Para frijolito. Que sea un recuerdo bonito, no algo forzado.

 

Evan bajó la mano a mi cabello, acariciándome despacio.

 

—Entonces será especial —respondió simplemente, con esa firmeza suya que me hacía sentir en casa, sin importar dónde estuviéramos.

 

Y ahí, en medio de una habitación tranquila, entre las preguntas sin responder y el amor que no necesitaba palabras, nos dejamos ir poco a poco en un sueño compartido. Él, yo… y el pequeño frijolito, creciendo en silencio.

 

***

 

Esa noche me envolvía en un sueño tibio, pegada al calor de Evan, como si mi cuerpo supiera que su piel era el escudo contra todo lo que dolía. Pero entonces, el frío. Ese frío. No de clima, sino de ausencia. Un vacío helado, cruel, uno que me hizo buscar con la mano el lugar a mi lado.

 

Estaba vacío.

 

Y helado.

 

Mi corazón dio un vuelco mientras mi brazo tanteaba la sábana, desesperado por sentirlo allí, aunque fuera con el borde de mis dedos. Pero no había nada. Solo vacío.

 

Entonces lo sentí. Algo en la almohada. Un borde de papel bajo mi mejilla. Y ese escalofrío me recorrió la espalda como una cuchilla.

 

—No... no, no, no, no por favor no… —susurré, incorporándome de golpe, con la respiración agitada.

 

Temblorosa, tomé el papel. Mi vista se nublaba, no sabía si por el miedo o por las lágrimas que empezaban a presionar tras mis ojos. Pero ahí estaba su letra. Rápida, firme… viva.

 

 "Lucía, 

 Si ves esta carta, solo quiero decirte que estaré en el gimnasio de la villa."

 

Sentí que mi alma regresaba al cuerpo y casi me desmayaba del susto. Solté un suspiro que se quebró entre mis labios y me llevé una mano al pecho.

 

—Maldito seas, Evan…

 

Seguía leyendo, aunque las lágrimas luchaban por salir.

 

 "Te dejo la nota para que no creas que me fui. No vaya a pasar lo mismo que el día después de Navidad, cuando creíste que me había ido y solo estaba en la sala."

 

Tuve que sentarme bien porque mis piernas ya no respondían. El papel temblaba entre mis dedos, como si pudiera sentir el peso de lo que implicaba. No se había ido. No me había dejado. Pero la idea de perderlo otra vez... ni siquiera por un segundo… fue como revivir el miedo que creí haber dejado atrás.

 

Me levanté de la cama con rapidez, me puse uno de sus primeros suéteres que encontré y salí de la habitación, descalza y con el corazón golpeando en mi pecho como si corriera maratón. Frijolito se revolvía un poco en mi vientre, o tal vez era solo mi ansiedad empujando todo por dentro.

 

—Solo estás en el gimnasio, Evan. Más te vale estar ahí… —murmuré, bajando las escaleras a toda prisa.

 

Bajé por las escaleras como si el suelo no doliera, como si el frío no me mordiera los pies descalzos, como si el corazón no me temblara. La casa estaba en silencio, todos dormían, y el reloj marcaba una hora en la que nadie cuerdo estaría despierto.

 

Pero yo no podía dormir.

 

No sin saber que él seguía aquí.

 

Abrí la puerta de la entrada con cuidado, aunque el frío me golpeó como un cubetazo helado. El aire de invierno me abrazó los brazos desnudos, pero yo no me detuve. Caminé por el sendero cubierto de nieve, dejando huellas suaves sobre el blanco puro. Las luces de los faroles del jardín apenas iluminaban mi camino, pero yo lo conocía. Sabía perfectamente dónde estaba el gimnasio.

 

Y sabía que él estaría ahí.

 

Mis pies descalzos protestaban, se hundían en la nieve, pero mi cuerpo no se detenía. Solo necesitaba verlo. Solo necesitaba que no fuera otro susto como el que me dejó rota hace semanas.

 

Empujé la puerta del gimnasio. Estaba abierta.

 

La calidez del interior me golpeó de inmediato, como un refugio… y ahí, en el centro del lugar, entre máquinas, pesas y espejos, estaba él.

 

Evan.

 

Con el torso desnudo, la toalla colgando en su cuello, vendado del pie izquierdo, haciendo repeticiones de pecho con un par de mancuernas. Su respiración era constante, medida. Su espalda brillaba con el sudor, sus músculos marcados se tensaban con cada movimiento. Su cabello, aún algo húmedo por la ducha, caía levemente sobre su frente.

 

Y yo lo miré. Me quedé en la entrada, helada por fuera pero derritiéndome por dentro.

 

—Te odio… —susurré, pero no con rabia. Con alivio. Con amor. Con las lágrimas resbalando por mis mejillas sin permiso.

 

Él me escuchó. Giró el rostro, me vio, y bajó las pesas con calma.

 

—¿Te dejé una nota, no? —dijo, sonriendo levemente.

 

—Evan… —me acerqué, mis pasos lentos, torpes por el frío. Me lancé contra él, abrazándolo como si necesitara asegurarme de que era real.

 

—Lucía… estás congelada —susurró él, sorprendido, sosteniéndome con cuidado—. ¿Saliste descalza?

 

—Idiota… no hagas eso nunca más —le dije contra su pecho, aspirando su olor, temblando aún.

 

—¿Qué? ¿Ejercitarme a las tres de la mañana? —bromeó, acariciando mi espalda suavemente.

 

—No… no me dejes sola en la cama otra vez sin avisar bien —dije, con voz baja—. Aún me da miedo que un día… simplemente… te vayas.

 

Él me abrazó más fuerte. Su calor me envolvió por completo.

 

—Nunca me voy a ir, Lucía. No ahora. No después de todo. Tengo demasiadas razones para quedarme.

 

—¿Una de esas razones mide tres milímetros y tiene forma de frijol?

 

Evan rió bajo, besó mi frente, y dijo:

 

—La más poderosa de todas.

 

Evan me sostuvo por un momento más, abrazándome en el gimnasio con la calma que solo él sabe darme, mientras mis pensamientos se tranquilizaban, mis temores desvaneciéndose en su cercanía. Sentir su corazón latiendo cerca del mío me hacía recordar que no estaba sola, que él estaba aquí, que todo lo que había vivido en los últimos meses valía la pena porque teníamos algo mucho más grande que nos mantenía juntos.

 

Finalmente, se apartó un poco para mirarme a los ojos, como si estuviera buscando alguna respuesta silenciosa en mí.

 

—¿Qué pasa, Lucía? —preguntó, tocando suavemente mi mejilla—. ¿Por qué te asustas tanto cuando me alejo?

 

—No lo sé... —respondí, con la voz algo quebrada—. Es como si siempre tuviera miedo de perderte. De que algo cambie, de que no estemos juntos. Creo que ya lo he perdido todo antes, y no quiero que me pase otra vez. No después de todo esto.

 

Él sonrió, esa sonrisa tranquila que siempre me hacía sentir como si todo fuera posible. Acercó su rostro al mío, casi rozando mi piel con la suya.

 

—Nunca vas a perderme, Lucía. No cuando estamos en esto juntos. Y el hecho de que tengamos a "frijolito"... eso ya es algo que nadie puede quitarnos.

 

Sonreí con la mención de "frijolito", el nombre que él había decidido darle al bebé, algo que se sentía tan suyo, tan nuestro. A veces parecía surrealista que estábamos esperando a un hijo, que la vida nos había llevado a este punto. En medio del caos y la incertidumbre, habíamos creado algo hermoso. Y aunque el futuro parecía incierto, algo me decía que juntos podríamos enfrentarlo.

 

—No quiero que nada cambie, Evan —dije, abrazándolo nuevamente—. Quiero que siempre sea así, como ahora.

 

—Lo será, Lucía —respondió, estrechándome en sus brazos—. Y si alguna vez las cosas se ponen difíciles, lo superaremos, como siempre lo hemos hecho. Pero no te preocupes por eso ahora. Por ahora, tenemos este momento, y tenemos todo lo que necesitamos.

 

Me acurruqué en su pecho, sintiendo el ritmo de su respiración, el calor de su cuerpo que me envolvía como una manta. La noche parecía más tranquila ahora, como si todo lo que había pasado hasta ese momento fuera parte de algo mucho más grande que no entendía por completo, pero que sabía que debía abrazar.

 

Y entonces, con un suspiro, me dejé llevar, cerrando los ojos y entregándome a la paz que solo él podía darme. Por una vez, todo estaba bien.

 

El mundo podía esperar.

 

Le di un suave empujón a Evan, separándome un poco de él mientras sentía que el frío ya comenzaba a calar mis huesos.

 

—Vámonos de regreso —le dije con una sonrisa cansada—. Date un baño y luego quédate a dormir. Solo a dormir, ¿entendido? Nada de ejercicio, ni de hacer más cosas. Necesitas descansar, y yo también.

 

Evan me miró, arqueando una ceja, como si dudara de mi propuesta, pero luego me vio a los ojos y entendió. Estaba tan agotada como él. Llevábamos semanas lidiando con un torbellino de emociones, situaciones y estrés, y por una vez, simplemente necesitábamos detenernos.

 

—Está bien, lo prometo —respondió con una sonrisa cansada—. Solo dormir, nada más.

 

Me agarró de la mano mientras caminábamos de regreso a la casa, sus dedos entrelazados con los míos de una manera reconfortante, como si estuviéramos enfrentando el mundo juntos, sin importar lo que viniera. La nieve crujía bajo nuestros pies mientras nos acercábamos a la casa, y aunque aún estaba oscuro, el ambiente dentro de la villa me daba una sensación de calma. Estábamos juntos, y eso, en este momento, era todo lo que necesitaba.

 

Al llegar a nuestras habitación y abrí la puerta, me senté en la cama mientras Evan entraba al baño. Escuché el sonido del agua cayendo desde el baño, su sonido relajante que me hizo sentir aún más tranquila. Decidí aprovechar esos minutos para cerrar los ojos y relajarme. Pero incluso entonces, mis pensamientos no podían callarse. Todo lo que había sucedido en los últimos días, todo lo que habíamos pasado juntos, aún me rondaba la cabeza.

 

Evan salió del baño unos minutos después, con la toalla enrollada alrededor de su cintura y el cabello aún húmedo. Me miró y sonrió de nuevo, esa sonrisa que siempre lograba hacerme sentir un poco más ligera.

 

—¿Te ayudo con algo? —me preguntó mientras se acercaba.

 

Negué con la cabeza, señalando la cama donde ya me había acomodado.

 

—Solo ven a dormir, por favor —dije suavemente, sintiendo el peso de los días caído sobre mí.

 

Él asintió sin decir nada más y se acostó a mi lado, rodeándome con sus brazos mientras me acomodaba sobre su pecho. Pude sentir la calma que me transmitía con solo estar cerca de él. En ese momento, no importaba nada más. Ni el futuro, ni los problemas, ni los miedos. Solo estábamos los dos, en silencio, abrazándonos, dispuestos a dejar que el descanso nos curara.

 

Cerré los ojos, sintiendo que la oscuridad me envolvía, y al fin, me dejé llevar por el sueño, confiada de que, aunque el mundo a veces pareciera un caos, en los brazos de Evan, siempre encontraría un refugio seguro.

 

La luz de la tarde entraba tímidamente por la ventana cuando, de repente, un sonido insistente rompió el silencio. Un golpe tras otro, como si alguien estuviera tocando la puerta con una desesperación inusual. Al principio, solo me di la vuelta en la cama, cubriéndome más con la manta y apretando los ojos con la esperanza de que el sonido desapareciera, pero no lo hizo. Las llamadas a la puerta continuaban, fuertes y constantes, hasta que una voz familiar rompió la calma:

 

—¡Lucía! ¡Evan! ¡Ya son las tres de la tarde! ¡Durmieron demasiado!

 

Era la voz de mi madre, inconfundible, mezclada con una ligera preocupación. Abrí los ojos, sintiendo que el cuerpo aún estaba pegado al colchón, como si los músculos no quisieran funcionar después de tantas horas de descanso.

 

Evan también se despertó al escuchar la voz de mi madre, dándose vuelta hacia mí, aún con la toalla alrededor de su cintura, mirando hacia la puerta con una mueca de incomodidad.

 

—¿Tres de la tarde? —murmuró con una ligera risa, frotándose los ojos.

 

—Sí... parece que no hemos dormido lo suficiente —respondí, algo avergonzada, aunque lo que realmente quería era seguir durmiendo. Me estiré en la cama, levantando un poco la cabeza, mirando hacia la puerta, mientras escuchaba los nuevos golpes insistentes de mi madre.

 

—¡Vengan ya! —gritó otra vez, esta vez con tono más alto, casi divertido—. ¡El día no se va a aprovechar solo!

 

Evan me miró, levantándose lentamente de la cama y estirando los brazos. Sus movimientos eran lentos, aún sintiendo el peso del cansancio en su cuerpo, igual que yo. Pero no podíamos ignorar más la insistencia de mi madre. Ambos sabíamos que si no nos levantábamos pronto, probablemente nos iban a regañar.

 

—¿Nos levantamos, entonces? —me preguntó Evan, aún medio adormilado.

 

Suspiré, sentándome en la cama, viendo cómo la luz del día iluminaba la habitación, empujando la somnolencia de mi cuerpo, aunque no con mucha eficacia.

 

—Sí... supongo que ya es hora —respondí mientras me levantaba de la cama. A pesar de mi deseo de quedarme allí, envuelta en las sábanas, sabía que la curiosidad de mi madre no nos dejaría en paz hasta que estuviéramos fuera de la habitación.

 

De repente, los golpes en la puerta cesaron, y escuché unos pasos alejándose. Mi madre había ido a darles la noticia a los demás, pero seguramente nos esperaba en la sala, lista para contarle a todos que habíamos dormido hasta tarde.

 

Evan se acercó a mí y, antes de que pudiera siquiera pensar en moverme, me abrazó, rodeándome con sus brazos.

 

—Te tengo —dijo, sonriendo—. Cuando todo esto termine, podemos quedarnos en cama todo el día, ¿te parece?

 

Sonreí, cerrando los ojos brevemente mientras me acomodaba contra su pecho.

 

—Me encantaría —respondí en voz baja. Pero hoy, por desgracia, eso no iba a ser posible.

 

Nos levantamos y, con un último vistazo a la cama vacía, nos dirigimos hacia la puerta, listos para enfrentar lo que nos esperaba afuera. Bajábamos por las escaleras con la lentitud de dos ancianos en plena resaca emocional y física. Bueno, en realidad, uno más que la otra. Yo iba primero, aún con algo de flojera, despeinada y en pijama, pero estable. Evan, en cambio, bajaba con una mano firme en el barandal y la otra apoyándose en la pared como si el siguiente escalón fuera una trampa mortal.

 

—Anoche muy valiente y decidido para irse al gimnasio en medio de la nieve —dije con tono burlón, volteando a verlo por encima del hombro mientras me detenía un escalón abajo—. Pero hoy, ¡mírate! Una escalera lo está matando.

 

Evan me lanzó una mirada entrecerrada, esa que pone cuando sabe que tengo razón, pero le da flojera admitirlo.

 

—Tenía el cuerpo caliente en ese momento. Adrenalina. Coraje. Determinación —responde con tono dramático, como si recitara alguna épica—. Pero estas escaleras... estas escaleras son el verdadero enemigo.

 

No pude evitar soltar una carcajada, cubriéndome la boca para no hacer tanto ruido.

 

—El héroe de guerra derrotado por unas malditas escaleras —dije divertida mientras bajaba el último escalón y me hacía a un lado para esperarlo.

 

Evan bajó con más lentitud de la que usaba mi abuela, y cuando por fin puso ambos pies en el suelo, exhaló como si hubiera terminado un maratón.

 

—Lo logré —dijo con tono solemne—. Estoy vivo.

 

—¿Quieres que te dé una medalla o prefieres que te cargue como anoche? —le respondí arqueando una ceja, cruzándome de brazos.

 

Él me sonrió con esa expresión arrogante tan suya, pero se le notaba el orgullo herido.

 

—Si me cargas, ¿me das desayuno también?

 

—¿Sabes qué? A lo mejor te aviento de regreso a las escaleras.

 

—Tan violenta esta madre primeriza —murmuró mientras caminábamos hacia la cocina.

 

—¡Te escuché!

 

—¡Y yo te amo!

 

—Idiota.

 

—Ya son las tres —dijo mi papá desde el comedor, con esa voz suave pero con el tono de quien da un aviso disfrazado de comentario—. Parece que el viaje los agotó lo suficiente como para dejarlos en cama más de lo normal.

 

Me estiré un poco mientras me sentaba a la mesa, tratando de que el sueño no me tumbara de nuevo encima del plato.

 

—Sí… —dije, soltando un largo suspiro—. Además, cierto testarudo —volteé a ver a Evan con cara de "ya sabes quién eres"— se le ocurrió hacer ejercicio en plena madrugada, y casi me causa otro infarto. Esta vez dejando una nota como si no supiera que mi embarazo ya me tiene bastante preocupada…

 

Clang.

 

Algo cayó al suelo.

 

Y luego el silencio.

 

Mi cerebro tardó tres eternos segundos en procesar lo que acababa de salir de mi boca.

 

Ana estaba con la boca abierta, deteniéndose a medio paso. Paula y Sofía no estaban mejor: ojos bien abiertos, petrificadas. Mi papá había dejado de cortar lo que fuera que estaba preparando. Y mi mamá… fue la que dejó caer la cuchara de su café, que rebotó en el piso haciendo eco en toda la cocina.

 

Yo, mientras tanto, seguía congelada, mirando a todos como si me acabara de volver transparente.

 

Evan fue el último en moverse. Muy lentamente giró su cabeza hacia mí, con esa expresión que decía sin decir: ¿En serio, Lucía? ¿Así? ¿Justo ahora?

 

Y ahí fue cuando mi alma regresó a mi cuerpo y me di cuenta de lo que acababa de decir.

 

—¡Ay no…! —murmuré, llevándome ambas manos a la cara.

 

La bomba había sido soltada. Y todos, absolutamente todos, nos miraban como si acabaran de enterarse de que íbamos a adoptar un dragón y no un bebé.

 

—¡¿HICIERON A MI SOBRINO?! —gritó Ana con esa mezcla perfecta de emoción y escándalo, tan ella, tan explosiva, tan... Ana.

 

Yo sentí que me hundía en la silla. Paula soltó una risa contenida y Sofía se tapó la boca como si eso pudiera ocultar la sonrisa enorme que ya se le escapaba.

 

—¡Ana, cállate! —le dije, medio riendo, medio queriendo desaparecer del universo en ese instante—. No tienes que gritarlo…

 

Pero claro, ¿cuándo ha sido Ana de las que se callan?

 

—¡¿Cómo no voy a gritarlo?! —saltó, cruzando la cocina en dos pasos y plantándose justo frente a mí—. ¡Mi hermana va a tener un bebé! ¡Voy a ser tía! ¡TÍA! ¡De un bebé real!

 

Evan soltó un suspiro resignado mientras mi mamá seguía en modo estático, una mano en la boca, la otra aún bajando lentamente como si su cuerpo estuviera procesando a cámara lenta.

 

—¿Es en serio...? —murmuró mi mamá finalmente, con voz quebrada.

 

Yo asentí, nerviosa, apretando la mano de Evan por debajo de la mesa.

 

—Tres semanas —dije bajito—. Nos enteramos el primero de enero.

 

Y entonces fue como si una burbuja explotara. Sofía corrió a abrazarme. Paula me abrazó por detrás. Ana chillaba algo sobre comprar ropa miniatura y hacer baby showers con pastel de chocolate. Mi mamá me abrazó por los hombros, besándome la cabeza mientras decía "mi niña" una y otra vez. Y mi papá... solo sonrió.

 

—Felicidades, hija —dijo con esa calma firme suya—. Y tú también, Evan. Supongo que... ahora sí es oficial. Bienvenido a la familia, Evan.

 

***

 

La mesa estaba llena, pero el silencio llegó en cuanto mi papá soltó la pregunta.

 

—¿Y... ya hablaron ustedes dos sobre esto?

 

Todos nos miraron. Claro que estaban felices, pero también preocupados. Con razón. Sabían quién era Evan, lo que había pasado. Lo que arrastraba.

 

Evan dejó el tenedor con calma, tragó el último bocado y se limpió con la servilleta. Luego me miró, como si preguntara en silencio si podía hablar. Le asentí.

 

—Sí —dijo con esa voz baja pero firme—. Lo hablamos. No fue fácil. Lo hablamos semanas atrás, en una de esas noches... donde todo se calma y uno se permite pensar más de la cuenta. En medio de una broma, el tema salió. Un hijo. Un bebé.

 

Me tomó la mano bajo la mesa. Sentí su calor. Su leve temblor.

 

—Todos saben más o menos cómo ha sido mi vida —continuó—. Guerra. Supervivencia. Desde los diez años hasta hace poco. La idea de ser padre... no me es familiar. No tuve un ejemplo. No sé cómo se hace.

 

Sofía y Paula lo miraban sin pestañear. Ana, por primera vez en años, estaba callada.

 

—Ella —me señaló con un leve gesto de cabeza—, me dijo que le preocupaba que yo solo conociera violencia, estructuras rotas. Que apenas estoy entendiendo qué es vivir tranquilo, en una casa, con gente que te quiere.

 

Sus palabras flotaban en el aire. Y aún así, nadie decía nada. Nadie lo interrumpía.

 

—Y sí —admitió—. Me da miedo. Me da miedo no saber cómo criar a un niño cuando yo mismo no tuve una infancia que pueda recordar con alegría. No sabría cómo aconsejar. Cómo guiar. Cómo ser eso que llaman... un ejemplo.

 

Yo apreté su mano. Él me miró un segundo y luego volvió a la mesa.

 

—Pero no voy a huir. No voy a decir que lo intentaré. Porque uno no "intenta" ser padre. Uno lo es. Punto. Voy a aprender. A ser todo lo que no hicieron conmigo. A dar lo que no me dieron. Y no porque me sienta obligado, sino porque quiero. Porque... frijolito merece eso.

 

Mi mamá soltó un pequeño sollozo. Ana lloraba en silencio. Y mi papá asintió, simplemente asintió, con los ojos ligeramente rojos.

 

—Ese es un buen comienzo, Evan —dijo él—. Uno muy bueno.

 

Entonces mi papá, volvió a hablar con esa voz pausada que usa cuando está digiriendo algo muy serio, preguntó sin rodeos:

 

—Entonces... Evan. ¿Irte, desaparecer... ya no está dentro de tus planes?

 

La mesa volvió a enmudecer. Mi estómago se revolvió un poco, porque esa pregunta siempre me daba miedo. Pero Evan no tardó nada en responder:

 

—No. Ya lo dije antes de partir a California, hace unas semanas. Irme... ya no es una opción real. Tal vez lo fue alguna vez, cuando no tenía nada ni a nadie. Pero... me prometí vivir esto. Esta normalidad que ustedes conocen, pero que para mí es desconocida. Me la prometí, y ahora...

 

Me miró. Su mano buscó la mía una vez más, entrelazando sus dedos con los míos.

 

—Ahora, con frijolito, menos que nunca.

 

—¿Frijolito? —preguntó Ana, medio riendo, limpiándose las lágrimas.

 

Evan asintió con una pequeña sonrisa.

 

—Sí. Cuando veníamos de regreso a Nueva York, hablábamos de eso. Yo iba a decir "el bebé" o algo así, pero en vez de eso, sin querer dije "frijolito"... y se quedó. A Lucía le gustó. Y bueno... ahora ya no podemos llamarle de otra forma. ¿Verdad?

 

Yo negué con la cabeza, riendo suave, acariciando el dorso de su mano.

 

—Ya es frijolito.

 

Después de ese pequeño momento de ternura, Evan volvió a ponerse serio. No duro ni cinco segundos.

 

—Pero sí —dijo, mirando a mi papá—. Esta vida aún me resulta extraña. Despertar en una cama cómoda. Comer con gente que te quiere. No esperar que te disparen al cruzar una puerta. Para mí, todo esto es nuevo. Pero por eso mismo... irme ya no es opción. No ahora.

 

Entonces fue mi mamá la que habló.

 

—¿Y no habrá... un "quizás"? ¿Un "por si acaso"? ¿Una puerta abierta a regresar a ese deseo de irte?

 

Evan la miró. La miró con esa intensidad suya que no asusta, pero impone. Y sin vacilar, dijo:

 

—No. Incluso si mis enemigos me encuentran, no me iré. No voy a huir. Voy a pelear. Voy a proteger esto que ustedes, todos ustedes, me están dando. Esta familia. Este hogar. Este pedacito de paz.

 

Tragó saliva. Sus ojos bajaron un segundo, como buscando equilibrio, antes de rematar con una voz temblorosa pero llena de convicción:

 

—Y si eso significa morir haciéndolo, que así sea. No me importa. Porque al menos... al menos dejaré algo. Un hijo. Una familia. Algo en este mundo que me torturó pero que también me recompensó. Y eso... eso me basta.

 

Silencio. Silencio absoluto.

 

Mi madre se cubrió los labios, conteniendo un sollozo. Ana se paró de su asiento para abrazarlo sin pedir permiso. Paula y Sofía lo miraban con ojos vidriosos. Y yo... yo solo me aferré a su mano.

 

Ese era el hombre que frijolito iba a tener como padre.

 

Sofía, con esa manera suya de hablar entre suave y con un toque de ironía, comentó mientras se acomodaba bien en su asiento:

 

—Entonces... los padres de Evan no solo van a enterarse de que su hijo sigue vivo, sino también que van a ser abuelos.

 

La frase provocó una reacción en cadena. Ana casi se atraganta con el jugo, Paula abrió los ojos como platos y mamá se quedó congelada en su lugar. Mi papá se limitó a alzar las cejas, como si estuviera procesando el peso de lo que eso significaba.

 

Evan bajó la mirada, suspirando, su tono sereno pero cargado de algo más… algo que solo quienes lo conocen bien pueden notar.

 

—Al parecer… sí —dijo, dejando escapar un suspiro por la nariz—. Pero antes de eso, tengo que decirles... que estoy vivo. Que fui a buscarlos después de ocho años. Ocho años en los que probablemente me creyeron muerto. O desaparecido sin esperanzas.

 

Se apoyó en la mesa con los codos, entrelazando sus dedos.

 

—Tal vez se enojen. Me griten. Incluso me golpeen. Y no voy a culparlos. No después de tantos años sin saber de mí. Porque aunque no fue algo que decidí… en parte, sí lo fue. No regresé, incluso cuando ya sabía que era de Estados Unidos.

 

Se hizo un silencio respetuoso. Nadie lo interrumpía.

 

—Mi mente… bloqueó todo. Mis primeros diez años de vida desaparecieron cuando me encerraron esos… traficantes. Incluso después de ser rescatado, no quise saber. No sabía cómo buscar a alguien que no recordaba. Ni sus rostros. Ni sus nombres. Ni siquiera el mío. Era solo un chico que sabía pelear, que sabía sobrevivir… pero no cómo volver.

 

Yo lo miraba. Lo conocía. Cada palabra era una piedra más soltada del muro que había arrastrado por tanto tiempo.

 

—Y sí... —añadió, su voz más baja ahora—. No quise buscar a mis padres tampoco porque… no sabía si me habían reportado como desaparecido. No sabía si les importé. O si me vendieron. No confiaba en el mundo, y mucho menos en algo que mi mente no me dejaba recordar. No quería respuestas. Solo… seguir. Vivir, como pudiera.

 

Su mirada se volvió más firme, más clara, como cuando su decisión ya está tomada.

 

—Pero los encontré. Y sé que sí les importé. Que sí me buscaron. Que cada aniversario han mandado cartas, han mantenido activa la búsqueda. Nunca dejaron de buscarme, aunque todo el mundo les decía que ya no tenía sentido. Nunca pararon.

 

El nudo en mi garganta era imposible de ignorar. Sofía se limpió una lágrima. Ana ya ni fingía no llorar. Y mis padres... mis padres lo miraban como si fuera uno más. Uno de nosotros. Como si lo entendieran. Y creo que sí lo hacían.

 

—Lo sabrán todo —dijo Evan, más para sí mismo que para los demás—. Que estoy vivo. Que estoy arrepentido. Que tengo miedo. Que... que van a ser abuelos.

 

Se quedó en silencio, dejando que sus palabras hicieran su trabajo.

 

Y yo, apretando su mano una vez más, solo pude pensar en lo valiente que era.

 

La voz de mamá fue suave, casi temerosa, como si no quisiera interrumpir el remolino de emociones en la sala, pero sabiendo que debía preguntar:

 

—¿Y ya sabes lo que vas a decirles, Evan?

 

Él se quedó en silencio por unos segundos, como si buscara la respuesta entre los hilos invisibles del techo. Luego soltó una risa suave, cargada de agotamiento y sinceridad.

 

—No lo sé —respondió—. Sinceramente, no lo sé. ¿Qué se le dice a unos padres después de tanto tiempo? ¿Después de… esto?

 

Alzó un poco las manos, señalando con el gesto no solo la casa, sino todo lo que lo rodeaba. Todo lo que había vivido.

 

—Han pasado muchas cosas en solo… tres meses. Solo tres. Hace apenas unas semanas estaba en medio del sudeste asiático. Peleando. Sobreviviendo. Luego terminé en un hospital de voluntarios… herido. Donde me cuidaron. Y conocí a esa enfermera testaruda que no me dejaba morir —dijo mirándome de reojo, con una pequeña sonrisa torcida—. O sea, ella.

 

Le di un leve empujón con el hombro, aunque no podía evitar sonreír también.

 

—Después de eso, casi muero otra vez. Defendiendo ese hospital que me salvó. Porque no podía permitir que les pasara nada a ellos. No después de lo que hicieron por mí.

 

Sofía, Paula, Ana y mis padres lo miraban en silencio. Nadie se atrevía a interrumpirlo.

 

—Luego pasé un mes y medio en coma. En un país que, según mi acta de nacimiento, es el mío… pero que aún me cuesta sentir como tal. Acostumbrándome a no pelear. A no escuchar disparos por la noche. A no dormir con un cuchillo debajo de la almohada.

 

Tragó saliva.

 

—Y hace tres semanas, llegué aquí. A esta casa. Donde me recibieron sin hacer preguntas. Sin esperar nada. Y una semana después... fui a buscar a la familia de Luis. El chico que estuvo encerrado conmigo. Que me cuidó cuando yo no podía más. Que compartió su comida, su fuerza, su esperanza... y que murió semanas después. Les llevé su collar. A sus padres. Porque al menos... ellos merecían saber que su hijo fue un héroe.

 

Un silencio cargado de emociones se apoderó del comedor. Nadie tenía palabras para lo que acababa de decir.

 

—Y ahora... —dijo en voz más baja, como si todo el peso del mundo reposara en esas palabras—. Ahora resulta que tengo una familia que me busca. Una relación que apenas lleva menos de un mes… y ya un bebé en camino. Frijolito, como le digo yo.

 

Me miró entonces, y en sus ojos no había confusión ni miedo, solo una calma melancólica. Como si ya hubiera hecho las paces con su destino, aunque no con su pasado.

 

—Y luego vendrá la parte más difícil… buscar a mis padres. Presentarme ante ellos y decirles: "Hola, soy Evan. Estoy vivo. Perdón por tardar ocho años."

 

Tomó aire profundamente, cerrando los ojos por un instante.

 

—No sé cómo se hace eso. Pero voy a hacerlo.

 

La sala se quedó en silencio otra vez. Pero esta vez no era por tristeza. Era respeto. Porque todos, en ese momento, sabíamos que Evan estaba dando pasos hacia algo que lo cambiaría para siempre.

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