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Chapter 2 - Capitulo 2

La tormenta había pasado, pero el aire sobre Desembarco del Rey seguía denso, pesado, como si la ciudad entera contuviera la respiración. En las calles, el murmullo de los rumores viajaba más rápido que el viento que venía del mar.

La reina ha muerto en el parto.

El príncipe nació bajo la estrella sangrante.

Dicen que los dioses lo marcaron.

El cometa aún se veía difuso en el amanecer, una línea roja que se desvanecía hacia el oriente. Su resplandor teñía los tejados mojados y las almenas de la Fortaleza Roja, donde las banderas negras colgaban ya en señal de luto.

Dentro del castillo, el silencio era casi insoportable.

El salón del consejo estaba vacío, salvo por las copas caídas y el olor a vino derramado. Las velas se habían consumido hasta la base, dejando rastros de cera derretida sobre los mapas del reino. En un rincón, con la espalda hundida en el sillón del trono de reunión, el rey Viserys Targaryen permanecía inmóvil. Su cabello desordenado caía sobre un rostro pálido y enrojecido por las lágrimas y el alcohol.

La copa en su mano temblaba. No sabía si era por el vino o por el peso invisible que lo aplastaba.

Frente a él, la chimenea ardía débilmente. El fuego chisporroteaba, proyectando sombras largas sobre las paredes, como si figuras antiguas danzaran burlonas entre las llamas.

A su alrededor, la noche aún no se había ido del todo. Los primeros rayos del sol entraban pálidos por los ventanales, revelando el desastre: pergaminos rotos, jarras volcadas, trozos de pan sin tocar. El rey no había dormido. No había querido.

No había ido a ver al niño.

Cada vez que alguien lo mencionaba, algo en su pecho se cerraba. Era incapaz de imaginar el rostro de su hijo sin ver el de Aemma desvaneciéndose en sus brazos.

Un golpe en la puerta lo hizo levantar la mirada.

—Entra —dijo, la voz áspera, casi ronca.

Otto Hightower cruzó el umbral, vestido de oscuro, el rostro impasible, aunque sus ojos traicionaban un leve cansancio. Cerró la puerta con cuidado, como si temiera romper algo más que madera.

—Majestad —saludó con una leve inclinación—. Los preparativos están listos. El septón ha ordenado que el funeral se realice al caer el sol.

Viserys no respondió de inmediato. Su mirada se perdió en el fuego, en las brasas que crepitaban como si se burlaran de él.

—El pueblo ya lo sabe, ¿verdad? —preguntó finalmente.

Otto asintió.

—Sí, mi señor. La noticia corrió por la ciudad antes del amanecer.

El rey soltó una risa breve, amarga.

—Claro que sí. Las paredes de este castillo nunca han guardado secretos.

El silencio volvió a caer. Solo se oía el crepitar del fuego y el lejano sonido de las campanas del septo mayor.

—Dicen cosas… —continuó Otto con cautela—. Que el cometa fue una señal. Que el príncipe nació marcado. Supersticiones, nada más.

Viserys giró lentamente la cabeza hacia él. Sus ojos estaban rojos, hinchados, pero aún conservaban ese brillo propio de los dragones.

—¿Supersticiones? —repitió con voz baja—. Mi esposa murió gritando mi nombre mientras yo elegía la corona sobre su vida. Si los dioses quisieran castigarme, no tendrían que hacerlo con un cometa.

Otto bajó la mirada, el gesto calculado de un hombre que sabía cuándo no responder.

—Debéis descansar, majestad —dijo al fin—. El reino necesita ver fuerza en su rey, no debilidad.

Viserys dejó la copa sobre la mesa, derramando vino sobre los mapas.

—El reino tendrá un heredero —murmuró—. Pero su padre no tendrá paz.

Por un momento, ambos hombres guardaron silencio. Fuera, los gritos lejanos del mercado resonaban, mezclados con los pasos de los guardias y el llanto de los cuervos sobre las torres.

Otto se acercó un poco más.

—El príncipe está bien. Come y duerme. El maestre Mellos dice que es fuerte.

Viserys apretó los puños.

—No puedo verlo —susurró.

—Majestad…

—No puedo. —Su voz se quebró—. No mientras su llanto me recuerde el de ella.

Otto asintió despacio, comprendiendo que insistir sería inútil. Se inclinó ligeramente.

—Entonces haré los arreglos para el funeral.

Cuando el consejero salió, el rey se quedó solo otra vez. El fuego seguía ardiendo, pero el calor ya no lo alcanzaba. Miró el mapa de Poniente frente a él: un reino dividido por la ambición, sostenido apenas por su linaje.

En la distancia, el sol comenzaba a levantarse, y el resplandor del cometa se desvanecía por fin sobre el horizonte.

Viserys alzó la vista hacia la ventana, donde aún se veía un rastro rojo en el cielo.

—Que los dioses me perdonen —murmuró.

Luego bebió otra vez, hasta que el amanecer borró la noche, pero no la culpa.

Horas después, el patio de la Fortaleza se llenó de nobles, caballeros y criados enlutados. El aire estaba inmóvil, pesado. Las llamas del brasero central proyectaban sombras que parecían retorcerse sobre los muros.

Entre la multitud, una niña de cabellos plateados luchaba por contener las lágrimas. Rhaenyra Targaryen, apenas de siete años, avanzó hasta la pira donde yacía su madre. Su pequeño rostro estaba tenso, endurecido por algo más que tristeza.

Daemon permanecía a unos pasos, inmóvil, con las manos cruzadas detrás de la espalda. Sus ojos violetas, tan fríos como el acero valyrio, se mantenían fijos en su hermano. No era la primera vez que veía la muerte —había visto hombres arder, degollarse, caer desde los muros con los ojos aún abiertos—, pero aquella escena tenía un peso distinto.

El silencio que envolvía el patio lo sentía denso, sofocante. Podía oír cómo las brasas crujían bajo el viento y cómo el murmullo de la gente se deshacía en susurros cuando el rey se acercaba a la pira. Viserys, con la corona torcida sobre la cabeza, parecía un hombre deshecho, un rey ahogado en su propia culpa.

Daemon lo observó con una mezcla de rabia y desprecio contenido. Su mandíbula se tensó, los nudillos de su mano derecha se tornaron blancos al apretar el puño.

Con tal de tener un heredero varón… pensó, con amargura. Fuiste capaz de sacrificarla. De matar a tu esposa. De arrebatarle la vida a la única mujer que te amaba.

Un escozor le recorrió el pecho. No era pena; era furia, una que hervía silenciosa, contenida solo por la presencia de tantos ojos.

¿Y por qué? se dijo, mordiéndose el labio con frustración. ¿Por miedo? ¿Por asegurar un linaje que ya tenías? ¿O simplemente para negarme lo que siempre debió ser mío?

Su mirada volvió al rostro pálido de Viserys. El rey sostenía una copa medio vacía, el temblor de sus manos evidente incluso a la distancia. El perfume del vino derramado y el incienso se mezclaban con el hedor del aceite que alimentaba las llamas.

Daemon respiró hondo, tratando de mantener la calma.

—Mírate, hermano… —murmuró entre dientes, sin voz para que nadie más lo oyera—. Has perdido a tu reina y ganado un fantasma, siempre fuiste débil Viserys.

La pira ardía con un rugido sordo. Las llamas lamían la madera empapada en aceites, envolviendo el cuerpo de la Reina Aemma en un resplandor dorado. El humo se elevaba hacia el cielo, arrastrando el olor de carne quemada y ceniza fresca. Los asistentes guardaban silencio, solo roto por el chasquido del fuego y el llanto de alguna sirvienta en la distancia.

Viserys permanecía de pie frente a la pira, la copa vacía temblando en su mano. No había lágrimas en su rostro, pero sus ojos lo decían todo: la derrota, la culpa, el agotamiento. El vino se le escurría por los dedos, cayendo sobre la tierra ennegrecida como si ofreciera una libación torpe y desesperada.

A su lado, Rhaenyra observaba el fuego. El calor le golpeaba el rostro, pero no se movía. Sus puños estaban cerrados, los nudillos blancos. Tenía apenas siete años, pero en su mirada ardía una furia más vieja que su edad.

Daemon, unos pasos atrás, la observaba con atención. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir, pero no intervino. Había algo sagrado en la rabia de una hija que veía cómo su padre destruía todo lo que amaba.

El fuego crepitó. Las llamas alcanzaron su punto más alto, y entonces, sin apartar la vista del cuerpo de su madre, Rhaenyra ordeno con voz temblorosa:

—Dracarys.

El dragón respondió antes de que nadie pudiera reaccionar. Syrax, encaramada en una terraza de piedra, soltó un rugido que hizo temblar los muros de la Fortaleza Roja. Una llamarada descendió sobre la pira, envolviéndola por completo. Las llamas se tornaron doradas, luego rojas, y el calor se volvió insoportable.

El rostro de Rhaenyra se iluminó por el resplandor. Y entonces se giró hacia su padre.

—Ahí lo tienes, padre —dijo, con la voz quebrada—. Ahí está tu hijo varón.

El silencio que siguió fue como un golpe. Los consejeros y sirvientes apartaron la mirada, horrorizados.

Viserys la observó, sin poder pronunciar palabra. Por un momento pareció un hombre perdido, un rey reducido a cenizas. Dio un paso hacia ella, extendiendo una mano temblorosa.

—Rhaenyra… yo no quise—

—¡Sí quisiste! —gritó ella, retrocediendo—. ¡Tú lo decidiste! Elegiste al niño y la dejaste morir. ¡Tú la mataste!

Su voz resonó sobre el patio, desbordando dolor y furia. Las lágrimas finalmente rompieron el muro que había contenido durante horas, corriendo por su rostro sucio de hollín.

Daemon dio un paso adelante, pero no la detuvo. No podía. Había verdad en cada palabra.

Viserys cayó de rodillas. La copa rodó por el suelo, manchando su túnica con vino y tierra. Intentó decir algo, pero su voz se quebró.

—Yo… lo hice por el reino… —murmuró.

Rhaenyra lo miró por última vez, los labios temblando de ira y tristeza.

—No —susurró—. Lo hiciste por ti.

Se dio media vuelta y corrió, desapareciendo entre la multitud. Las sirvientas intentaron seguirla, pero Daemon las detuvo con un gesto.

—Déjenla —dijo con tono seco.

El príncipe la siguió unos segundos después, caminando entre el humo y las sombras del fuego. Sus pasos resonaban pesados, y mientras se alejaba, el resplandor del cometa rojo aún bañaba los muros de la fortaleza.

Detrás de él, el rey Viserys permaneció arrodillado ante la pira, solo, cubierto de ceniza y culpa. Las llamas se reflejaban en sus ojos cansados, como si todo su linaje ardiera con su esposa.

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