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Chapter 1 - Capítulo 1

La tormenta rugía sobre Desembarco del Rey, azotando las torres de la Fortaleza Roja con la furia de los dioses. El viento aullaba entre los muros de piedra, como si intentara colarse por las grietas para presenciar lo que ocurría en el corazón del castillo. Dentro, el aire era espeso y caliente; olía a cera derretida, sudor y sangre.

Las antorchas vacilaban con cada ráfaga, proyectando sombras que danzaban sobre los tapices de dragones y llamas. En la gran cámara de parto, los gritos de la Reina Aemma rompían la noche como cuchillas. Su voz, quebrada y humana, se confundía con el crujido del fuego y el murmullo nervioso de las parteras.

—¡Empuja, mi reina, por favor! —suplicó una de ellas, con las manos empapadas en sangre.

El maestre Mellos, con la frente perlada de sudor, apretó los labios. Sabía que el parto estaba perdido. Había visto demasiadas veces el mismo desenlace.

Afuera, tras la pesada puerta de roble, el Rey Viserys caminaba de un lado a otro. Cada paso resonaba sobre la piedra como un martillazo. El silencio entre gritos era lo que más lo atormentaba; cuando no oía a su esposa, su corazón se detenía.

Dos guardias reales se mantenían firmes, inmóviles, aunque sus rostros estaban tensos. Más allá, unas sirvientas se cubrían el rostro y murmuraban plegarias a los 7 dioses. El sonido de la lluvia se mezclaba con los sollozos.

El maestre salió finalmente. Tenía las manos manchadas, los ojos hundidos.

—Majestad... —dijo, sin atreverse a mirar al rey directamente—. Hay complicaciones. El niño se encuentra atravesado... y la reina ya ha perdido demasiada sangre.

El silencio cayó sobre el pasillo como un sudario.

Viserys lo miró, y durante un momento su mente se negó a entender.

—Haz lo que tengas que hacer —respondió al principio, con voz temblorosa—. Pero sálvalos a ambos.

El maestre respiró hondo.

—Eso no es posible, mi señor. Si intentamos salvar al niño, la reina... no sobrevivirá. Si salvamos a la reina, el niño perecerá.

Un trueno estalló sobre la bahía, iluminando el rostro del rey. Su expresión cambió: primero incredulidad, luego pavor. Finalmente, la certeza.

Las palabras del consejo resonaban en su mente: *"No tienes heredero varón. El reino necesita estabilidad."*

El peso de siglos cayó sobre sus hombros.

Viserys miró la puerta cerrada. Detrás de ella, la mujer que había amado más que a su propia vida luchaba por respirar. La mujer que había reído junto a él, que había llorado en silencio cada vez que otro hijo moría.

El maestre esperó. Las sirvientas contenían el aliento.

—¿Majestad...? —susurró.

El rey alzó la vista. Sus ojos estaban vidriosos, como si mirara a través de un sueño del que no podía despertar.

—Sálvalo a él —dijo, apenas audible—. Sálvalo... a mi hijo.

El maestre asintió con un estremecimiento, y se volvió hacia la puerta. La madera se cerró tras él con un golpe sordo, un sonido que pareció marcar el final de algo sagrado.

Viserys quedó solo en el corredor, inmóvil. Sintió que las piernas le temblaban, que el aire se volvía espeso como plomo. Afuera, la tormenta arreció.

Dentro, el horror comenzó.

Las parteras gritaban órdenes. El maestre pidió más agua caliente. La reina Aemma, exhausta y pálida, comprendió lo que ocurría cuando vio el brillo metálico del bisturí.

—¿Qué estás... haciendo? —susurró, la voz rota por el dolor.

El maestre bajó la mirada.

—Perdóneme, mi reina...

El chillido que siguió hizo que las sirvientas del pasillo se taparan los oídos.

Viserys cerró los ojos y apoyó la frente en la pared. Sintió cada grito como una lanza. Las lágrimas le rodaron por las mejillas sin que se diera cuenta.

El olor a sangre se filtró por debajo de la puerta, espeso, metálico.

Cuando finalmente el llanto cesó, el silencio fue absoluto. Ni el trueno se atrevió a romperlo.

Y entonces, un nuevo sonido: el llanto de un niño. Fuerte, claro, como un trueno recién nacido.

El rey alzó la cabeza. La puerta se abrió lentamente. Mellos apareció, con el rostro pálido y los ojos húmedos.

En sus brazos, un pequeño envuelto en lino blanco lloraba con la furia de los vivos. Su cabello, mojado y brillante, reflejaba la luz de las velas en tonos dorados y plateados.

—Un varón, majestad —dijo el maestre, apenas un susurro—. Un heredero.

Viserys miró el bulto diminuto y, por un instante, vio en él la salvación del reino. Pero tras el maestre, en la penumbra, distinguió el cuerpo inmóvil sobre la cama. El rostro de Aemma estaba sereno, casi en paz, como si el dolor finalmente la hubiera abandonado.

El rey se acercó tambaleante. Tocó su mano fría, sus dedos aún manchados de vida.

—Lo siento... —murmuró—. Lo siento tanto, mi amor.

El bebé seguía llorando. Afuera, la lluvia amainaba. Una de las parteras, que miraba por la ventana, soltó un grito.

—¡Por los Siete! —exclamó—. ¡Mirad el cielo!

Todos se volvieron. Sobre la noche aún oscura, una luz rasgó las nubes. Una estrella —roja como sangre— se deslizaba lenta y majestuosa, dejando una estela ardiente que parecía partir el firmamento. Su fulgor bañó los muros de la Fortaleza Roja en tonos carmesí, tiñendo las torres con el color de la sangre.

El maestre Mellos se persignó.

—Un presagio —susurró—. Los dioses han hablado.

Pero el rey no escuchaba. A través del llanto del niño y el rumor distante de los truenos, sólo oía su propia culpa. En su interior, comprendió que esa luz no era bendición, sino marca.

Sostuvo al bebé en brazos. Este abrió los ojos por primera vez: violeta pálido, profundo, antiguo. Como si el fuego de los dragones se reflejara en sus pupilas.

El cometa apareció en mitad de la noche, cortando el cielo sobre Desembarco del Rey como una lanza encendida. Su luz roja iluminó las nubes bajas y tiñó las torres de la Fortaleza Roja con un resplandor sangriento. Los guardias en las murallas fueron los primeros en verlo; luego, las campanas de los templos sonaron sin orden, despertando a toda la ciudad.

El astro avanzaba lentamente, cruzando el firmamento con una cola de fuego que parecía arrastrar el resplandor de mil brasas. No cayó, no desapareció. Durante siete días y siete noches su paso fue visible, moviéndose hacia el este con la paciencia de algo que no pertenecía al mundo de los hombres.

Desde las aldeas de las Tierras de la Corona hasta los acantilados de Rocadragón, todos lo vieron. Algunos se arrodillaron, otros huyeron a sus casas cerrando puertas y ventanas. Los septones lo llamaron una señal de los dioses; los ancianos, el presagio de una desgracia.

En los puertos, los pescadores decían que las aguas se volvían oscuras bajo su luz. Los dragones en las cavernas rugían inquietos, como si sintieran que algo antiguo se movía con el cometa.

Cuando por fin desapareció, perdiéndose rumbo al oriente más allá del Mar Angosto, su resplandor seguía grabado en la memoria de todos.

Los maestres lo registrarían como la espada que mata la estación, dando inicio al otoño.

El pueblo lo recordaría como la señal del nacimiento del príncipe.

Y con el tiempo, las canciones lo llamarían de otra forma:

el presagio del niño maldito.

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