El mediodía trajo consigo no solo el sol que rompía por fin la bruma sobre Isla Zarpa, sino también el sonido inconfundible de los cuernos de barco. Desde las almenas del castillo Celtigar, se pudo ver la silueta de una galera real, con sus velas rojas y negras, entrando en el puerto.
—Es la escolta del rey —anunció Bartimos Celtigar, que observaba el desembarco desde la galería con una expresión grave. A su lado, Lyonel sonreía con su habitual aire de astucia.
Jaehaerys, que acababa de terminar de desayunar, se acercó a la barandilla. El barco era imponente, tripulado por hombres de la Guardia de Desembarco del Rey.
—Mi padre no perdió el tiempo —murmuró Jaehaerys.
—Cuando un dragón le devuelve a su heredero, un rey no se demora —replicó Lyonel—. Y el hecho de que haya enviado una galera en lugar de un simple mensajero… significa que quiere controlarlo todo.
Poco después, un caballero vestido con la capa blanca de la Guardia Real fue conducido al salón principal. Era Ser Rickard Thorne, un hombre de mediana edad con una barba rala y ojos cansados, pero con el porte firme de quien ha servido al reino durante años.
Se inclinó ante Jaehaerys con la debida formalidad.
—Mi príncipe. El rey Viserys me ha enviado para escoltaros de vuelta a Rocadragón. Su Majestad está aliviado de saber que estáis sano y salvo bajo el cuidado de Lord Bartimos.
—Decidle a mi padre que estoy bien, Ser Rickard —respondió Jaehaerys, con una voz que, sin ser alta, llevaba el peso de su linaje—. Agradezco su preocupación.
Lord Bartimos intervino con solemnidad.
—Mi casa se siente honrada de haber servido al príncipe, Ser Rickard. Él ha recuperado su fuerza y está listo para partir.
Ser Rickard asintió, pero su mirada se detuvo un instante en el príncipe, notando algo diferente en él: la firmeza en la mirada, la severidad en los labios, el cabello chamuscado.
—Permitidme ser franco, alteza. La corte está conmocionada. El incidente del Caníbal ha causado una profunda impresión.
—Espero que mi padre no lo vea como una impresión, sino como una advertencia —dijo Jaehaerys con un tono bajo que cortó el aire.
El silencio se hizo denso. Bartimos y Lyonel intercambiaron una mirada rápida, sorprendidos por la audacia del príncipe. Ser Rickard, sin embargo, solo bajó la cabeza.
—Mi deber es asegurar vuestro regreso. El barco partirá tan pronto como estéis a bordo.
La despedida fue breve. Lord Bartimos se acercó a Jaehaerys con un respeto renovado.
—Hemos enviado un cuervo al rey, alteza. Pediremos formalmente un compromiso entre vos y mi hija, Leonora. La unión de la Casa Targaryen y la Casa Celtigar consolidará la fuerza del mar.
Jaehaerys lo miró sorprendido. La noticia lo tomó por completo desprevenido; Bartimos no había mencionado nada semejante hasta ese momento. Y aunque en su interior se alzaban dudas y cálculos políticos, el recuerdo de Leonora, firme y decidida en el patio de entrenamiento, prevaleció sobre cualquier pensamiento.
—Vuestro apoyo es valioso, Lord Celtigar —respondió al fin—. Os agradezco la intención y el honor.
Lyonel Celtigar, el heredero, dio un paso al frente y con una sonrisa astuta le ofreció la mano.
—El destino tiene una forma curiosa de unir a los que comparten fuego, alteza. No lo olvidéis.
Jaehaerys tomó su mano con firmeza. —No lo haré, mi lord.
Finalmente, Leonora se acercó. Había cambiado sus ropas de entrenamiento por un vestido de terciopelo gris, pero en sus ojos no había dulzura cortesana, sino la misma chispa que había mostrado con la espada de madera.
Lyonel Celtigar, el heredero, dio un paso al frente y con una sonrisa astuta le ofreció la mano.
—Vuelve con cuidado, príncipe. Y recuerda que la próxima vez usaré una espada de verdad.
Jaehaerys sonrió, una sonrisa genuina.
—Lo espero, Leonora Celtigar. Y cuando regrese, seré yo quien te rete al duelo.
Se inclinó ligeramente, tomando su mano y besándola con un gesto galante, antes de soltarla y girarse para seguir a Ser Rickard.
Mientras caminaba hacia el puerto, el príncipe miró hacia el cielo. El sol se había alzado por completo, pintando el mar de azul intenso. Pero incluso bajo la luz brillante, sintió el lazo. El Caníbal no estaba a la vista, pero Jaehaerys sabía que volaba cerca, observando.
Subió a la galera, el murmullo de los marineros y el olor a brea y sal inundaron sus sentidos. Al alejarse de Isla Zarpa, Jaehaerys se dirigió a la popa y miró la silueta de los acantilados.
Bartimos, Lyonel y Leonora permanecían de pie en la orilla, observando su partida.
Y justo cuando el barco doblaba el cabo, Jaehaerys alzó la vista. En lo alto, contra el fondo de las nubes, una sombra negra y colosal se dibujó por un instante. **El Caníbal, su dragón, soltó un rugido bajo que el viento llevó hasta la galera, un sonido de poder, de advertencia y de promesa.**
Jaehaerys sonrió. Estaba regresando a su hogar, a la corte de su padre, pero sabía que ya no era el mismo niño. Había mirado al fuego, y el fuego lo había reconocido.
**El regreso del príncipe Jaehaerys no sería el de un niño perdido, sino el de un nuevo Señor de Dragones, y Rocadragón estaba a punto de sentir el verdadero peso de la sangre valyria.**