El rugido lo desgarró por dentro.
El aire ardía, espeso y rojo, y el cielo se partía en grietas de fuego. Jaehaerys no sabía dónde estaba, solo que todo a su alrededor se desmoronaba. Las torres se retorcían, los edificios caían en ruinas, y el suelo temblaba como si el mismo mundo agonizara.
Dragones.
Decenas o cientos de ellos surcaban el firmamento, enredados en una danza de destrucción. Sus llamas pintaban el cielo de oro y sangre mientras se abatían unos contra otros, desgarrando carne y escamas. Algunos caían envueltos en fuego, estrellándose contra la tierra en explosiones de luz.
Y entonces, el suelo se abrió.
Un rugido distinto, grave y profundo, ascendió desde las entrañas del mundo. De las grietas surgieron criaturas imposibles: cuerpos colosales, largos como gusanos de decenas de metros, cubiertos de placas negras que relucían al contacto del fuego. Retorcían sus cuerpos entre los escombros, devorando todo a su paso, arrasando con hombres y bestias por igual.
Más allá, en las calles, aparecieron otras figuras.
Bestias de formas distorsionadas, con miembros desiguales, piel translúcida y ojos que brillaban como brasas. Se lanzaban sobre los humanos con un hambre ciega, desgarrando, arrastrando cuerpos entre las sombras.
Los gritos llenaban el aire.
Era el fin de todo.
Jaehaerys trató de correr, pero el suelo vibraba tanto que apenas podía mantenerse en pie.
El calor lo envolvía, insoportable, y el olor a ceniza le llenaba los pulmones. Levantó la vista justo a tiempo para ver cómo un dragón gigantesco —más grande que cualquier otro— descendía del cielo, cubriendo con sus alas toda la ciudad.
Su fuego era verde, puro, devastador.
El aire se volvió luz.
Sintió la piel quemarse, el cuerpo desintegrarse, el rugido llenando su mente.
Y entre todo ese caos, tuvo una extraña sensación: que él también ardía… pero no de miedo, sino de algo más antiguo, como si su sangre respondiera al fuego.
Entonces, todo se apagó.
Jaehaerys se incorporó de golpe, jadeando.
El sudor le cubría el rostro, y su respiración era agitada. La habitación estaba envuelta en penumbra, iluminada apenas por la luz plateada de la luna que entraba por la ventana.
Tardó varios segundos en comprender que estaba despierto.
El rugido aún parecía vibrar en sus oídos.
Miró sus manos, temblorosas, como si esperara verlas ennegrecidas por el fuego.
—Solo un sueño… —murmuró, aunque ni él mismo lo creía—. Solo un maldito sueño…
Pero el eco del fuego y los gritos seguían allí, escondidos detrás de sus pensamientos, como si lo que había visto no fuera un sueño… sino un recuerdo.
Jaehaerys se levantó lentamente de la cama, aún con el pulso acelerado y la respiración entrecortada. La habitación estaba en silencio, salvo por el murmullo distante del mar golpeando los acantilados.
Cruzó el cuarto con pasos torpes y se dirigió al baño, encendiendo una vela sobre el lavabo de piedra. El parpadeo de la llama proyectó su reflejo en el espejo de bronce: un rostro joven, pálido y ojeroso, con los ojos todavía encendidos por la pesadilla.
Se inclinó hacia el cuenco y se lavó la cara con el agua fría. El contacto helado lo hizo estremecerse, pero ayudó a calmar el temblor de sus manos. Cuando volvió a alzar la mirada, se observó detenidamente.
Su cabello, antes largo y plateado, ahora caía desordenado sobre su frente, corto, con algunos mechones quemados en las puntas. Las marcas que el fuego del Caníbal había dejado en su piel —ligeras quemaduras en el cuello y los brazos— mostraban ya señales de curarse más rápido de lo esperado.
Por un instante, no reconoció al muchacho que lo observaba desde el espejo. Había algo distinto en su mirada… una sombra, una fuerza que no estaba allí antes.
—¿Qué me está pasando? —susurró, apenas audible.
El silencio respondió. Solo el golpeteo del viento contra las ventanas llenó el aire.
Sintió un leve ardor en el pecho, justo sobre el corazón, como si una chispa latente se hubiera encendido bajo su piel. Cerró los ojos un instante, buscando calmarse, pero una sensación extraña persistía: la de que algo dentro de él había cambiado para siempre.
A lo lejos, un rugido resonó sobre el mar, grave y profundo.
El muchacho alzó la vista hacia la ventana.
Aunque no podía verlo, sabía que era él.
El Caníbal.
Y por alguna razón que no podía explicar, sintió que aquel rugido no era una amenaza… sino una respuesta.
El rugido se disipó entre la bruma, pero su eco seguía vibrando en los huesos de Jaehaerys. No supo en qué momento tomó la decisión. Solo sintió el impulso —una necesidad visceral— de salir, de verlo.
Se vistió con rapidez, enfundándose en una capa gruesa para protegerse del aire salino. El castillo dormía; los pasillos estaban sumidos en penumbra, iluminados apenas por antorchas que chisporroteaban. Caminó con cautela, evitando despertar a los guardias, hasta que alcanzó el patio interior. El frío lo recibió de golpe, acompañado por el bramido lejano del mar.
El camino hacia los acantilados era estrecho y empinado. Las olas se estrellaban abajo con furia, levantando nubes de espuma que parecían aliento de dragón. Jaehaerys avanzó con la respiración contenida, guiado por un presentimiento más que por razón. Cada paso lo acercaba a algo inmenso, antiguo… familiar.
Cuando llegó a la cima, el viento casi lo derribó.
Y entonces lo vio.
El Caníbal estaba allí.
En la playa baja, entre las rocas ennegrecidas, la bestia devoraba los restos de una ballena. Sus fauces, enormes y cubiertas de sangre, brillaban a la luz pálida de la luna. Las alas extendidas se movían lentamente, como si el dragón respirara con la tierra misma.
Jaehaerys se quedó inmóvil, el corazón latiendo con fuerza. No era miedo lo que sentía, sino una especie de reverencia primitiva. El dragón levantó la cabeza, y sus ojos —dos brasas verdes y doradas— se fijaron en él.
Por un instante, el mundo pareció detenerse.
El viento se calmó. El rugido del mar desapareció.
Solo quedaron ellos dos.
Jaehaerys dio un paso adelante, sin saber por qué.
El Caníbal exhaló una columna de vapor oscuro que se elevó al cielo. No rugió. No atacó. Solo lo observó…
El muchacho sintió de nuevo ese ardor en el pecho, un pulso que respondía al del dragón, como si compartieran el mismo corazón.
Y entonces lo comprendió, aunque no podría explicarlo con palabras: no era casualidad que hubiera sobrevivido.
Algo los había unido aquella noche en Rocadragón.
Algo que no podría romperse, ni siquiera con fuego.