En el corazón del continente de Aethrial, donde los templos flotaban como pensamientos suspendidos y las montañas susurraban plegarias antiguas, nació un niño que no debía reflejarse.
Su nombre era aún un secreto entre los sabios. En los registros del Templo de los Portales del Reflejo, figuraba como "El Decimotercer Eco", una señal de mal augurio en una cultura que veneraba la simetría. Había nacido bajo una luna ausente, en la única noche del año en que los espejos no brillaban. Su madre murió durante el parto. Su padre enmudeció desde entonces. Y él… jamás lloró.
Creció entre columnas de cristal y oraciones silenciosas, con sirvientes que lo trataban como un jarrón frágil o un presagio ambulante. No se le permitía mirar directamente los espejos sagrados, ni tocar los altares, ni preguntar por su madre. La única persona que lo trataba como un niño era su nodriza, Maerel, una mujer de voz ronca que le enseñó a leer usando reflejos de agua.
A los diez años, como dictaba la tradición, debía enfrentar el Juicio del Reflejo. Era el rito más sagrado de Aethrial: ante el Espejo de la Revelación, cada niño noble debía proyectar una imagen de su alma. Un reflejo puro, sin sombra ni distorsión, era símbolo de un alma destinada al liderazgo espiritual. Un reflejo turbio, de una vida que debía ser guiada con disciplina. Pero no reflejar nada… eso era impensable.
El día del juicio, el templo entero guardó silencio. El aire olía a incienso frío. Las campanas no sonaron. El niño, vestido con una túnica blanca de hilo de plata, caminó hacia el altar rodeado de sabios con rostros cubiertos por máscaras de obsidiana. Frente a él, el Gran Espejo reposaba sobre una losa de mármol tallado con plegarias.
Colocó sus manos sobre el cristal, como se le había enseñado. Cerró los ojos. Esperó.
Nada.
Ni una imagen. Ni una luz. Ni siquiera una distorsión.
Un silencio más profundo que la muerte llenó la sala. El sabio Elaron, líder del concilio, bajó la mirada. Otro sabio susurró una palabra prohibida: "Sin eco."
El juicio fue corto. Una hora después, el decreto se firmó con tinta de espejo líquido:
"Este niño no refleja. Por tanto, no pertenece. Su Espejo ha sido sellado o corrompido. Será exiliado de la nobleza y registrado como Eco Vacío."
Su padre no asistió. Maerel lloró en secreto. Él no entendía. ¿Cómo podía estar vacío si sentía tanto dentro?
Esa noche, rompió su primer espejo. No por rabia, sino por desesperación. Se miró y vio solo oscuridad… una silueta sin rostro… ojos completamente negros, como pozos que tragaban luz. Y esa figura le sonrió. No con ternura. Con promesa.
"Vendrás a mí… cuando el mundo te haya rechazado por completo."
Esa fue la primera vez que escuchó la voz del Reflejo del Fin.
Y aunque no lo sabía, ese instante ya había roto su destino.
"Un niño sin reflejo es como una pregunta sin respuesta… o peor: una respuesta sin pregunta."
— Murmullo entre aprendices del Templo Menor de Bruma.
Aethrial entera no se detuvo por el juicio del décimo Eco. Las campanas siguieron su curso. Las plegarias matinales no mencionaron su nombre. Y sin embargo, en los pasillos menos iluminados del templo, el rumor corría como ceniza en viento tranquilo.
—No proyectó nada —decía Siril, el aprendiz más hablador—. Ni luz, ni sombra. Solo el silencio.
—¿Y lo van a exiliar así como así? —preguntó otro, fingiendo desinterés.
—No oficialmente —respondió Siril—. Pero no lo verás más en la lista de herederos.
En la antesala del ritual, seis niños esperaban su turno. Todos eran hijos de casas nobles menores, menos Conan. Nadie lo trataba como noble. Nadie sabía bien de dónde venía. Solo que vivía en el Ala Oeste, con una nodriza muda y un anciano sin ojos que limpiaba espejos rotos.
Yairen, de la Casa Solar, cruzó los brazos.
—Él no debería estar aquí. No es uno de nosotros. Mi padre dice que su linaje fue borrado de los registros por un pecado espiritual.
—¿Qué pecado? —preguntó Lysha, con un gesto de interés forzado.
—Nacer reflejado… por dentro.
Todos rieron menos Ferin, el chico callado que siempre parecía estar escuchando algo que los demás no podían oír. Dibujaba círculos sobre el suelo con la uña, como si buscara simetrías perdidas.
Conan se mantuvo alejado. Observaba. Escuchaba. Sabía que no pertenecía, pero tampoco quería pertenecer. Había aprendido a no buscar su reflejo. En su mundo, los espejos devolvían lo que no querías ver.
"¿Vacío? No. Estoy lleno… pero de cosas que aún no sé nombrar."
—pensó mientras sus ojos se fijaban en su palma. A veces, sentía que si la abría del todo, una grieta de luz surgiría sin aviso.
En una cámara oculta...
En un cuarto apartado del templo, donde solo los archivistas tenían acceso, una figura encapuchada hojeaba registros viejos. Su dedo se detuvo en una línea apenas legible:
"Eco XIII – potencial divergente. No debe ser observado directamente."
La figura cerró el tomo. Encendió una vela. Escribió una carta con tinta negra y la dejó sobre una bandeja de cristal. No dijo nada. No se movió más.
Nadie notó su presencia.
Nadie supo que Conan ya había sido marcado.
Esa noche, en el ala prohibida...
Conan no dormía. Nunca dormía bien cuando había estado cerca de los espejos rituales. Le dejaban un zumbido en la cabeza. Como si alguien más pensara dentro de él.
Se levantó. Caminó descalzo hasta el jardín olvidado. El charco del estanque reflejaba el cielo nublado.
Pero en vez de nubes…
Vio una ciudad en ruinas. Vio gente llorando frente a espejos rotos. Vio su propia silueta caminando entre ellos, con un espejo que flotaba detrás de su espalda como una luna negra.
Y escuchó una voz muy baja, apenas un eco:
"Cuando todos teman mirarse, tú serás su reflejo."
Conan tragó saliva.
—Entonces no me miraré nunca —susurró.
Y el agua tembló, como si se riera.