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Chapter 4 - Capítulo IV: El Viejo Lobo y la Tormenta que Viene

Desde el punto de vista de Hakon Lodbrok

La sangre de Kraed Skane aún manchaba el lomo de su alce cuando lo llevamos hacia la costa, sus muñecas atadas con soga marinera, los labios rotos por el golpe de la empuñadura de mi espada.

No hablaba. Solo caminaba. Como si no mereciera ya el aliento.

Los acantilados del sur de Skagos daban al rugido del mar. En uno de ellos, entre grietas y rocas negras como brea, se ocultaba la entrada a Karstholt, la vieja cueva-fortaleza del clan Skane. Según las historias, sus primeros señores la tallaron cuando los hombres aún hablaban con dioses.

Avanzamos entre la espuma y la niebla. Un centenar de mis hombres nos seguían a pie. Otros, a caballo, vigilaban las alturas. Esperaba resistencia. Flechas. Gritos. Una puerta cerrada con tranca.

Pero cuando llegamos… la entrada ya estaba abierta.

Un par de antorchas encendidas marcaban el umbral. Dentro, el eco del mar resonaba como si el océano hablara desde la garganta de un dios.

—¿Trampa? —murmuró uno de mis capitanes.

—No —respondí, con el presentimiento clavado en el pecho—. Esto es algo más antiguo que eso.

Entramos con cuidado. Kraed caminaba como un cadáver, pero sus ojos vivos no paraban de buscar algo en la oscuridad.

Y entonces, lo vimos.

Sentado en un trono de piedra salada, envuelto en un manto hecho de pieles grises, estaba Cregan Skane, el viejo señor. Padre de Kraed. Abuelo de tres bastardos muertos en los últimos años por los lobos de las montañas.

Su cabello era blanco como ceniza de hueso. Sus ojos, azules, seguían teniendo ese filo que partía voluntades.

—Bienvenido a Karstholt, Hakon Lodbrok —dijo con voz firme, sin odio, sin miedo—. Veo que el norte vuelve a teñirse de rojo.

—Y veo que no cierras las puertas de tu casa ni cuando tu hijo llega prisionero —repliqué.

—Las puertas de Skagos nunca cerraron al verdadero peligro —dijo Cregan, levantándose—. Mi hijo... se adelantó a un destino que no entendía.

Me acerqué, dejando a Kraed arrodillado tras de mí. El viejo no lo miró. O quizá ya no lo reconocía.

—¿No piensas luchar? —pregunté.

—Ya luché demasiadas veces. Maté hombres cuando tu padre aún era niño. Crucé el paso de huesos cuando tus abuelos lo prohibieron. Skagos... siempre se consume a sí misma. Tal vez ahora, alguien diferente cambie eso.

Sus ojos me miraron, más allá de mis hombros.

—Hablan de tu hermano. El pequeño. El del ojo rojo.

No respondí.

—Dicen que no es como los demás. Que ve cosas. Que el fuego no lo toca. Que habla con los cuervos. ¿Es cierto?

—Habla poco —dije—. Pero sabe demasiado.

Cregan asintió lentamente.

—Los Skagos recordamos nombres que los norteños olvidaron. Odin, el tuerto. Thor, el del trueno. Loki, el embaucador. Los dioses nos castigaron cuando dejamos de recordarles. Quizás... quizás los Lodbrok no los olvidaron del todo.

Me incomodó su mirada. Como si viera dentro de mí. Como si supiera algo que ni yo sabía.

—¿Crees que tu hermano está tocado por ellos? —preguntó.

Quise responder rápido. Pero me detuve.

Y al final, dije:

—Creo que no le temen.

El viejo rió, apenas un gruñido seco.

—Entonces Skagos arderá. Pero puede que, por primera vez, no se queme a sí misma.

Dio un paso atrás. Alzó una mano.

—Karstholt es vuestra. No habrá lucha. Solo condición.

—¿Cuál?

—Deja vivir a los niños. A los viejos. A los que no portaron armas contra ti. Toma nuestras lanzas, pero no nuestras cunas.

Asentí.

—Lo prometo.

Cregan miró a su hijo, que aún no alzaba la vista. Una mezcla de pena y desprecio cruzó su rostro.

—Él no pidió mi permiso. Ahora paga el precio.

Y sin más, el viejo Skane desapareció en las sombras del túnel.

Me quedé solo, escuchando el rugido del mar en la piedra hueca.

Pensando en lo que se había dicho.Y en lo que vendría.Y en mi hermano, que no parecía de este mundo.Pero que ahora... era la esperanza más peligrosa que Skagos había tenido en siglos.

Desde el punto de vista de Lyarra Skane

El viento entraba por las grietas de Karstholt como si quisiera escuchar lo que se decía. El eco de las palabras viajaba lento, denso. Como si hasta el aire supiera que algo importante se estaba decidiendo en aquella sala de piedra.

Yo no hablaba. No debía. Solo escuchaba, sentada junto a mi abuelo, Cregan Skane, en el banco de los nuestros. Mi padre, Kraed, no estaba. Encerrado. Derrotado. Con la mirada ida desde que volvió sangrando y humillado.La derrota le había hecho viejo en menos de una semana.

Frente a nosotros, sentados con la postura del que ya manda, estaban Hakon Lodbrok —alto, firme, con la sombra de mi padre aún sobre los hombros— y su madre, Astrid. Junto a ellos, un poco más atrás, estaba el más extraño de los hombres:Ivar Lodbrok.

Él no hablaba.Él miraba.

Y cuando sus ojos se posaron en mí por primera vez, sentí que algo en mi pecho se detuvo.

Uno de sus ojos era gris, como el hielo del río en invierno. El otro, rojo.Rojo como la sangre seca. Como un presagio.No apartó la mirada.Y yo no pude hacerlo tampoco.

Hakon y mi abuelo discutían los términos de la rendición. Las palabras eran frías: lanzas entregadas, puertos compartidos, levas juradas, tributos anuales.

Pero había algo más denso flotando en la sala. Algo que ni los nombres ni los mapas podían nombrar.

—No es suficiente —dijo Hakon al fin—. Podemos partir esta isla en dos otra vez. O atarla con algo más fuerte que el miedo.

Cregan entrecerró los ojos.

—¿Qué propones entonces?

Y fue entonces que Ivar habló.

Su voz era baja. Pero no era tímida.Era como una cuerda tensa, lista para romper el silencio del mundo.

—Los dioses han hablado a su modo —dijo, levantándose con lentitud—. No con palabras, sino con sangre. Con cuervos. Con piedra y mar. La isla ha gritado. Y nosotros... debemos responder.

Las miradas se volvieron hacia él. Incluso Hakon pareció sorprendido.

Ivar caminó hasta el centro de la sala. Y allí se detuvo, mirándome otra vez. Esta vez más... directo. Más frío.

—La guerra une lo que el miedo separó. Pero solo la sangre puede sellar lo que los dioses abrieron —dijo—. Propongo un lazo. Un nombre compartido.Una unión.

Mi estómago se tensó. Ya sabía lo que iba a decir antes de que lo dijera.

—Propongo que mi hermano, Hakon Lodbrok, tome por esposa a Lyarra Skane, hija de Kraed, nieta de Cregan. Que el hierro del norte se funda con la sangre de la costa. Que no haya más clanes, sino una sola casa fuerte en Skagos.

El silencio fue total. No uno forzado. Uno de esos silencios que pesan.Mi abuelo me miró. No con sorpresa. Sino con resignación. Como si ya supiera que esto era inevitable.

—¿Y si Lyarra se niega? —dijo él.

—No es esclava —respondió Ivar—. Pero si ve lo que nosotros vemos… entenderá que no hay otra forma de salvar a los suyos.

Sentí todas las miradas.Pero solo una me importaba.Y era la suya.

No era deseo. Ni ternura.Era juicio. Era necesidad.Era como si fuera parte de un plan que había comenzado antes incluso de que yo naciera.

—¿Qué dices tú, doncella? —preguntó Hakon por fin, su voz más suave de lo que esperaba.

Miré a mi padre, a lo lejos, en su celda invisible.Miré a mi abuelo.Y luego a Ivar.

Y aunque temblaba por dentro, dije:

—Acepto.

El cuervo graznó afuera.Y la piedra tembló con el eco de un pacto antiguo.Uno sellado no solo con palabras.Sino con voluntad.

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