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Chapter 6 - Capítulo VI: El Viejo Hierro del Mar

Desde el punto de vista de Cregan Skane

Las piedras de este castillo me resultaban nuevas, aunque las piedras aquí fuesen viejas.No eran las de mis muertos.No eran las de mi linaje.Tenían el olor del enemigo convertido en aliado a la fuerza.

El salón principal de Skeldrast, la fortaleza de los Lodbrok, era de techos altos y fuego bajo. Las vigas estaban grabadas con runas y símbolos viejos, algunos de ellos míos, otros más antiguos. El viento del mar pasaba por las rendijas y silbaba como los fantasmas de los años que habíamos perdido entre luchas estúpidas.

Estaba solo con él.Hakon Lodbrok.El nuevo señor de la isla.Por batalla, por boda, por nombre.Un buen joven, para los tiempos que corren. Pero aún no sé si le amo o le odio.

Tenía los codos apoyados sobre la mesa, las manos cruzadas, y ese rostro de roca. Hablaba sin alzar mucho la voz, como si el mundo ya supiera que lo que decía era inevitable.

—Tenemos que mirar hacia el Norte, lord Skane.A esas palabras me tensé. Me miró fijamente.

—Los Stark no son nuestros amigos. Nunca lo han sido. Pero tampoco son tontos. Nos miran desde el Muro, desde Invernalia, esperando que volvamos a pelearnos como ratas en una cesta. Y si seguimos así, vendrán a tomar lo poco que nos queda.Si no entramos en su redil, otros lo harán por nosotros.

Me incliné hacia él. El banco crujió bajo mis piernas.

—¿Y eso es lo que quieres? ¿Ser perros del continente? ¿Llevar la lengua mordida por el resto de tu vida, Hakon?

Él no respondió.

—¿Qué fue de los viejos días? —proseguí, golpeando la mesa con un puño calloso—. Cuando los skagosi cruzaban el estrecho en sus naves oscuras. Cuando saqueábamos las costas de los Umber. Cuando hacíamos correr a los hijos de Karhold como ciervos asustados. ¡Eso éramos! ¡Eso deberíamos seguir siendo!

Hakon respiró hondo. No discutía con pasión.Discutía con estrategia.

—¿Y qué ganamos de aquello? —replicó, finalmente—. ¿Cuerpos en las playas? ¿Hijos colgados de árboles? ¿Aislamiento?Tenemos hambre, Cregan. Siempre. Todos los inviernos. Los clanes se comen entre sí. Se roban, se matan. No hay trigo, no hay hierro, no hay madera buena.Solo tenemos la roca.Y la roca no basta.

Yo lo sabía. Lo sabíamos todos, pero decirlo en voz alta era como escupir sobre las tumbas de mis antepasados.

Me levanté de golpe, el banco cayó hacia atrás.Grité, sin querer contener la sangre vieja:

—¡Skagos no agacha la cabeza ante los lobos del sur! ¡Nunca lo hemos hecho! ¡Y no lo haremos ahora!

Hakon me sostuvo la mirada.

—Tal vez solo debamos agacharla una vez.—¿Qué dices?

—Una vez. Para que bajen la guardia. Para que crean que nos tienen dentro de su red.Y entonces… morderles la mano.

Hubo un largo silencio entre nosotros. El fuego chisporroteó. Afuera, el mar seguía cantando.

—¿Sabes lo que haría yo? —dije, más bajo—. Desembarcaría en los riscos de los Karstark. En la boca del Lanzahelada. Quemaría sus torres de vigía. Robaría su ganado. Mataría sus centinelas. Así recordarían quiénes somos.

—¿Y luego qué? —respondió Hakon—. ¿Sobrevivimos con eso un invierno más? ¿Dos? ¿Tres?Eso no construye puertos.Eso no une a los clanes.Eso no deja nada a nuestros nietos, salvo cenizas y hambre.

No respondió como un niño.No como un señor más.Respondió como uno que piensa más allá del mañana.

Miré el techo. El humo subía lento. Olía a grasa de ballena y madera vieja.

Al final, asentí.

—No me iré de Skagos por alianzas ni juramentos.No hablaré a los norteños como a iguales.Solo cruzaré esas aguas para matarlos.

Hakon no sonrió.Pero tampoco me discutió.

—Entonces prepárate, viejo hierro. Porque si Skagos va a cambiar, necesita a todos sus monstruos vivos.

Y al salir del salón, mirando las nubes grises sobre el risco, supe que tenía razón.El tiempo de pelear por rocas se había acabado.Ahora íbamos a pelear por el mañana.

¿Quieres que el siguiente capítulo sea desde el punto de vista de Ivar preparando sus primeros talleres y ganando aliados entre jóvenes de otros clanes? ¿O quieres centrarte en una amenaza externa que se cierne sobre Skagos, como un intento de sabotaje o un espía del Norte?

Desde el punto de vista de Ivar Lodbrok

El frío se le había colado a los huesos a todos menos a mí.

Estaba sentado en el muro de piedra, con las piernas colgando, mirando hacia el mar gris. Desde allí podía ver la columna de humo que aún se alzaba en la distancia, señal de que los herreros del astillero sur no habían dejado de trabajar.

Esperaba.

Cuando Hakon salió por la puerta de roble reforzada, su andar era más lento de lo habitual. No cansado. Solo más... pesado. Como si las palabras intercambiadas con lord Skane hubiesen sumado peso sobre sus hombros anchos.

Salté del muro sin hacer ruido. A mis seis años, me movía como una sombra entre piedras.

—¿Cómo fue? —pregunté, caminando a su lado.

No me miró. Miraba hacia los acantilados.

—Nos dejará trabajar. No nos causará problemas.

—¿Y eso fue todo?

—Eso fue suficiente.

Asentí. El viento silbaba entre nosotros. Después, lo miré de reojo.

—¿Esperas un hijo?

Hakon se detuvo. Tardó un par de segundos en responder.

—¿Quién te dijo eso?

—Nadie. Pero Lyarra ha cambiado. Vomita por las mañanas, y ha dejado de montar a caballo. También se la pasa tocándose el vientre como si ya lo sintiera.

Hakon se rió, por primera vez en días. Fue un sonido breve, áspero.

—Sí. Está encinta. Lo confirmó la partera hace unas lunas. No queríamos decirlo aún.—No te preocupes —dije—. Aún no sabe nadie… salvo yo.

—Maldito bicho raro —murmuró, dándome un empujón suave en la cabeza.

Me aparté sin dejar de sonreír.

—Quería informarte del estado de las obras. El astillero del sur está terminado. Los talleres ya funcionan. La fragua doble está encendida. El del norte va a la mitad, y con los nuevos envíos de piedra y madera, debería estar listo en cinco meses.

—¿Y los caminos?

—La vía oeste ya llega a las tierras del clan Varrek. La ruta costera al este está en construcción. Si el clima ayuda, tendremos la mitad de Skagos conectada en dos años. Tres como máximo. Ya están colocando mojones y torres de señal.

Hakon me observó con algo entre orgullo y extrañeza. A veces, siento que no sabe cómo tratarme. No soy un niño, pero tampoco un hombre.

Apreté los labios y añadí:

—Necesito algo más.

—¿Qué?

—Diez hombres. Un pequeño contingente. Armados. Quiero viajar hacia el centro de la isla.

—¿Qué buscas ahí? Solo hay bosque, peñas y leyendas.

—Precisamente eso —respondí, volviéndome hacia él—. Las leyendas hablan de una roca que cayó del cielo, hace trescientos años. Algunos dicen que partió un risco en dos. Otros, que envenenó la tierra. Pero si es cierto... si queda algo de ese metal...

Me detuve, mirando sus ojos.Los míos —uno rojo, uno gris— lo observaron con una intensidad que pocos podían sostener.

—Quiero forjar una espada con él. Como los Dayne.

Frunció el ceño.

—¿Quiénes son esos?

—Un linaje antiguo. Del sur, del desierto. Tienen una espada hecha de una estrella. Brilla como el amanecer. Dicen que solo puede blandirla quien tenga derecho.Quiero algo así. Para Skagos. Para lo que viene.

—¿Y qué viene, Ivar?

—Aún no lo sé. Pero cuando llegue, debemos estar listos.

Hakon suspiró. Luego asintió.

—Tendrás a tus diez hombres.

Lo miré en silencio un momento, y luego sonreí.No porque confiara en el éxito de la expedición.Sino porque, paso a paso, mi visión avanzaba.Y con cada paso, Skagos dejaba de ser un rincón olvidado……y empezaba a convertirse en algo más.

Desde el punto de vista de uno de los guardias

A veces me pregunto si no deberíamos haberlo dejado en la roca donde nació.

Un niño con un ojo rojo y otro gris no trae buena fortuna. Eso dicen las viejas. Eso murmuró mi madre antes de que la colgaran por bruja en las guerras de clanes.Pero ahora ese niño iba delante de nosotros, sobre un pony de montaña, envuelto en un abrigo de piel negra y con los cabellos oscuros al viento.

Ivar Lodbrok.El Cuervo de Skagos, así lo empezaban a llamar algunos en susurros.Aunque para mí seguía siendo solo un niño... hasta que hablaba.

Éramos once en total. Diez hombres, y él. La mitad nacidos en fortalezas, la otra mitad en chozas de turba. Unos con nombre, otros como yo: bastardo, sin más.Me llamaban Finn el Silencioso, aunque no porque no hablara, sino porque prefería escuchar.

—Mi padre solía contarme historias —dijo Ivar, sin girarse, mientras cruzábamos un paso angosto cubierto de musgo—. Historias que su padre le contó. Y así, como una cadena de memoria... hasta los días de piedra y sal.

Nadie respondió. Las botas chapoteaban entre charcos de agua turbia. Las aves callaban en esas partes de la isla.

—Decía que los primeros hombres de Skagos llegaron en barcas huecas, llevados por los vientos del dios Njördr y los cuervos de Odin. —Ivar alzó el rostro al cielo—. Que nuestro linaje viene de uno solo: Skeggi, el guerrero que luchó contra un kraken más grande que un castillo, en los mares al norte.

—¿Un kraken? —resopló Gorr, uno de los fornidos del grupo, con cara de haber matado ya demasiadas cosas como para creer en monstruos—. Eso suena a cuento para dormir críos.

—Mi padre no me contaba cuentos —dijo Ivar con voz baja, sin enojo—. Me contaba lo que recordaban las piedras.

Gorr calló.

Yo lo observé desde la retaguardia. Tenía la espalda recta, y aunque era un niño, se movía como si su sombra fuera más grande que él.Ese ojo rojo... no era normal.Brillaba en la sombra. Como si ardiera desde dentro.Había oído rumores en la fortaleza. Algunos decían que su madre no lloró cuando nació. Que su primer grito hizo sangrar la nariz de una anciana que estaba presente. Que el mismo cuervo que lo vigila ahora sobrevoló el tejado esa noche.

—¿Y cómo lo venció? —pregunté, sin saber por qué.

Ivar se volvió. Me miró.

—Con una lanza de hueso de dragón. Y una promesa a Thor.Que si sobrevivía, fundaría un pueblo que nunca se inclinaría ante nadie.

Todos callamos. El viento rugió entre las grietas de la roca.Skagos era un lugar de grietas, y nosotros vivíamos en medio de ellas.

Pero no era solo el cuento. Era cómo lo contaba.Como si lo hubiese visto.Como si hubiese estado allí.

—¿Crees esas historias, muchacho? —preguntó Gorr.

Ivar no respondió al principio. Luego murmuró:

—Creo que las leyendas son solo las huellas que deja la verdad cuando envejece.

Seguimos caminando.La vegetación se volvió más espesa.Los árboles más retorcidos.Y yo no podía dejar de pensar: este niño...¿es un profeta, un líder… o un monstruo con rostro de niño?

Pero incluso con la duda, no podía evitar mirar hacia él con cierta esperanza. Porque mientras nosotros bebíamos, cazábamos y moríamos...él construía.Él soñaba.

Y mientras caminábamos hacia el corazón de la isla, yo supe —aunque no lo admitiera en voz alta—que lo seguiría hasta el infierno si así me lo pedía.

Dimos vueltas por días entre riscos, pantanos y bosques que nadie pisa salvo los cuervos y los locos. Preguntamos en aldeas perdidas, donde la gente aún le deja leche al pie de los robles y canta nombres antiguos en noches sin luna.

Yo había visto mucho. Gente ahogada, hombres abiertos como peces, mujeres que parieron cosas que no debían respirar. Pero el centro de Skagos tenía otro olor. Algo más viejo que la sangre.

Y aún así, el niño no se detuvo.Ivar seguía adelante con los ojos encendidos.Hablaba poco. Observaba más.Y entonces lo encontramos.

Era un agujero. Un cráter, lo llamó él. Nadie de nosotros había oído esa palabra antes. Lo dijo con reverencia, como si fuera el nombre de un dios muerto.

Tenía forma de cuenco, una herida en la tierra abierta hace siglos.En su fondo, atrapada como el corazón de un gigante muerto, había una piedra negra del tamaño de un gran barco.

Parecía que se hubiese caído del cielo para clavarse en la carne del mundo.Y eso, según Ivar, era exactamente lo que había ocurrido.

Él bajó primero. Yo intenté sujetarlo, pero me fulminó con los ojos.

—No soy de cera —dijo.Y bajó. Saltando, trepando, con más cuidado del que uno esperaría de un niño.

—¡Está fría! —gritó desde abajo. Y luego, tras unos golpes con el martillo corto que llevaba a la cintura, se escuchó un crack agudo.—Por los dioses... —murmuró uno de los hombres a mi lado.

La piedra, por dentro, no era piedra.Brillaba con un azul oscuro, como el cielo en la hora más negra antes del amanecer.Había vetas de metal.Y entre ellas, pepitas de un rojo que latía como si estuviesen vivas.

Ivar sacó una con las dos manos. La sostuvo al sol.—Esto nos cambiará —dijo, sin mirar a nadie.Nadie respondió.Porque en ese momento... se escuchó el aullido.

No era de lobo normal.No aquí.No así.

Era un sonido que hacía que las piedras del cráter temblaran. Que te ponía los pelos del cuello de punta.La llamada de la muerte.

Volteamos todos.Yo fui el primero en verlo.

Dos ojos.Altos. Silenciosos. Brillantes como el hielo bajo sangre.

Un lobo. No.El lobo.Tan grande como un caballo. Gris, de pelaje oscuro como la ceniza y la tormenta. Nos observaba desde la linde del bosque, sin moverse. Sin respirar siquiera.

Ivar lo vio también.

Y lo que hizo...No fue gritar.No fue esconderse.

Rió.

Una risa de niño, rota y brillante.Como si el lobo fuese un viejo amigo.Como si... ya lo hubiera visto antes.

Los hombres retrocedieron. Gorr apretó el mango de su hacha. Yo solo miré.El lobo parpadeó una vez......y desapareció entre la maleza sin un solo ruido.

No dijimos nada el resto del día.Solo recogimos lo que pudimos del cráter: fragmentos, trozos, vetas del metal rojo.

Ivar los envolvía con cuidado. Los tocaba como quien toca a un hijo recién nacido.

Cuando volvimos al castillo, los hombres estaban más callados que nunca.Y yo sabía —lo sabía en mis huesos—que esos fragmentos eran más que metal.Eran el inicio de un legado.Uno que comenzaría con ese niño de ojos rotos.Y que terminaría con sangre. Mucha sangre.

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