WebNovels

Chapter 49 - Capítulo 47

EVAN.

Aterrizamos.

 

Las ruedas tocaron la pista con ese chirrido familiar que me recordó que no había marcha atrás. Chicago. Aquí. Finalmente.

 

Lucía apretaba mi brazo como si el avión estuviera cayendo del cielo, aunque en realidad no se trataba del miedo… era el mareo. El maldito mareo.

 

—Cinco semanas, Evan… —murmuró como si fuera mi culpa, cerrando los ojos mientras se aferraba más fuerte—. Esto es jodidamente horrible…

 

Le sonreí con esa parte de mí que aún no entendía cómo había llegado a tener todo esto. Una mujer como ella. Un bebé. Una maleta llena de cartas enviadas y no respondidas. Una familia que… aún no sabía que me vería pronto. O eso esperaba.

 

—¿Quieres que le diga al piloto que dé la vuelta? —bromeé, aunque ni yo pude ocultar que me temblaba un poco la voz.

 

—Quiero usar el baño —gruñó ella—. Por quinta vez. ¡Quinta! ¿Qué carajo me hiciste?

 

—Yo nomás puse la semilla… —dije sin pensar, y ella me golpeó el hombro con una fuerza tan suave que dolió más de ternura que de verdad.

 

—Eres idiota.

 

—Y tú… —la miré mientras los pasajeros comenzaban a bajar el equipaje de mano— eres muy hermosa cuando estás pálida y a punto de vomitar.

 

Rodó los ojos, pero sonrió. Esa sonrisa… esa sonrisa era mi brújula.

 

Me acomodé el gorro de lana, ajusté mi mochila y tomé aire por la nariz.

 

Chicago.

 

Un estado más cerca de volver.

 

Una frontera menos entre Evan Callahan y los fantasmas que había dejado atrás.

No estaba listo.

 

Pero ella sí.

 

Ella me empujaba hacia adelante con sus manos tibias, sus silencios cómodos y su forma de decir "todo va a estar bien" sin decirlo.

 

—¿Crees que… estén en casa? —pregunté en voz baja, sin mirar a Lucía. Me dolía el pecho solo de pensar en la respuesta.

 

—Después de esas cartas, Evan… si yo fuera ellos, estaría con los zapatos puestos desde las cinco de la mañana y una escopeta en la mano por si eras un impostor.

 

Me reí. Bajito. Cansado. Con miedo.

 

—Bueno… sí parezco un impostor. Me veo como si salí de una novela romántica oscura donde maté a alguien y oculto un pasado trágico.

 

—Te ves como un conejito asustado —susurró, besándome la mejilla—. Uno con abdominales, pero conejito al fin.

 

Me sonrojé. Por enésima vez.

 

Maldita sea.

 

Nunca voy a ganar una discusión con ella.

 

Nos levantamos del asiento.

 

Una mano mía en su cintura.

 

La de ella en mi brazo.

 

Suavemente, comenzamos a avanzar por el pasillo del avión, paso a paso, como si saliéramos de un mundo y entráramos en otro.

 

Y en efecto… eso era.

 

Entrar al mundo donde Evan Callahan regresaba del limbo.

 

Donde volvería a mirar a los ojos a su familia.

 

Donde diría "lo siento", aunque supiera que no bastaría.

 

Donde tendría que confesar todo.

 

Pero por ahora…

 

—¡Evan! ¡Apúrate o voy a mearme en tus tenis!

 

Sí… por ahora, lo más urgente era encontrar un baño.

 

Empujé con la cadera la puerta del baño mientras sostenía la mochila, el abrigo y el bolso de Lucía. Ella desapareció tras la puerta como un fantasma enojado y con náuseas, murmurando amenazas que seguramente no recordaría cuando saliera.

 

Me apoyé contra la pared fría del aeropuerto, frente al baño de mujeres, exhalando el aire que no sabía que tenía guardado.

 

Mi mochila cayó a mis pies.

 

Y mis manos…

 

Dios, me temblaban.

 

No como cuando estás nervioso por una entrevista o un examen…

 

Sino como cuando vas a ver fantasmas que te criaron y tú decidiste desaparecer.

 

Apreté los ojos.

 

—Estoy jodido —susurré.

 

Una señora que pasó cerca me miró raro. Le sonreí como si estuviera hablando por teléfono.

 

No funcionó.

 

Pasaron unos minutos antes de que Lucía saliera, con la cara un poco más serena pero aún blanca como el papel.

 

—Listo —dijo—. No morí. Lo logré. Y tu hijo sigue siendo del tamaño de un frijol, pero ya tiene el poder de arruinarme un día entero.

 

Le ofrecí el abrigo. Ella lo aceptó, suspirando.

 

—¿Segura que no quieres quedarte en el hotel mientras yo…?

 

—Ni de broma. —Se ajustó el gorro y me miró con esa mezcla entre ternura y autoridad que me tenía tan jodidamente domado—. Si tú vas a enfrentar a tus demonios, yo también.

 

La abracé.

 

Fuerte.

 

Como si ella fuera la única cuerda que me mantenía atado a este mundo.

Porque lo era.

 

Ella y ese frijolito que ya me había dado más razones para vivir que toda mi vida anterior junta.

 

Tomamos nuestras cosas y caminamos hacia la salida.

 

Las luces del aeropuerto me cegaban un poco.

 

La cantidad de gente, los anuncios, los gritos, los llantos de otros niños… todo era un ruido de fondo para lo único que importaba.

 

La carta.

 

Las dos cartas siguientes.

 

La ecografía.

 

Mi nombre escrito en tinta vieja, con palabras que no creí volver a usar:

"Mamá. Papá. Estoy bien."

 

Mentira.

 

Estaba aprendiendo a estar bien.

 

Lucía agarró mi mano.

 

—¿Listo?

 

La miré.

 

—No.

 

Ella sonrió.

 

—Perfecto. Así debe ser.

 

Y cruzamos la puerta del aeropuerto.

 

El aire frío me golpeó como una bofetada.

 

Una bofetada que decía: "ya no puedes esconderte".

 

Y por primera vez en ocho años… no quise hacerlo.

 

El hotel era modesto, pero después de horas de vuelo y mareos ajenos, se sentía como un jodido paraíso.

 

Lucía entró primero, pidiendo que encendieran el aire como si acabáramos de cruzar un desierto. Se dejó caer de espaldas sobre la cama mientras yo apenas podía dejar de mirar la mochila donde estaba todo. Las copias de las cartas, la ecografía, la dirección que había escrito a mano temblorosa en el sobre de la segunda carta.

 

—Cinco semanas… —murmuró Lucía con los ojos cerrados, acariciándose el vientre plano—. ¿Crees que eso me haga oficialmente una mamá hormonal o todavía me falta gritarle a alguien por respirar cerca de mí?

 

—Yo ya estoy contando los días para que te pongas a llorar por un comercial de pañales.

 

—¡Cállate!

 

Ambos reímos. Por un segundo.

 

Porque después llegó el silencio.

 

Uno espeso.

 

De esos que no se sienten cómodos.

 

Sino llenos de cosas no dichas.

 

Me senté en la esquina de la cama, mirando mis manos.

 

Ya no eran las de un niño.

 

Pero tampoco eran las de alguien que merecía todo lo que estaba a punto de recibir.

 

Lucía se incorporó, se acercó por detrás y me rodeó con los brazos. Su barbilla apoyada sobre mi hombro.

 

—Puedes correr si quieres, ¿sabes? —dijo suavemente—. Yo no voy a irme a ninguna parte. Ni él tampoco.

 

Llevé mi mano hasta su vientre. El lugar donde ese pequeño frijolito existía.

 

Y respiré hondo.

 

Muy hondo.

 

—No voy a correr. —Mi voz salió más firme de lo que esperaba—. Solo necesito… hacerlo bien. Una sola vez. No fallar.

 

—Entonces duerme. Porque mañana vas a enfrentar a los fantasmas. Y mereces estar de pie cuando lo hagas.

 

Y así lo hice.

 

Dormí mal. Soñé peor.

 

Pero al despertar…

 

Supe que ya no había vuelta atrás.

 

El Uber nos dejó a una cuadra de distancia.

 

No fue por casualidad.

 

Yo lo pedí.

 

Lucía no dijo nada. Solo bajó conmigo, envolviéndose en su abrigo, mientras el viento frío de Chicago nos cortaba la cara como cuchillas heladas.

 

—Es aquí cerca, ¿verdad? —preguntó ella.

 

Asentí.

 

La calle parecía eterna.

 

Cada paso se sentía como cargar años enteros sobre mis hombros.

 

Pero ella…

 

Ella se acercó por detrás, me detuvo un momento y se puso de puntitas. Con suavidad, me acomodó la coleta del cabello que llevaba medio suelta desde que salimos del hotel. Dejó caer unos mechones al frente, enmarcando mi rostro.

 

—Ahí estás —dijo con una sonrisa—. Sexy, como el protagonista de una novela dramática que está a punto de romper corazones.

 

—Eso es lo que más necesito justo ahora: una crisis de identidad y autoestima, gracias.

 

—Shhh, calla. Vas perfecto. Solo no respires tan fuerte o vas a hiperventilar.

 

Solté una risa tensa.

 

Y luego tragué saliva.

 

Una cuadra.

 

Una puerta.

 

Una familia.

 

Respiré hondo.

 

Y dimos el primer paso.

 

No era la casa original.

 

Eso era lo primero que me recordó el pecho cuando la vi a lo lejos.

 

Era una construcción nueva, de esas zonas residenciales limpias, de casas en línea, con árboles aún jóvenes plantados por el municipio. Fachadas pintadas de colores neutros, casi como si quisieran no destacar. Como si todas quisieran decir: no mires aquí, no pasa nada aquí, sigue caminando.

 

Pero yo supe cuál era.

 

No por los números.

 

Sino porque mi alma se detuvo justo al verla.

 

Lucía iba a mi lado, con su mano aferrada a la mía. Suave, cálida, firme. Podía notar que su otra mano se deslizaba instintivamente hacia su vientre a cada rato. Como si ya sintiera que ese pequeño ser que llevaba dentro merecía saber a dónde íbamos, quiénes éramos, qué estábamos enfrentando.

 

Pero yo… Yo no estaba listo.

 

Dios, no estaba listo.

 

Ocho años.

 

Ocho putos años.

 

De silencio.

 

De culpas.

 

De huir.

 

De mirar al techo preguntándome si en algún lugar alguien todavía pensaba en mí.

 

Y ahora estaba ahí. A media cuadra. Viendo la casa donde vivía mi madre. Mi padre. Thomas. Emma.

 

Los nombres golpearon como martillazos.

 

Los dije para mí.

 

Uno a uno.

 

Porque necesitaba recordarlos. Porque necesitaba saber que aún podía pronunciarlos sin romperme en mil pedazos.

 

—¿Quieres que paremos? —dijo Lucía.

 

Negué con la cabeza.

 

Pero el nudo en la garganta fue mi única respuesta real.

 

Cada paso era un duelo.

 

Pasar por esa acera fue como caminar sobre los recuerdos que nunca tuve.

 

Sobre las fotos que no me tomaron. Sobre los cumpleaños que se celebraron con sillas vacías. Sobre los abrazos que no di, las llamadas que no contesté, las noches en que lloraron mi nombre.

 

Me lo imaginaba todo.

 

A mamá con una caja de cartón con mis cosas que nunca quiso tirar.

 

A papá limpiándose las lágrimas cuando nadie lo veía.

 

A Thomas golpeando paredes porque no podía encontrarme.

 

A Emma…

 

Emma debió haber llorado hasta quedarse sin voz.

 

Y todo porque yo desaparecí.

 

No porque quise.

 

Sino porque la vida me arrancó, me golpeó, me arrojó a la oscuridad, y cuando abrí los ojos… ya era demasiado tarde para regresar.

 

Pero aquí estoy.

 

Y duele.

 

—¿Te estás arrepintiendo? —preguntó Lucía, muy bajo, sin mirarme.

 

—No —susurré—. Me estoy quebrando.

 

Ella solo apretó mi mano.

 

El aire olía a árboles nuevos y concreto. A frío húmedo. A pasado congelado.

 

Y entonces… ahí estaba.

 

El número 428.

 

La puerta color vino.

 

Esa era.

 

Y yo… yo me sentí de nuevo como un niño de diez años con los codos raspados, queriendo correr a casa para que mamá me curara.

 

Solo que ahora tenía dieciocho.

 

Una cicatriz en el costado.

 

Y un bebé creciendo dentro de la mujer que estaba junto a mí.

 

Di un paso más.

 

Lucía me soltó la mano.

 

Me tomó por los hombros y me hizo girar hacia ella.

 

—Estás temblando —dijo.

 

—Estoy muerto de miedo.

 

—Bien. Eso significa que te importa.

 

Y entonces, como si supiera que lo necesitaba…

Me besó la frente.

 

Cerré los ojos.

 

Inhalé.

 

Y por fin, por primera vez en ocho años… Subí los tres escalones hacia esa puerta.

 

No toqué de inmediato.

 

Solo apoyé mi frente sobre la madera.

 

Estaba tibia.

 

Detrás de esa puerta estaba todo lo que perdí.

 

Todo lo que me dolió.

 

Todo lo que aún me esperaba.

 

Y sin pensarlo más…

 

Toqué el timbre.

 

Una vez.

 

Dos.

 

Tres veces.

 

El sonido reverberó dentro.

 

Y yo, por un segundo, juré que podía escuchar el eco dentro de mi pecho.

 

—Te amo —susurró Lucía detrás de mí—. Pase lo que pase… te amo.

 

Pero no me giré.

 

Porque entonces… escuché pasos.

 

Y la perilla giró.

Mi corazón dejó de latir.

 

La puerta…

 

Se abrió.

 

Y unos ojos oscuros me miraron.

 

Era ella.

 

Y no era como la recordaba, pero a la vez lo era. Sus ojos, esos ojos que nunca olvidé y al mismo tiempo lo hice, se abrieron como si finalmente pudieran ver lo que más habían deseado ver. Los labios, tan rojos y finos, estaban entreabiertos, como si quisiera decir algo, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta.

 

Mi cuerpo tembló. Y no fue por el frío del aire que se colaba entre nosotros. No, fue algo mucho más profundo, algo más devastador. Mi alma se retorcía en ese instante, sin saber si correr a abrazarla o quedarme congelado allí mismo, esperando que alguien me sacara de la pesadilla o del sueño, de la realidad o de la ilusión.

 

No sabía qué hacer. No sabía cómo reaccionar.

 

Y en ese segundo, antes de que cualquier cosa pudiera pasar, oí los pasos.

 

Sonaron tan cercanos, tan… tan urgentes. Me giré ligeramente hacia el pasillo que conducía a la sala, y ahí los vi.

 

Estaban allí.

 

De pie.

 

Congelados.

 

El aire se detuvo. El tiempo se rompió.

 

Los tres me miraban, sus ojos reflejando un sinfín de emociones que era imposible de comprender. No había palabras. Sólo una quietud mortal, un instante suspendido entre el pasado y el presente.

 

Los tres se quedaron allí, como si el mundo hubiera desaparecido alrededor de nosotros.

 

Y entonces…

 

Un grito.

 

Emma fue la primera.

 

Corrió hacia mí, como si mi presencia fuera el aire que le faltaba. Como si los ocho años que habíamos perdido nunca hubieran existido. Emma, mi hermana, mi amiga, mi otra mitad. Ella era la más fuerte, la más emocional, la más vulnerable. Y ahora… ahora su rostro estaba bañándose en lágrimas, mientras sus manos me alcanzaban, me tocaban, como si temiera que si me dejaba ir, desaparecería de nuevo.

 

—¡Evan! —susurró, y su voz se rompió al pronunciar mi nombre.

 

La siguió Thomas, con el mismo impulso, con la misma urgencia. Thomas, el que siempre fue mi hermano. A veces mi mejor amigo, a veces el que me sacaba de mis peores caídas. Él… él corría hacia mí, y sus ojos brillaban con algo que no sabía si era rabia o alivio. O ambas cosas a la vez.

 

—No… no puedo… no puedo creerlo… —susurró, con la voz ahogada en lágrimas, mientras me tomaba con fuerza, como si no pudiera dejarme ir. Como si temiera que me desvaneciera con solo un suspiro.

 

Y mi padre…

 

Él, el que me había buscado.

 

El que nunca dejó de gritar mi nombre.

 

El que, aunque no lo hubiera visto en tantos años, seguía siendo mi padre.

 

Él vino también, caminando rápido, con su rostro tan arrugado por la preocupación, pero tan lleno de esperanza. Sus ojos brillaban como si yo fuera su niño de nuevo, su hijo perdido. Y no me dijo nada. No dijo palabra alguna. Solo se lanzó hacia mí con una fuerza que me tumbó.

 

Y ahí estábamos, todos juntos.

 

Los cuatro.

 

Bajo el mismo techo que nunca me dejó.

 

El que dejé atrás.

 

Mis padres, mis hermanos, mi familia, todos llorando como si el tiempo nunca hubiera pasado, como si la espera no hubiera dolido tanto.

 

—¡Evan! —gritó Emma, abrazándome como nunca lo había hecho antes. Sus lágrimas empapaban mi camiseta, y yo no sabía si reír o llorar. Su abrazo era tan fuerte que me dejó sin aliento.

 

Y Thomas, con sus manos temblorosas, me rodeó también, como si estuviera temeroso de que si me soltaba, todo lo que habíamos vivido se desmoronaría en un suspiro.

 

Mi padre, finalmente, con su voz grave y desgarrada, susurró:

 

—Te hemos esperado tanto… no sabes cuánto, hijo… tanto tiempo… —Su abrazo fue tan cálido, tan real, que casi sentí que me caía de rodillas. Pero no pude. No pude dejar de estar de pie, porque al fin estaba donde pertenecía.

 

Mi madre no se movió del umbral, pero sus ojos… sus ojos decían más que cualquier palabra. La vi, en su lugar, observándonos, mirándome. Y me di cuenta de que todo lo que había temido, todo lo que había dejado atrás, estaba aquí. Ahora. Con ellos.

 

Lucía, que había estado callada durante todo este tiempo, observaba la escena con una mezcla de emoción y tristeza. Me había dado espacio, porque sabía que este momento era mío, no de ella. Pero no pude evitar tomar su mano, apretarla con fuerza.

 

Ella había sido mi refugio en todo este caos, mi compañera en la oscuridad. Y ahora, de alguna manera, ella también era parte de esto, aunque su presencia fuera una sombra silenciosa en esta tormenta de emociones.

 

Todo estaba cambiando.

 

La familia que había dejado atrás, la familia que había reconstruido, todos estaban aquí, finalmente. Mi madre, mi padre, mis hermanos, Emma y Thomas. Y, de alguna manera, también estaba Lucía, que había caminado conmigo por este largo y doloroso viaje.

 

Mi cuerpo, mi alma, mi mente, todo parecía entrar en caos. Todo lo que había creído que estaba roto, que nunca podría sanar… ahora estaba aquí, en este abrazo, en este reencuentro. Pero no se sentía como una condena. No. Se sentía como un renacer.

 

No importaba cuán difícil había sido el camino. No importaba cuánto doliera en el pecho. Lo único que importaba era que, finalmente, después de tanto tiempo, mi familia estaba aquí… y yo estaba aquí con ellos.

 

Nunca me fui. Nunca.

 

Y nunca lo haría de nuevo.

 

Las palabras se me atoran en la garganta. No hay forma de que salgan. No hay forma de que el nudo en mi pecho se disuelva. Estoy aquí, frente a ellos, frente a mi madre, mi padre, mis hermanos, y todo lo que puedo hacer es quedarme en silencio, con la mirada perdida, sin saber cómo empezar.

 

La culpa me consume. La rabia hacia mí mismo me ahoga. ¿Cómo pude haberlos dejado? ¿Cómo pude haberlos abandonado durante ocho años? Ellos me buscaron. Lucharon por mí. Pero yo... yo me rendí.

 

—Lo siento —susurro, apenas audible, mientras las lágrimas comienzan a caer sin control.

 

Mi madre me mira con esos ojos llenos de amor y dolor, pero no dice nada. No necesita decir nada. Sus brazos se abren, y sin pensarlo, me lanzo hacia ella, abrazándola con toda la fuerza que tengo, como si temiera que si la suelto, desaparecerá nuevamente.

 

—Perdóname, —murmuro entre sollozos—. Perdóname por no haber vuelto antes. Perdóname por haber tardado años en regresar. Pensé que nunca me buscaron. Pensé que nunca les importé. Pensé que me habían olvidado, como yo los olvidé a ustedes. Pero no fue así. No fue así. Y ahora que estoy aquí, no sé cómo hacer para que me perdonen.

 

Mi madre me acaricia el cabello, sus manos suaves y cálidas, como siempre. Me susurra palabras que no puedo entender, pero que me llenan de consuelo. Ella no necesita palabras. Su abrazo lo dice todo.

 

—Te hemos esperado tanto —dice mi madre, su voz quebrada por la emoción—. Tanto tiempo, hijo. Tanto tiempo.

 

Y yo, con el corazón destrozado, solo puedo responder:

 

—Lo sé. Y lo siento. Lo siento tanto.

 

El perdón no es algo que se pueda pedir con palabras. Es algo que se gana con acciones, con tiempo, con amor. Y aunque sé que no puedo borrar los ocho años perdidos, haré todo lo posible por reconstruir lo que se rompió, por sanar las heridas que causé.

 

Porque al fin, después de tanto tiempo, estoy aquí. Y aunque el camino haya sido largo y doloroso, sé que con ellos a mi lado, puedo volver a casa.

More Chapters