LUCÍA
"Lucía,
Si estás leyendo esto, probablemente ya no estoy.
Y no porque haya muerto, aunque es una posibilidad real, sino porque decidí desaparecer. Como siempre debí hacerlo.
Sé que nunca te conté todo, y aún ahora no lo hago. No porque no confíe en ti, sino porque si te contaba quién era, lo que soy, entonces todo se arruinaría.
Porque entonces tú querrías que me quedara.
Y yo... yo no puedo quedarme.
Nunca fue parte del plan crear lazos. Yo no nací para eso. Me enseñaron a desaparecer, a dejar atrás, a borrar mi rastro. Me entrenaron para ser una herramienta, no una persona. Y tú... tú me...
Me hiciste sentir como alguien.
Eso me asustó. Mucho más que la muerte.
Estuve todo este tiempo preparándome para cuando pudiera moverme, para cuando mis heridas cerraran lo suficiente y pudiera volver a ser lo que era antes.
Un fantasma.
Un activo sin nombre.
Una sombra sin raíces.
No quería conocer a mi familia real. No quiero respuestas. No quiero caras tristes, ni palabras que suenen a redención. Mi pasado ya está roto, Lucía. Y he aprendido a sobrevivir en esos pedazos.
Tú apareciste sin aviso.
Te metiste entre los escombros y, sin pedir permiso, empezaste a levantar cosas.
Me diste un nombre cuando el mío ya no significaba nada.
Me diste calor cuando solo conocía el frío.
Y por eso me voy.
Porque si me quedo, te arrastro conmigo.
Porque si me quedo, algún día llegarán las balas que no esquive a tiempo.
Y tú... tú mereces vivir sin ese miedo.
Pero también, por si algún día esto llega a ti sin mi presencia, quiero que sepas algo:
Si alguna vez fui algo más que una sombra, fue por ti.
Y si alguna vez me ves en un sueño, caminando lejos, no me detengas.
Déjame seguir.
Déjame protegerte... desde donde nadie puede alcanzarme.
Gracias por ser mi punto de fuga.
Gracias por hacerme creer que, aunque fuera por un instante, podía quedarme.
Con todo lo que no supe decirte en voz alta,
Leonardo."
Apenas terminé de leer las últimas líneas, sentí cómo algo dentro de mí se rompía. No era tristeza exactamente... era una mezcla tan abrumadora de emociones que no supe por dónde empezar a sostenerme.
Me quedé mirando la hoja, apretándola entre mis dedos, como si al hacer presión pudiera anclarlo a mí, como si el papel pudiera contenerlo todavía. Como si eso impidiera que se me escapara de nuevo.
—Estás... tan estúpido —murmuré con la voz temblorosa, sintiendo cómo la garganta se me apretaba. Sentí la humedad en los ojos subir como una marea que no pude contener.
—Tan estúpidamente valiente, tan ridículamente herido —seguí diciendo mientras mis dedos acariciaban la esquina doblada de la hoja. Me dolía el pecho. Literalmente. Era como si la carta me hubiera abierto una herida que no sabía que tenía. Una que sólo él podía tocar, incluso sin estar.
—¿De verdad pensabas dejarme esto y ya? ¿Así, tan fácil? —le hablé como si estuviera frente a mí, aunque él estaba a un lado, callado, observándome. No lo miré aún, no podía.
Me llevé la carta al pecho, cerrando los ojos. Sentí su peso. Sentí sus miedos. Sentí su amor. Y dolía.
—Leo... si te hubieras ido esa noche —mi voz se quebró—, me habrías destrozado sin siquiera saberlo. Porque no eres una sombra para mí. No eres un activo. No eres un fantasma. Eres mi presente, maldita sea. El mismo presente que me hizo volver a sentir. A confiar. A querer.
Finalmente lo miré. Estaba tan callado. Con esa mirada de culpa que me partía más que cualquier palabra. Me incliné hacia él. Tomé su rostro con ambas manos y lo atraje hacia mí. No para besarlo. No aún. Sino solo para mirarlo, tan cerca que podía contarle las pestañas.
—No vuelvas a escribir algo así nunca más —le dije con los ojos llorosos—. Si te vas, será conmigo. Si te pierdes, te voy a encontrar. Y si algún día decides desaparecer... asegúrate de que yo esté a tu lado para hacerlo también.
Mi voz se quebró al final, pero no me importó. Lo besé. Porque el amor también se dice así: con lágrimas en la piel y verdades crudas entre los labios.
Él no dijo nada al principio. Solo me sostuvo el rostro con ambas manos, como si temiera que me desvaneciera si parpadeaba. Su frente se apoyó contra la mía y por un momento solo escuchamos nuestra respiración. Calmada, entrecortada. Viva.
—Nunca... —susurró apenas, su voz ronca, como si le costara decirlo—. Nunca había pensado en alguien así, Lucía.
Lo miré, y él cerró los ojos un instante. No era una confesión apresurada, ni un impulso del momento. Era un susurro desde lo más profundo, de esos que nacen en el pecho y atraviesan el alma.
—Pensé que si me quedaba, te pondría en peligro. Que si te quería, te arrastraría a una vida de sombras. Pensé que si me acercaba demasiado... me volverías real. Y eso me daba más miedo que morir allá afuera.
Mis dedos rozaron su cuello, acariciando el nuevo collar. Ese que ahora llevaba una parte de los dos.
—¿Y ahora? —pregunté apenas, con la voz suave. No por miedo, sino por respeto. A su dolor, a sus palabras. A él.
—Ahora ya no puedo soltar esto —sus dedos tocaron el collar—. No después de ti. No después de lo que me diste. Y no estoy hablando del regalo —sonrió apenas, con los ojos brillosos—. Hablo de ti. De lo que hiciste conmigo sin darte cuenta.
Mi pecho se apretó con fuerza. Sentí que si no lo abrazaba en ese momento, algo dentro de mí estallaría.
Me lancé a él sin pensarlo. Lo abracé fuerte, como si abrazarlo fuera el único lugar seguro en el mundo. Y tal vez lo era. Tal vez él, con todos sus miedos y cicatrices, era eso para mí: mi refugio.
—Entonces quédate, Leo. Quédate y ya —le dije contra su cuello—. Ya no huyas. No más cartas, ni silencios, ni planes para desaparecer.
—Me quedo —murmuró sobre mi cabello—. Me quedo contigo, Lucía. Hasta que tú me eches. O hasta que me muera defendiéndote. Y aun así, creo que me quedaría un poco más.
Sonreí, llorando bajito. Porque no todos los "te amo" se dicen con esa palabra. Algunos se dicen así: con un "me quedo".
Él no me soltaba. No de forma posesiva, sino como quien por fin se permite respirar con libertad. Sus brazos me rodeaban con una calidez pesada, densa, como si el pasado no existiera, como si todo lo que fue dolor ahora pudiera quedarse atrás.
—¿Te das cuenta de lo que hiciste? —susurró en mi oído, tan bajito que apenas lo oí—. Me diste un lugar. Me diste un después.
—No fuiste el único que tuvo miedo —contesté, apenas separándome para poder mirarlo a los ojos—. Yo también pensé en alejarme. Pensé que eras demasiado complicado, demasiado oscuro. Pero cuando hablaste de Luis, cuando te vi temblar sin llorar... ahí supe que eras alguien que merecía quedarse.
Me limpió una lágrima del rostro con la yema de sus dedos, tan delicadamente que dolió más que todo lo demás. No por lastimar, sino por lo opuesto.
—¿Y ahora qué? —pregunté, intentando sonar más fuerte de lo que me sentía.
—Ahora... —respiró hondo—. Ahora tengo que vivir con la idea de que alguien me dio una segunda oportunidad. Y hacer que valga la pena.
Se inclinó hacia mí y me besó otra vez. Fue lento, fue suave, fue real. No hubo prisa, ni deseo urgente. Fue el beso de quien ya no huye.
Después de un rato, me recargué en su hombro, abrazándolo como si pudiera fundirme con él, y sus dedos jugaban con el nuevo collar en mi cuello. El mismo que colgaba con el grabado: L/E & L.
—¿Puedo hacerte una pregunta tonta? —le dije, sintiendo sus latidos bajo mi mejilla.
—Puedes preguntarme lo que quieras —dijo él.
—¿Si fueras Evan… crees que me seguirías queriendo?
Hubo un silencio breve, lleno de todo lo que no se decía.
—Si soy Evan… o Leonardo… o lo que sea que fui —murmuró—. Hay algo que no cambia: siempre fui el tipo que te iba a mirar como si fueras lo único que brilla entre toda esta oscuridad.
Me reí bajito, aunque las lágrimas no paraban de caer.
Y entonces lo supe.
Ya no importaba si el pasado de Leo era un laberinto de códigos, soldados o fuego. Mientras siguiera eligiendo quedarse… él también era mi lugar.
**
Las luces cálidas del hotel se filtraban entre las cortinas pesadas, pintando la habitación de tonos ámbar y sombras suaves. El murmullo lejano de los autos pasaba como un suspiro entre el silencio compartido.
Estábamos en la cama. No hablábamos. No necesitábamos hacerlo.
Su cuerpo estaba sobre el mío, y aún así no me sentía oprimida… me sentía envuelta. Como si por fin pudiera soltar cada parte rota, y él estuviera ahí, recogiendo pedacito por pedacito, sin decir una palabra, sin exigir nada.
Le di todo.
No con palabras. Con cada roce de mis dedos, con cada mirada que le entregaba sin bajar la vista, con cada respiración que dejaba caer entre sus labios. Me dejé ser, completamente, y él me tomó como si yo fuera sagrada.
Me tocaba con cuidado. Con devoción. Como si mis cicatrices fueran páginas importantes de un libro que quería leer lentamente.
Yo lo dejaba hacer lo que quisiera.
Porque lo que él quería jamás era dañarme. No si yo no lo pedía. No si no lo necesitaba. Y aún cuando lo hacía, lo hacía con el amor de quien entiende los límites entre el dolor y el deseo, entre el alma que grita y la que se entrega.
Él no era un hombre suave.
Pero conmigo, lo era todo.
Mis dedos se enredaban en su nuca, mis piernas alrededor de su cintura, y mi pecho golpeando contra el suyo al mismo ritmo. Y en medio de ese vaivén de calor y suspiros, sentí que me sostenía con más que sus manos. Me sostenía con todo lo que era y todo lo que había elegido dejar atrás.
—Lucía… —murmuró contra mi cuello, apenas audible, como si mi nombre fuera un secreto que sólo él debía pronunciar.
—No me sueltes —le pedí.
Y no lo hizo.
Nos perdimos entre las sábanas. Entre los besos. Entre las memorias de todo lo que habíamos superado para llegar ahí.
Y cuando la madrugada nos alcanzó, aún estábamos abrazados. Yo con el rostro en su pecho, él jugando con mi cabello, y ambos respirando como si por fin el mundo se hubiera detenido para darnos un respiro.
Un momento real.
Nuestro.
**
No lo soltaba.
Mis piernas lo envolvían, y él, a su vez, me tenía como si yo fuera lo más valioso que había sostenido en la vida. Y quizás lo era. Quizás también él lo era para mí. No… no quizás. Lo era. Lo es.
Era tan cómodo estar así. Tan correcto. Tan perfecto.
Mis labios recorrían su pecho, rozando cada cicatriz nueva, cada marca vieja, cada fragmento de dolor que alguna vez lo quebró. Para muchos, podrían ser horribles. Para mí… eran mi obsesión.
Amaba esas cicatrices.
Porque eran parte de lo que lo formó. Porque me lo trajeron hasta aquí. Porque yo estaba completando lo que el mundo no pudo destruir. Porque a pesar de todo, él eligió quedarse.
Y justo cuando creí que nada nos separaría, el celular vibró.
No una, no dos… varias veces. Me negaba a moverme. Me negaba a dejar ese instante. Pero eventualmente, con un suspiro, estiré el brazo sin soltarlo del todo, buscando el celular en la mesita. Al ver el nombre en pantalla, chisté con la lengua.
—Marcos —le dije, aunque respondí yo.
—¿Interrumpo algo? —fue lo primero que escuché de Marcos.
—Siempre interrumpes, ¿qué necesitas? —respondí, dejando que mi tono fuera lo más fastidiado posible sin sonar cruel.
—Necesito hablar con Leonardo —dijo con seriedad.
Rodé los ojos un poco, pero sin que Leo lo notara. Luego le pasé el celular.
No escuché nada. No entendía nada. Solo veía su rostro. Al principio relajado, medio dormido… pero luego algo cambió. Algo sutil en su mirada. Un gesto contenido en la mandíbula. Algo se encendió y apagó al mismo tiempo.
—Gracias… —fue lo único que murmuró antes de colgar.
—¿Qué pasó? —le pregunté de inmediato, con la voz más baja de lo normal.
Él dejó el celular a un lado, como si no fuera importante, y volvió a acostarse, abrazándome. Sus labios buscaron mi cuello con la suavidad de un suspiro, como si quisiera evitar responderme.
Sus brazos me rodearon fuerte. Mis dedos fueron directo a su cabello, enredándose en esos mechones oscuros que ya estaban un poco más largos. Me encantaba su cabello. Me encantaba todo de él. Incluso su silencio… pero no por mucho.
—Leo…
—Marcos confirmó algo —susurró contra mi piel—. La familia que creímos que podía ser la real… lo son. Mi nombre… sí es Evan Callahan. Y esas personas… sí son mi familia. Yo… sí soy su hijo.
Me quedé en silencio. Mis dedos se detuvieron, pero no lo solté.
Él tampoco a mí.
Acaricié su nuca, sintiendo cómo su respiración se mantenía serena, como si por fin una parte de su alma hubiera encontrado una respuesta.
Y en medio del silencio de esa madrugada, entre nuestras pieles entrelazadas, sentí que su mundo y el mío seguían conectados… aunque poco a poco, también se acercaba el momento de enfrentar todo lo que eso implicaba.
Evan Callahan…
Por fin tenía una respuesta. Por fin, una verdad.
Pero no importaba cómo se llamara.
Para mí, él siempre iba a ser Leo.
Mi Leo.
—Entonces… —dije con una sonrisa apenas contenida, todavía acariciando su cabello—. Supongo que eso significa que irás a Chicago cuando regresemos de California, ¿no?
Él se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera asegurándose de lo que iba a decir. Luego, con esa mirada tan suya que me hacía sentir que estaba viendo directo a su alma, murmuró:
—Iremos… No quiero ir solo. Así como no quise ir solo a ver a la familia de Luis. No quiero hacerlo sin ti.
Mi corazón dio un vuelco. Literalmente.
Mi cuerpo se estremeció un poco, y lo abracé con fuerza antes de mirarlo, con una sonrisa emocionada en los labios y lágrimas contenidas en los ojos.
—¿De verdad quieres que esté contigo para eso?
—No quiero que estés —corrigió suavemente—. Necesito que estés.
Me mordí el labio, la emoción golpeándome el pecho con una mezcla de ternura y orgullo. Cerré los ojos por un instante, como para grabar ese momento en mi alma, antes de acercarme y besarlo suave, lento.
—Estaré encantada de ir contigo, Leo… —susurré apenas separando nuestros labios—. Estaré ahí para lo que sea, para tu cierre… y para tu comienzo.
Él sonrió, esa sonrisa pequeña pero verdadera que pocas veces mostraba, y que siempre me hacía sentir que todo valía la pena.
—Gracias, Lucía.
—Siempre —le respondí, y volví a abrazarlo, como si con eso pudiera protegerlo de todo lo que vendría. Porque aunque el pasado lo había marcado… ahora de verdad no estaba solo.
Y no iba a estarlo nunca más.
No pude evitarlo.
Sentí cómo algo dentro de mí se soltaba, como una represa que llevaba horas, días, semanas acumulando agua detrás de ella. Lo abracé con fuerza, tan fuerte como si con eso pudiera asegurarme de que nada ni nadie nos separaría jamás. Apoyé mi rostro en su cuello, y, entre risas y lágrimas, dejé que saliera.
—Amor… —dije primero en un susurro suave, como si apenas pudiera creerlo—. Amor…
Pero no me contuve.
—¡Amor! ¡Amor, amor, amor, amor! —repetí una y otra vez, casi gritando, riendo, llorando al mismo tiempo mientras lo abrazaba con fuerza, acariciando su espalda, besando su cuello, su mejilla, su frente.
—¡Amor! ¡De verdad encontraste a tu familia! —seguí diciendo, jadeando de emoción—. ¡A la que nunca dejó de buscarte, incluso después de ocho años! ¡Ocho malditos años, Leo!
Lo miré con lágrimas desbordándome y una sonrisa tonta, grande, tan grande como mi corazón en ese instante.
—¡Nunca te dejaron de buscar! ¡Nunca te dieron por muerto! ¡Y tú… tú sigues vivo, amor! ¡Y ahora los vas a ver! ¡Ahora vas a tener un inicio, uno nuevo! ¡Y yo voy a estar ahí, contigo! ¡Ay, Leo, amor, no sabes cuánto me emociona esto!
Lo abracé de nuevo, aferrándome a él con fuerza, sintiendo su calor, sus brazos envolviéndome, y lo besé. En los labios, en las mejillas, en la frente, una y otra vez. Porque no sabía cómo expresar lo que sentía, más allá de esa euforia, de esa felicidad tan salvaje, tan pura, que me hacía temblar.
—¡Te amo tanto! —le susurré, y lo repetí mientras él acariciaba mi cabello y mi espalda—. ¡Te amo, Leo! ¡Y estoy tan, tan feliz por ti!