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Chapter 24 - Entre Cortesías y Coronitas

Íbamos caminando por la calle cuando nos topamos con Alicia. Estaba recargada contra un árbol, en una pose que sugería que llevaba un rato esperándonos.

Intercambiamos algunas palabras sin peso —un par de buenos días, la inevitable cortesía de cómo estábamos— y retomamos la marcha. Ella también iba a presentar el examen de admisión, así que prefirió acompañarnos para no ir sola.

Íbamos uno al lado del otro: Isolde a mi derecha, Alicia a la derecha de Isolde.

—¿No crees que deberíamos ser más corteses con ella ahora que sabemos que es la princesa del reino? —susurró Isolde a mi oído.

Tenía razón, por supuesto.

—Creo que sí —le respondí, en el mismo tono bajo—. Dado su estatus, sería prudente mostrar más cortesía.

Lancé una mirada de reojo a Alicia justo cuando ella se giraba hacia nosotros, arqueando una ceja con expresión inquisitiva.

—Aunque, quizá ya sea demasiado tarde. —Añadí, bajando aún más la voz—. Después de todo, hemos estado tratándola como a cualquier otra persona durante bastante tiempo. Cambiar ahora haría que nuestras interacciones se sintieran... forzadas.

Era sólo una suposición, claro. Una conclusión tentativa.

La verdad era que no tenía idea de cómo debía tratar a Alicia a partir de ahora. ¿Con deferencia?

¿Como a una amiga? Espera... ¿era siquiera mi amiga?

No.

Sí.

¿No?

Mi mente navegaba en círculos, incapaz de anclar una respuesta definitiva.

—¿Por qué me hacen a un lado? —Alicia apareció de improviso entre nosotros, separándonos con facilidad.

Isolde hizo un puchero —algo teatral, pensé—, pero su expresión cambió al sentir la mano de Alicia sobre mi hombro. La apartó de inmediato.

—Ah... —Alicia ladeó la cabeza—. Respóndanme. No parecen muy cómodos que digamos.

¿Íbamos a decirle la verdad?

Yo no.

Isolde, sin embargo, parecía tener otras ideas.

—Bueno... estábamos pensando en cómo deberíamos dirigirnos a ti ahora que sabemos que eres una princesa. ¡Es complicado saber cómo hacerlo apropiadamente!

—¿Eso era todo? —bufó, entre frustrada y divertida—. Mierda. Perdón. Quiero decir... ¿por qué se preocupan por eso? Somos amigos, ¿no? No necesitan tratarme como si fuera alguien especial. No soy alguien a quien tengan que rendirle respeto, ¿o sí, Lucy?

—¿Eh?

¿Lucy?

¿Desde cuándo comenzó a llamarme así?

Y más importante aún: ¿por qué ese tono? Era... peligrosamente seductor.

Maldita sea.

—No tengo nada que decir —murmuré, cortando cualquier interpretación posible.

—Agh... En fin —suspiró—, simplemente sigan tratándome como siempre. Aquí no soy una figura de importancia. Por ahora, sólo soy una niña más que intenta entrar a la academia, apostando a su suerte.

Su tono era neutral, casi desapegado, pero no pude evitar percibir la amalgama de emociones oculta tras esas palabras. Resultaba imposible etiquetar exactamente qué sentía en ese momento: demasiados matices, demasiados velos.

—Bien —asentí.

—¡Entonces te llamaré Lissy! —exclamó Isolde, con una sonrisa que, sin proponérmelo, también dibujó una en mi rostro.

—Me gusta el apodo... pero me costará acostumbrarme —admitió Alicia, apenas sonriendo.

—Jaja. Bueno, entonces te llamaré así a partir de ahora —sentenció Isolde, como si su decisión fuera inamovible.

Pasaron un par de minutos antes de que decidiéramos detenernos. No por cansancio ni indecisión, sino por una razón mucho más elemental: observar. Frente a nosotros se alzaba la academia, imponente y antigua. Me atrevería a compararla con la Universidad de Oxford… y no estaría exagerando.

Desde la entrada ya era posible adivinar lo que nos esperaba. Un amplio patio central se abría ante nosotros, flanqueado por pasillos al aire libre que conectaban con otras estructuras. A la derecha, al fondo, se erguía una torre de al menos cincuenta metros, y a la izquierda, otra idéntica. La simetría era casi incómoda, como si los arquitectos hubiesen buscado deliberadamente provocar esa sensación de equilibrio inquietante.

Y en el corazón del lugar, rompiendo la monotonía de la simetría, se alzaba una torre aún más grande. No por su altura, sino por la manera en que estaba rodeada por una estructura circular que parecía enlazar al resto. Una suerte de torreón central, coronado por la función que sin duda debía cumplir: ser el núcleo de todo aquello.

—¿Vienen a presentar el examen? —Una voz femenina surgió a mi izquierda. Giré la cabeza con calma. Era una mujer de uniforme sobrio, probablemente una secretaria.

—Sí —respondí, sin rodeos.

—Perfecto. Sin embargo… —la mujer hizo una pausa y caminó hacia nuestro lado derecho, deteniéndose frente a Alicia—. Princesa, es un honor verla. Pero me temo que deberá acompañarme por separado.

—¿Eh? ¿Por qué? —preguntó Alicia, frunciendo el ceño, visiblemente contrariada.

—Su padre… El Rey desea verla.

—¿Mi padre está aquí? Pensé que seguiría en el castillo. —La sorpresa en su voz era comprensible. Incluso para mí, imaginar al Rey lejos de su trono resultaba difícil. Sonaba como uno de esos rumores absurdos que circulan entre plebeyos crédulos.

—Así es. Me indicó personalmente que, en cuanto usted llegara a las puertas de la academia, la acompañara a la Dirección. Debe discutir ciertos asuntos con usted.

—¿Es así?... Bien. —Alicia nos miró—. ¿Nos vemos después?

Asentí, breve, con un gesto que podía interpretarse como "sí, pero ten cuidado".

—¡Estaremos aquí! ¡No te preocupes! —dijo Isolde, en tono ligero. Me dio la impresión de que comprendía bien que la autoridad de un padre —y más aún la de un monarca— se imponía incluso sobre un examen de admisión. O tal vez solo lo aceptaba porque no había alternativa.

—No se vayan sin mí. Después del examen quiero entrenar un poco.

—Entendido.

—¿Dónde será el examen? —preguntó Isolde, echando un vistazo a los alrededores.

—¡Oh! Casi lo olvido —rió la secretaria, algo nerviosa—. Será en el campo de entrenamiento, detrás del Torreón Central.

—¿Torreón Central?

—La torre del medio —aclaró, señalándola con el dedo.

Asentí. Ahora todo tenía más sentido.

—Entendido. Nos dirigiremos allí.

—Nos vemos, Lucy, Isolde —se despidió Alicia.

—Suerte en el examen —añadió la secretaria antes de marcharse junto a ella.

Y así, ambas se alejaron.

Poco después, otros jóvenes comenzaron a llegar a la academia. Algunos parecían tener mi edad. Otros, quizá uno o dos años más. Ninguno superaba los catorce. Al parecer, habíamos llegado antes de lo previsto. Un golpe de suerte, quizá. O una coincidencia que podría disfrazarse de oportunidad.

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