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Chapter 156 - El Caballero de la Noche

El silencio en la habitación del hotel era denso, roto apenas por el zumbido del aire acondicionado y el tráfico lejano de una Ottawa que empezaba a despertar a la nueva realidad política.

Bradley Goel se despertó sobresaltado en la madrugada, con el corazón acelerado, un remanente de la adrenalina del día anterior. Miró el reloj digital: 03:45 AM. Luego miró a la cama.

Kaira dormía profundamente, pero no se veía como la reina intocable que solía ser. Estaba hecha un desastre. Su ropa, esa ropa robada y elegante, estaba rígida por la sangre seca —la suya y la de Bradley— y el polvo de la zona industrial. Su rostro, aunque regenerado y perfecto, tenía manchas oscuras de suciedad y restos de hemorragia nasal.

Bradley sintió una punzada de culpa y ternura. Ella, que odiaba ensuciarse más que nada en el mundo, estaba así por él, por la misión, por todo.

—No puedes dormir así... te vas a enfermar, o te van a salir granos y me matarás mañana —susurró Bradley para sí mismo.

Se levantó con cuidado, ignorando el dolor residual en sus propios pies vendados. Fue al baño, mojó varios paños con agua tibia y jabón suave, y regresó al lado de la cama.

Se quedó de pie un momento, mirando al techo. Bradley era un hombre de ciencia, velocidad y hechos tangibles. Era ateo desde que tenía uso de razón. Pero en ese momento, sintió que necesitaba pedir permiso a una autoridad superior.

—Oye... Universo. Dios. Buda. Quien sea que esté a cargo de las reglas morales esta noche —murmuró Bradley, juntando las manos—. Por favor, no me envíes al infierno por esto. No soy un pervertido. Solo soy... un enfermero improvisado muy nervioso. No mires, por favor.

Respiró hondo y comenzó la tarea más difícil de su vida.

Con una delicadeza extrema, pasó el paño húmedo por la frente de Kaira, limpiando la sangre seca. Ella suspiró en sueños, pero no despertó. Bradley continuó por sus mejillas, su cuello y sus manos, quitando la suciedad de la batalla.

Luego llegó el momento de la ropa. La chaqueta y la blusa estaban arruinadas. Bradley tragó saliva. Había comprado un pijama de algodón simple en la tienda de abajo antes de subir, previendo esto, pero el acto de cambiarla era un campo minado.

—Ojos cerrados, Bradley. Ojos cerrados —se ordenó a sí mismo.

Con las manos temblorosas y los ojos apretados hasta ver estrellas, le quitó la chaqueta. Luego desabrochó la blusa con torpeza. Mantuvo la vista desviada hacia la pared, hacia la lámpara, hacia cualquier cosa que no fuera la piel de la chica que amaba. Le puso la camiseta del pijama con la velocidad de un rayo —literalmente—, aprovechando su poder para minimizar el tiempo de exposición. Hizo lo mismo con los pantalones, sudando frío, sintiéndose el mayor pecador del mundo a pesar de sus intenciones puras.

Cuando terminó, la cubrió con la colcha hasta la barbilla. Kaira se veía limpia, cómoda y en paz.

Bradley se dejó caer en el suelo, al pie de la cama, exhausto por el esfuerzo mental.

—Lo siento, Universo. Perdón si toqué algo que no debía. Fue un accidente táctico —susurró al techo, secándose el sudor de la frente.

Necesitaba distraerse. Su mente iba a mil por hora. Encendió la televisión y bajó el volumen al mínimo.

Para su inmensa fortuna, en un canal de deportes internacional, estaban repitiendo un partido de la Champions League. Su equipo favorito, el Real Madrid, estaba jugando.

Bradley se acomodó en el suelo, abrazando sus rodillas. Por noventa minutos, se olvidó de Aurion, de Rusia y de la sangre. Solo era un chico de diecisiete años viendo fútbol, celebrando los goles en silencio con el puño en alto, mientras la chica de sus sueños dormía a salvo a un metro de distancia. Fue el momento más normal que había tenido en meses.

La mañana entró por las cortinas con una luz grisácea y fría.

Kaira abrió los ojos, estirándose como un gato persa. Se sentía... bien. Extrañamente bien. No tenía la ropa pegajosa ni el olor a cobre en la nariz. Miró hacia abajo y vio que llevaba un pijama gris de algodón que olía a suavizante barato pero reconfortante.

Se sentó de golpe, confundida. —¿Qué...?

Entonces vio a Bradley.

El velocista estaba de rodillas junto a la cama, con la cabeza gacha, en una postura de penitencia medieval absoluta.

—¡Lo siento! —exclamó Bradley antes de que ella pudiera hablar, hablando a toda velocidad—. ¡Te juro que no vi nada! ¡Bueno, vi un poco de hombro, pero fue necesario para la maniobra! ¡Tus ropa estaba llena de sangre y gérmenes y pensé que te daría una infección! ¡Cerré los ojos el 90% del tiempo! ¡Por favor no me explotes la cabeza!

Kaira parpadeó, procesando la imagen. Miró su ropa limpia, sintió su cara fresca. Luego miró al chico aterrorizado en el suelo.

Una sonrisa lenta y genuina se formó en sus labios. No la sonrisa de la "Reina", sino la de Kaira.

—Levántate, tonto —dijo ella con voz suave.

Bradley levantó la vista, esperando un golpe psíquico.

—¿No... no estás enojada?

—Me has salvado de despertar sintiéndome como un cadáver en descomposición —dijo Kaira, bajando las piernas de la cama—. Te preocupaste por mí. Me cuidaste mientras era vulnerable. Eso no es algo por lo que debas pedir perdón, Bradley. Es algo por lo que te doy las gracias.

Bradley se puso rojo hasta las orejas. —Ah... de nada. Fue... logística.

—Logística —repitió Kaira con burla cariñosa—. Vamos, "logístico". Tengo hambre. Desayunemos.

Una hora después, ya vestidos con ropa de calle (que Bradley había salido a comprar a velocidad supersónica mientras Kaira se duchaba), se dirigieron a la residencia temporal del Primer Ministro, ya que su despacho oficial era una escena del crimen sellada.

Arthur Sterling los recibió en una sala de reuniones privada. El hombre se veía cansado, con ojeras profundas, pero su actitud había cambiado. Ya no los miraba como terroristas, sino como socios peligrosos.

—Los barcos han zarpado —dijo Sterling sin preámbulos, sirviéndose café—. La HMCS Halifax y su grupo de batalla están en ruta al Pacífico. El mundo está en shock. Japón ha emitido una condena oficial, pero no han atacado... todavía.

—Bien —dijo Kaira, sentándose con elegancia—. Ha cumplido su parte. Canadá está a salvo de nuestra ira.

—Por ahora —añadió Bradley, cruzándose de brazos detrás de ella, intentando parecer intimidante (aunque Sterling ya sabía que el chico era el que tenía la moral más alta de los dos).

—Hay algo más —dijo Kaira, inclinándose sobre la mesa de caoba—. Necesitamos coordinar el destino de esas tropas. No solo van a Rusia. Necesitamos que un contingente específico se dirija a Alberta.

Sterling frunció el ceño. —¿Alberta? ¿A las Rocosas? No hay nada allí excepto osos y nieve. Estratégicamente es irrelevante.

—Se equivoca —dijo Kaira. Bajó la voz, como si compartiera un secreto de estado—. En las montañas, bajo la tierra, existe una fortaleza. La Base Genbu.

El Primer Ministro soltó una risa incrédula, casi derramando su café.

—¿Genbu? —Sterling miró a Kaira como si estuviera loca—. ¿La Tortuga Negra del Norte? Eso es una leyenda urbana de la Guerra Fría. Un mito sobre un arma biológica que nunca se terminó.

—No es un mito —intervino Bradley—. La hemos visto. Hemos dormido dentro de ella. Es real, es inmensa, y es donde está Ryuusei.

Kaira asintió. —Es nuestro cuartel general. Y es el único lugar seguro cuando Aurion decida que Canadá es un objetivo. Necesitamos que envíe defensas antiaéreas y suministros a esas coordenadas. Ryuusei está allí, y él es la clave para ganar esta guerra.

Sterling se quedó en silencio, procesando la información. La idea de que la leyenda de la Tortuga Gigante fuera real cambiaba su mapa de amenazas.

—Increíble... —murmuró Sterling, frotándose la sien—. Muy bien. Desviaré una división de montaña y sistemas de defensa Patriot hacia esa zona bajo la excusa de "maniobras de entrenamiento invernal". Si esa cosa existe... quiero estar en el lado correcto de su caparazón.

—Sabia decisión, Arthur —dijo Kaira, usando su nombre de pila para marcar dominio—. Fue un placer hacer negocios con usted.

Sterling los miró con una mezcla de respeto y miedo. —Solo... váyanse de mi ciudad. Por favor.

Salieron a la calle al mediodía. El sol brillaba sobre Ottawa, ajeno a las conspiraciones.

—Tenemos unas horas antes de que nuestro transporte "seguro" esté listo —dijo Kaira, mirando su reloj—. Oye, Bradley.

—¿Sí?

—Vamos a pasear.

Bradley parpadeó. —¿Pasear? ¿Como... una misión de reconocimiento?

—No, idiota. Pasear. Como personas normales. Una cita. —Kaira se ajustó las gafas de sol para ocultar una pizca de timidez—. Me debes una por haberme volado la cabeza ayer, aunque no fuera tu culpa.

Bradley sintió que el corazón se le salía del pecho. —¿Una... cita? ¡Sí! Digo, claro. Está bien.

—Bien. Te veo a las cinco en el lobby. Y Bradley... —Kaira lo miró de arriba abajo, evaluando su ropa deportiva—. Ponte algo decente. Vamos a ir al Canal Rideau. Es elegante.

Bradley asintió frenéticamente.

A las 16:55, Bradley bajó al lobby del hotel. Se había gastado lo último del dinero "prestado" de la tienda en una boutique local.

Llevaba un traje negro entallado (quizás un poco apretado en los hombros anchos de corredor), una camisa blanca sin corbata y zapatos de vestir que le hacían doler un poco las heridas, pero que lucían impecables. Se había peinado el cabello rebelde con gomina. Se sentía como un pingüino disfrazado de agente secreto.

Cuando Kaira bajó del ascensor, el mundo de Bradley se detuvo.

Llevaba un vestido de invierno color crema, un abrigo largo de lana y botas altas. Se veía... radiante.

Kaira se detuvo al verlo. Sus ojos se abrieron un poco y luego soltó una risa cristalina, llevándose la mano a la boca.

—¿De qué te ríes? —preguntó Bradley, mirándose a sí mismo con pánico—. ¿Es la etiqueta? ¿Tengo algo en los dientes? Sabía que el traje era demasiado.

—No, no... —Kaira se acercó, sonriendo—. Es solo que... es la primera vez que te veo formal. Pareces un guardaespaldas de película. O un novio en una boda.

Bradley se sonrojó violentamente. —Bueno... dijiste "decente".

—Te ves guapo, Bradley —dijo Kaira, arreglándole el cuello de la camisa con suavidad—. Muy guapo. Vamos.

Caminaron por las orillas del Canal Rideau. El agua reflejaba las luces de la ciudad y el ambiente era mágico. Comieron BeaverTails (pasteles de masa frita con azúcar y canela), manchándose los dedos y riéndose como si no fueran fugitivos internacionales buscados por terrorismo.

Kaira parecía haber dejado su armadura en el hotel. Se reía de los chistes malos de Bradley, señalaba edificios históricos y contaba anécdotas triviales.

Cuando el sol comenzó a ponerse, pintando el cielo de naranja y violeta, se sentaron en un banco frente al río.

Kaira se quedó en silencio un momento, mirando el agua. Luego, giró la cabeza hacia Bradley.

—Bradley... quiero pedirte perdón.

Bradley dejó de masticar su último pedazo de pastel. —¿Perdón? ¿Por qué?

—Por todo —dijo Kaira, su voz bajando de tono—. Por cómo te traté al principio. Cuando nos unimos a Ryuusei... yo era insoportable. Te miraba por encima del hombro. Pensaba que eras solo un chico rápido con pocas luces. Era... demasiado orgullosa.

Bradley la miró. Recordó los primeros días, los comentarios sarcásticos, las órdenes frías.

—Bueno... —Bradley sonrió con sarcasmo—. Un poco orgullosa sí eras. Digamos que tu ego tenía su propio código postal.

¡Pum!

Kaira le dio un golpe seco en la nuca, aunque sin fuerza real.

—¡Ay! —se quejó Bradley, frotándose la cabeza—. ¡Dijiste que te estabas disculpando!

—Me estoy disculpando, no volviéndome mansa —replicó Kaira, pero luego se rió, y Bradley se rió con ella—. Te escuché, idiota. Pero tienes razón. Mi ego es... un mecanismo de defensa. Pero contigo... contigo no necesito defenderme.

Kaira tomó la mano de Bradley. Su piel estaba fría, pero su agarre era firme.

—Me salvaste la vida ayer. Me cuidaste cuando mi mente estaba rota. Me limpiaste la sangre y me vestiste mientras dormía. —Kaira lo miró a los ojos, y Bradley vio una sinceridad desnuda que lo dejó sin aliento—. Acepto que fui una bruja. Y te prometo que, de ahora en adelante, te trataré como al socio que eres. Todo estará bien... mientras tú estés conmigo.

Bradley sintió que el tiempo se detenía. No era su poder de velocidad; era el momento. La chica inalcanzable, la reina psíquica, le estaba diciendo que lo necesitaba.

—Acepto tus disculpas, Reina —dijo Bradley suavemente, apretando su mano—. Y yo... yo siempre estaré contigo. Aunque tenga que correr hasta que se me quemen los pies de nuevo.

Kaira sonrió y apoyó la cabeza en su hombro.

El corazón de Bradley latía tan fuerte que temía que ella lo escuchara a través del traje. Era ahora o nunca. El ambiente era perfecto. La luz era perfecta. Ella estaba receptiva.

Bradley respiró hondo, armándose de un valor que ni siquiera tuvo frente al Primer Ministro con la escopeta.

—Kaira... —empezó, su voz temblando un poco—. Hay algo que quiero decirte. Algo que he sentido desde que te vi por primera vez.

Kaira levantó la vista, curiosa. —¿Mmm? ¿Qué pasa?

—Es que... bueno, sé que somos compañeros y que esto es una guerra, pero... —Bradley tragó saliva—. Yo... yo siento algo más. Kaira, yo te...

¡BOOOOOOM!

El cielo sobre Ottawa estalló en luz.

Un espectáculo de fuegos artificiales, programado para celebrar una festividad local (o quizás irónicamente la "Misión de Paz"), iluminó la noche. Estruendos de colores rojo, blanco y dorado llenaron el aire, ahogando cualquier sonido terrenal.

—¿QUÉ? —gritó Kaira, mirando hacia arriba, fascinada por las luces—. ¡NO TE ESCUCHÉ! ¡MIRA, SON HERMOSOS!

Bradley se quedó con la boca abierta, la confesión de amor muriendo en sus labios, silenciada por la pólvora festiva.

Miró a Kaira. Su rostro estaba iluminado por los destellos de colores, sus ojos reflejaban las explosiones con una alegría infantil que rara vez mostraba. Se veía tan feliz, tan en paz en ese instante de ruido y luz.

Bradley cerró la boca y sonrió, una sonrisa un poco triste pero resignada.

—¿QUÉ DIJISTE, BRADLEY? —preguntó Kaira, gritando sobre el ruido de otro cohete, girándose hacia él.

Bradley negó con la cabeza. No iba a arruinar su momento de felicidad gritando sus sentimientos sobre explosiones. Habría otro momento. Quizás uno más tranquilo.

—¡DIJE QUE EL CIELO ESTÁ MUY HERMOSO! —gritó Bradley de vuelta.

Kaira sonrió y volvió a mirar hacia arriba, apretando más fuerte su mano.

—¡SÍ! ¡ES PERFECTO!

Bradley la miró a ella, no a los fuegos artificiales.

—Sí... —susurró para sí mismo, sabiendo que ella no lo oiría—. Es perfecto. Mientras esté contigo... todo para mí será feliz.

Se quedaron allí, sentados en el banco, un chico enamorado y una reina sin corona, viendo cómo el cielo celebraba una paz falsa, mientras ellos disfrutaban de una paz verdadera antes de volver a la guerra.

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