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Chapter 36 - El Resurgir de Ryuusei

El suelo seguía empapado de sangre. El aire denso con el hedor metálico de la muerte.

Aiko permanecía firme, su espada goteando sangre fresca, con una mirada de pura locura. Kenta, Daichi y Haru estaban al borde del colapso, apenas sosteniéndose en pie, heridos por el dolor reflejado del enemigo y por los golpes de la guerrera oscura.

Y entonces, una risa.

Suave al principio. Débil. Pero poco a poco, fue creciendo, volviéndose más fuerte, más perturbadora.

Ryuusei se movió.

Su cuerpo, aún cubierto de heridas abiertas y sangre seca, se regeneraba lentamente. Se apoyó en un codo, su pecho subiendo y bajando con un esfuerzo visible. Los músculos se anudaban y destejían bajo su piel como gusanos, reconstruyendo los tendones cercenados y cerrando las heridas que minutos antes le habían costado la agonía. Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida, empapada en sangre.

—¿Pensaron… que esto bastaba para acabar conmigo? —Su voz era un susurro gutural y cínico.

Aiko giró la cabeza hacia él, la locura en sus ojos atenuándose por la preocupación.

—Ryuusei…

Él se incorporó con lentitud, tambaleándose, pero con la mirada más afilada que nunca. Cada músculo le ardía, su piel aún palpitaba de dolor por la sobrecarga de su poder, pero la adrenalina y la voluntad lo mantenían de pie, una exhibición brutal de su dominio sobre el dolor.

—No pienso… caer todavía.

Su aura oscura resurgió, no tan intensa como en el clímax, pero suficiente para hacer temblar el suelo, resonando con el poder que manipulaba el tiempo y el espacio a su alrededor.

Daichi, apoyado en su lanza, lo miró con incredulidad y terror.

—No puede ser… ¿cómo sigue en pie? ¿Qué clase de monstruo…?

Kenta apretó los dientes, aferrando sus guadañas con las pocas fuerzas que le quedaban. La desesperación le dio un último empujón.

—No lo sé… pero tenemos que acabar con él antes de que recupere más poder.

Ryuusei los escuchó y soltó una risa irónica, que sonó como vidrio roto.

—Intenten… pero esta vez… no me contendré. —Sus ojos brillaron con un resplandor espectral.

La masacre aún no había terminado.

Ryuusei se enderezó completamente, su cuerpo maltrecho, pero su sonrisa se ensanchó. Su aura oscura se expandió como una mancha de tinta derramándose en el aire.

Aiko lo observó con duda.

—Ryuusei…

Él giró la cabeza hacia ella y le dedicó una mirada fría, serena.

—Aiko… vete.

—¿Qué? —El tono de Aiko era de sorpresa y un miedo infantil.

—Regresa a la mansión. Ve una serie, descansa… Yo me encargaré de esto. —Su voz era una orden, no una petición. Una lealtad profunda y la certeza de su poder brillaron en sus ojos—. No voy a fallar otra vez. No necesito que te arriesgues más.

Aiko dudó un momento, pero al ver la frialdad absoluta en su expresión, supo que discutir era inútil. Aceptó la orden, su forma oscura se disolvió parcialmente, y con una mirada de advertencia final a Daichi y Haru, dio un paso atrás y, en un parpadeo, desapareció en la oscuridad, dejando un silencio más pesado que su presencia.

Ryuusei suspiró, giró el cuello hasta que un crujido escalofriante resonó en el aire. La piel de su cuello se tensó y regeneró, eliminando cualquier vestigio de la herida.

—Bien… ahora podemos divertirnos de verdad. —Su voz era ahora de una crueldad calma y precisa, libre de la furia que lo había consumido antes, solo el deseo de aniquilar.

Kenta apretó los dientes y se lanzó hacia él con un grito desgarrador. La sangre de su hombro y la desesperación se mezclaron en un último ataque.

—¡MUERE, DESGRACIADO!

Su guadaña se movió con velocidad letal, buscando el cuello de Ryuusei.

Pero él no esquivó.

No lo necesitaba.

—(El Poder del Colapso) — murmuró Ryuusei, sus ojos espectrales fijos en la guadaña.

El filo de la guadaña tocó su piel… y comenzó a oxidarse instantáneamente. El metal se ennegreció en segundos, el filo se desmoronó en polvo, y la guadaña entera, un arma forjada para el combate, se redujo a una pila de herrumbre oxidado en la mano de Kenta. Kenta quedó paralizado por la sorpresa, su mente incapaz de procesar la aniquilación de su arma.

Y Ryuusei ya estaba en movimiento. Su mano, ahora completamente regenerada, se movió con precisión inhumana.

Con una velocidad aterradora, hundió los dedos en su estómago, apuntando justo debajo de las costillas.

Los gritos de Kenta rasgaron el aire mientras Ryuusei retorcía su mano dentro de su abdomen, buscando y agarrando sus órganos. Kenta sintió cómo su interior se desgarraba bajo el agarre. El dolor era absoluto, físico y reflejado por el Eco de la Vida de Ryuusei. Con un tirón brusco y sádico, arrancó un puñado de vísceras y las dejó caer al suelo con un sonido húmedo, nauseabundo.

—Vaya, Kenta… siempre pensé que tendrías más agallas —dijo Ryuusei con una calma que hizo que la crueldad fuera aún peor.

Kenta cayó de rodillas, temblando, presionando su abdomen en un intento inútil de contener la sangre y la muerte que se derramaban. Su piel palideció al instante. La vida se escurría de él rápidamente.

Haru, con el rostro desencajado por el terror y la agonía de sus heridas mutilantes, levantó su arco con su último brazo sano y disparó con su última energía.

Ryuusei ni siquiera intentó esquivar.

La flecha impactó en su hombro, perforando su carne, apenas desviándolo.

Él solo inclinó la cabeza, curioso.

—Interesante… pero insuficiente. —La herida se cerró en un parpadeo, el metal absorbido por la regeneración.

En un parpadeo, desapareció.

—(Distorsión del Destino) — El aire pareció retorcerse, y el tiempo colapsó. Haru no vio el ataque, solo sintió el dolor.

Cuando Haru intentó reaccionar, ya estaba en el suelo.

Su pierna restante, cortada limpiamente desde el muslo.

Su grito de agonía fue desgarrador mientras la sangre brotaba en torrentes. Ahora era solo torso y cabeza, totalmente inmovilizado, un testigo forzado.

Ryuusei se apareció sobre él, la daga brillando en la penumbra.

—Sabes, siempre pensé que hablabas demasiado, Haru. Tu voz siempre fue una molestia.

De un tajo limpio y rápido, le rebanó la lengua.

Haru intentó gritar, pero solo logró soltar un gorgoteo de sangre, desesperado, sus ojos llenos de un terror mudo e inexpresable, mirando a su agresor y a su amigo moribundo.

Daichi, paralizado por el horror, apretó su lanza con desesperación. Sus heridas se curaban, pero su mente se estaba rompiendo. La masacre era total, personal, sádica.

—Ryuusei… esto no es… ¡Esto no es lucha! ¡Es tortura! —gritó Daichi, su voz temblando.

Ryuusei lo miró con ojos vacíos de emoción, como si estuviera hablando de la temperatura. Su sonrisa era la de un niño que ha encontrado un nuevo juguete cruel. Se acercó a Daichi, pisoteando el brazo cercenado de Haru sin notarlo. El olor a vísceras y sangre fresca invadía el aire.

—No te preocupes, Daichi… a ti te dejaré para el final. —Se detuvo justo delante de él, a centímetros de la punta de su lanza—. Quiero que veas el resultado de su patético intento de detenerme. Que veas cómo mueren lentamente, y que sepas que tú no pudiste hacer nada para salvarlos.

Ryuusei se inclinó y susurró: —Y luego… me reiré de ti mientras te desvaneces. El Heraldo Bastardo no permite finales felices.

Daichi sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el dolor físico. Era el terror de la derrota moral. Ryuusei no solo quería matarlos; quería borrar su esperanza y su propósito ante sus propios ojos.

La masacre había terminado. Ahora solo quedaba la ejecución.

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