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Chapter 24 - La niña del invierno: capitulo 4

Una vez más, Ethan tomó mi mano y me llevó lejos del jardín.

No hacía falta que dijera nada.

Cada vez que la tristeza se asomaba, él la veía antes que yo…

y me alejaba, como si supiera que aún no estaba lista.

Los guardias en el camino nos miraban con respeto. Incluso las sirvientas nos guiaron con amabilidad hasta el comedor.

Quise seguirlo hasta el final… pero… se detuvo.

Me miró con cierta preocupación y, mientras acariciaba mi cabello, me dijo:

—Perdóname, pero no puedo llevarte conmigo. Mi madre no lo permitirá. Por favor… espera a que todo termine.

Tomó mis manos una vez más, y luego lo vi alejarse.

Su pequeña espalda se hacía más y más lejana… pero no por decisión propia.

Después de unos minutos, me hallé perdida en mis pensamientos.

Miré a mi alrededor, sin saber en dónde me encontraba.

El palacio era inmenso.

Sus corredores de mármol se alargaban como ríos blancos…

pero ninguno me llevaba de regreso.

El sol del mediodía brillaba sobre un silencio que no lo quería.

En las alas vacías, las sombras danzaban al ritmo de mis pasos,

como ecos sin cuerpo, que se deshacían al rosarme la piel…

como si el palacio en su soledad intentara reconstruir los fragmentos de un pasado que ya no existía.

A lo lejos, algo comenzó a sonar, como si el hierro hablara con otro hierro.

No era un ruido violento. Solo constante y rítmico.

Mis pasos me llevaron a través de un arco de piedra, hasta un claro donde el sol caía sin reservas.

El aire olía a polvo, sudor y madera.

Había espadas ordenadas en estantes, maniquíes de práctica, barriles de agua al borde de derramarse y un muro castigado por cortes antiguos, como si cada tajo guardara la rabia de alguien que ya no estaba.

Y entre todo eso, jóvenes entrenaban.

Había movimientos torpes. Algunos con ímpetu. Otros con miedo.

Los observé en silencio, oculta entre los arbustos.

El sudor era parte del lenguaje.

Los errores, parte del aprendizaje.

El hombre que los guiaba era alto, de brazos gruesos y rostro marcado por los años.

Su voz no era dura, pero sí firme al señalar los errores de los aspirantes.

Aunque su mirada delataba decepción, nunca alzaba la voz más de lo necesario.

Este lugar era distinto al norte donde nací.

Allá se entrenaba con gritos y castigos.

Aquí… con paciencia.

Y eso dolía.

En mi corazón y en mi memoria.

Una parte de mí quería entrar.

Quería tomar una espada.

Quería recordar qué se sentía tener una.

Pero no lo hice.

Me limité a mirar.

Mis manos temblaron.

No de miedo… sino por instinto.

Tal vez aún no había dejado del todo esa vida atrás.

Cuando decidí marcharme, el sol ya descendía por los muros del patio.

En el camino, tuve la suerte de encontrar a unas sirvientas.

Sin decir palabras, las seguí como un polluelo extraviado.

A lo lejos, vi su figura resplandecer.

Como si el sol se hubiera enredado entre sus ropas.

Sin pensarlo dos veces, corrí hacia él y le sonreí.

Pero al tenerlo cerca, su sonrisa… no era tan fuerte como la mía.

Algo se había apagado en él.

Quise preguntarle qué le sucedía…

pero no me atreví.

Caminamos en silencio por el sendero de piedra.

Las sombras del atardecer alargaban nuestras figuras.

sin embargo, ninguno de nosotros dijo nada, hasta que nuestros pasos se detuvieron al unísono.

Ethan miró hacia el horizonte, como si buscara algo que no podía encontrar.

—Mi familia partirá mañana —dijo, sin mirarme—. Pero yo no puedo ir.

Sus palabras cayeron como una pluma.

—Siempre me dicen que tienen que resolver cosas importantes… —siguió— pero siento que me mienten.

Bajó la mirada con resignación.

—¿Por qué tienen que dejarme atrás?

Yo no tenía la respuesta.

Pero sí conocía la verdad.

Ethan tenía apenas siete años… para cargar con la realidad del reino.

Afuera, más allá de los jardines y los muros, el reino sangraba en silencio.

La guerra contra el reino de Saint Morning seguía activa.

Especialmente en el norte.

En ese instante, no quise abrazarlo ni consolarlo.

Solo estuve allí, como una sombra sin voz.

Al mirar el cielo, pensamos en el futuro.

Yo guardé silencio.

Pero Ethan, en cambio, lo dijo en voz alta.

—Cuando sea mayor, ayudaré a las personas.

No permitiré que el hambre ni la pobreza azoten mi reino.

Giré la cabeza, sorprendida.

En sus ojos vivía algo que yo había olvidado: la esperanza.

Y por un instante… quise tenerla también.

Quise creer que era posible.

Sé que hay tanto por contar.

Demasiado que decir… y poco tiempo.

La hora de mi ejecución se acerca.

Hago lo posible por resumir mi historia, pero…

Son estos recuerdos —tatuados en la memoria—

los que me hacen resistir, este vacío.

Porque, al menos aquí, en ellos,

mi señor todavía está conmigo.

Volviendo a mi día en el palacio…

los ríos blancos del mármol seguían allí, sin llevarme a ninguna parte.

El tiempo pasaba… y yo no era útil en ningún lado.

Esa idea me mordía por dentro.

Así que intenté ayudar como pude.

Pedí un trapo, un balde, y comencé a limpiar los pasillos más alejados.

Era torpe, lo admito.

Pero quería hacer algo.

Lo que fuera.

Fue ahí cuando Ethan me encontró.

Su mirada se tensó, como si no comprendiera lo que estaba viendo.

No me habló de inmediato.

Solo me sostuvo la mirada un segundo… y luego apartó los ojos.

—¿Quién de ustedes ordenó que Ester limpiara los pasillos? —preguntó Ethan, con una voz suave, pero tensa. No sonaba molesto, solo confundido.

Las sirvientas se detuvieron en seco. Una tras otra, bajaron la cabeza.

Era la primera vez que lo escuchaba hablar así.

Sin pensarlo dos veces me arrodillé de inmediato.

—Ninguna tiene la culpa, mi príncipe —dije, antes de que alguien hablara por mí—.

Fui yo quien insistió. Solo… quería ser útil.

El silencio que siguió fue incómodo.

Ethan no respondió.

Solo alzó una mano.

Las sirvientas se retiraron con rapidez.

Y entonces quedamos solos.

Yo, de rodillas.

Él, de pie.

Pero no había verdadera distancia entre nosotros.

Solo un malentendido.

Uno nacido de mi deseo de pertenecer.

Al día siguiente, el palacio despertó más temprano que de costumbre.

El sonido de cascos resonó en el patio.

Las sirvientas corrían, mientras los guardias se alineaban.

Una visita importante estaba por llegar.

Me asomé a través de una cortina, con el corazón acelerado sin razón aparente.

Entonces la vi.

Bajó del carruaje con la gracia de quien ha nacido entre salones dorados.

Tenía, a lo mucho, diez años.

Sus ojos, rasgados y oscuros como obsidiana, lo observaban todo con una precisión que no le correspondía a su edad.

El cabello negro le caía como una cascada brillante, recogido en una larga coleta que se agitaba con una elegancia que no era suya, sino de su educación.

Llevaba un vestido largo y sofisticado, sacado de alguna pintura extranjera.

Pero nada de eso le importaba.

En cuanto sus miradas se cruzaron, la niña alzó los filos del vestido, luego corrió con decisión… y se lanzó a los brazos de Ethan.

—¡Ethan! ¿Cómo has estado?

Lo miraba con emoción, como si necesitara confirmar que él era real.

—¿Era necesario vestir con tanta elegancia, querida Laura? —preguntó Ethan, con una amabilidad que me pareció ensayada—. ¿No te molesta el vestido?

Esas sonrisas…

No sé por qué, pero dolía.

Como si hubieran cerrado una puerta, y yo ya no estuviera dentro.

—Parece que el tiempo sin verte solo ha embellecido a mi princesa —dijo ella, en broma.

Por un instante, creí que la señorita Laura no conocía el verdadero género de Ethan.

Él sonrió, aunque con desgano.

—Tus bromas son tan especiales como tú, Laura —dijo él, con una suave sonrisa—. Te he dicho que soy el príncipe. No la princesa.

Ella no pareció inmutarse.

Solo lo miró como si lo conociera mejor que nadie.

Como si fueran ramas que crecieron del mismo tronco.

Me quedé allí, de pie. Viéndolos, como dos piezas de un mismo tablero.

Él, con su cabello otoñal y rostro de cuento.

Ella, tan impecable, tan perfecta…

No pude evitarlo.

Solo era una sombra de paso, que no tenía un apellido importante.

No tenía vestidos bordados.

No tenía historia.

Lo único que tenía… era el presente.

Distanciada, como una flor arrastrada por el viento, observé desde lejos las actividades de ambos.Ethan y la hija del duque compartían el té como si fueran dos ancianos. No por la edad, sino por el ritmo pausado, la delicadeza con que sostenían las tazas… y las palabras.Hablaban con una madurez que no me pertenecía.Había más palabras que silencios. Y, sin embargo, más silencios de los que yo habría soportado.

En parte, me sentía aliviada de que Ethan estuviera tranquilo. Feliz, incluso.

La familia del príncipe se había marchado al norte, a resolver los asuntos militares.

La reina, antes de partir, me llamó en secreto.

—Serás mis ojos y mis oídos en mi ausencia —dijo con esa voz que nunca temblaba—. Por tu tamaño, será sencillo pasar desapercibida. Escucha. Observa. Y si oyes rumores maliciosos en palacio, guárdalos. Recuerda sus rostros.

Porque los nombres… los nombres son solo viento a la deriva.

…Pero, por encima de todo eso, cuida de mi pequeño Ethan.

Te lo encargo, Ester.

Sin mediar más palabras, se marchó. Como si confiar en mí no fuera un riesgo, sino una decisión tomada desde hacía mucho tiempo.

Pasaron dos meses.

Y entonces, en uno de los pasillos laterales del ala este, volví a ver…

a la princesa.

Me arrodillé al instante, inclinando la cabeza sin dudar.

—Princesa —dije con total respeto.

Creí que pasaría de largo.

Pero sus pasos se detuvieron justo frente a mí.

Sentí su sombra sobre mí.

Pero no levanté la mirada. No sin permiso.

Entonces, sin previo aviso, una mano tomó mi rostro.

Su tacto era frío. No cruel. Solo distante.

Como si no tocara a una persona, sino a una estatua que necesitaba ser examinada.

—Puedes abrir los ojos y levantarte —dijo.

Al levantarme, me miró como si pudiera desarmarme.

Como si buscara descubrir qué había detrás de mis palabras… antes siquiera de que las dijera.

—¿Quién eres? ¿Y qué haces en palacio?

La pregunta me pareció irónica. O tal vez cruel.

Pero su tono no tenía burla. Solo… desinterés.

Pensé que quizás no me recordaba. Que yo no era más que otra hoja en su interminable lista de nombres.

—Disculpe mi impertinencia, princesa. Permítame presentarme.

Soy Ester.

Una simple sirvienta bajo las órdenes del príncipe.

Pero mis palabras no bastaron.

Lo supe porque no respondió.

Solo me miró.

Sus ojos —grises, vacíos como un cielo antes de llover— no buscaban respuestas.

Buscaban debilidades.

Y entonces lo entendí.

Oír mis palabras no era suficiente.

Sus ojos querían arrancar más de mí… directamente de mis labios, o de mi silencio.

La presión en el pecho comenzó antes de que pudiera nombrarla.

Sentí cómo el pasillo se hacía más estrecho con cada respiración.

Las manos de la princesa eran suaves, pero parecían querer arrancarme el corazón.

Intenté retroceder.

Pero ya era tarde.

Su sombra ya me había alcanzado.

Y entonces, como aquella vez, volvió a tomar mi rostro entre sus manos.

Pero esta vez… hubo daño.

No era el gesto cuidadoso de alguien que observa.

Era el de alguien que se sabe por encima de todos los demás.

Mis rodillas temblaron.

No había fuerza en sus dedos.

Pero tampoco era necesario.

Lo que me asfixiaba no eran sus manos.

Era su mirada.

Oscura.

Lenta.

Como si ya hubiera decidido qué hacer conmigo… y yo aún no lo sabía.

Quise hablar. Explicar. Defenderme.

Pero mí voz no salía.

Y entonces, una voz sí lo hizo.

Pero no fue la mía.

—¡Hermana! ¡¿Qué estás haciendo?!

Fue como un disparo en medio del silencio.

El joven Ethan corría hacia nosotras con el rostro crispado, y los ojos abiertos.

Desde mi rincón de miedo, solo escuché cómo sus pasos se aceleraban.

—¡Detente! —gritó, sin dudar.

Y ella se detuvo.

No porque se lo ordenaran.

Sino porque quiso.

Soltó mi rostro con la misma calma con la que lo había tomado en un inicio.

Luego miró a Ethan.

Y allí, ante mis ojos, su rostro cambió.

Los ojos que antes me sostenían como una sentencia…

se volvieron humanos.

La tensión desapareció.

No dijo nada. Solo bajó las manos con lentitud.

Y al hacerlo, sus ojos se cruzaron con los míos… una última vez.

Y en ellos…

vi algo que no debía ver.

No era furia.

Era algo más puro.

Más frío.

Más cruel.

Era un poder que no pedía permiso.

Uno que ya había matado…

y que volvería a hacerlo.

Un segundo después, fue hacia Ethan.

—Ethan —susurró, rodeándolo por la espalda y apoyando su rostro en su cuello,

con un gesto que parecía tierno.

—Te extrañé tanto, mi hermanito —dijo con una dulzura tan perfecta…

que me heló la espalda.

Él se dejó abrazar.

Como si nada fuera extraño.

Pero mientras los miraba, el temblor seguía en mis piernas.

Y el frío en mis manos no se iba.

Porque su mirada…

seguía clavada en mí.

Ethan no podía verla.

No tenía pruebas.

Ni testigos.

Pero lo sentí.

Si algún día me equivocaba…

si algún día decía algo que no debía…

Esa misma sonrisa…

podría ser lo último que viera.

 

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