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Chapter 21 - La niña del invierno.

Se acercó a la cama, como si cada paso le arrancara algo que no volvería a recuperar.

No quería despertarla. Tampoco aceptar su ejecución.

El camisón que le había dado no tenía una sola mancha durante su encierro.

Las sábanas, demasiado blancas y ordenadas, parecían haberla sellado.

Como un ataúd hecho de tela y resignación.

Las manos, cruzadas sobre su pecho, no se movían.

No pedían ayuda, pero tampoco se aferraban a nada.

Solo estaban ahí, esperando el final de una vida.

Las velas apenas respiraban e iluminaban la prisión de piedra.

No había lágrimas.

Solo el olor a cera derretida, acompañado de un silencio de lo que no se dijo a tiempo.

Afuera, alguien gritó un nombre.

No era el suyo. Pero era la señal.

Debía irse antes de que los guardias la vieran.

No giró el rostro para despedirse.

Solo mantuvo los ojos cerrados y las manos quietas sobre su pecho.

Como si pudiera fingir que aún dormía.

Quiso pronunciar el nombre de su hermana, pero no pudo.

No porque no supiera qué decirle, sino porque algo dentro ya había sido arrancado en la guerra.

"Si cambias de opinión… estaré lista para salvarte".

Eso pensó, y lo dijo con calma.

"Puede que la sangre no nos una del todo… pero la de nuestro padre corre por nuestras venas. Nos veremos pronto, querida hermana Ester".

Cuando la puerta se cerró, el silencio se sentó a su lado.

No abrazaba.

No pesaba.

Solo estaba ahí para recordarle su fracaso.

En algún rincón de su memoria, algo comenzó a abrirse. No como puertas, sino como heridas, donde las palabras creaban un mundo de color. Aunque hablaban de amor y ternura, no estaban exentas de traer tristeza y desesperación.

Aprendió a vivir con eso de la peor manera posible: Ester lo sabía mejor que nadie. La luz que buscaba siempre estuvo en ese lugar.

Cuando cruzó por primera vez las puertas del palacio, lo primero que pensó fue que todo era un capricho. Una fantasía de princesa mimada, alguien que no conocía la crueldad de la vida.

Tal vez fue el calor de un baño, o de una cama que no dolía.

Quizás pensó que, al día siguiente, todo desaparecería;

que esa pequeña princesa cambiaría de opinión y la echaría como a un perro herido.

Pero no fue así.

Esa princesa empezó a cuidarla como si hubieran sido amigas desde siempre.

Y el tiempo tejió una confianza que ya no podría ser arrancada.

Al volver al presente, las cadenas apretaban sus tobillos, pero Ester no se quejaba.

La sala del juicio era fría, pero las voces que dictaban su destino sonaban lejanas, como si ya no tuvieran poder sobre ella.

—Ester —dijo el consejero mayor—, se le acusa de entregar el emblema real sin autorización, violar el protocolo de seguridad y actuar por impulsos personales. ¿Tiene algo que declarar?

Ella levantó el rostro.

—No me arrepiento.

Se oyeron murmullos que recorrieron la sala.

—¿Admite la traición?

—No —respondió con calma—. Admito haber elegido a quién servir. No fue traición; fue mayor mi temor a perder a mi señor.

Lo entendía mejor que nadie, desde el primer momento en que entregué el emblema. Era entregarle la puerta al trono. Pero mi señor estaba en peligro, y el Consejo… el Consejo no se movía.

Si debía cargar con esa culpa para que él viviera, lo haría. Sin duda alguna.

Desde el momento en que fui salvada de la nieve,

mi señor me miró con una ternura que nunca pidió explicaciones.

Nunca me alejó de su lado.

Solo quería vivir junto a él, hasta el último de mis días.

Cuando terminaron de acusarme, nadie dijo nada más.

La sentencia ya estaba escrita.

No miré a los jueces,

solo al cielo, por la ventana de mi celda.

Las cadenas no pesaban en lo absoluto,

pero mi fracaso, sí.

Todo lo que en verdad me importaba se había ido.

Todo en lo que creía me fue arrancado.

Nunca culpé al padre que no conocí,

ni a mi clan, que destruyó a mi madre.

Pero el destino...

el destino parecía empeñado en que nuestros caminos se cruzaran.

Tal vez el único secreto que le oculté a mi señor fue el color real de mi cabello.

Este color era la prueba maldita de compartir la misma sangre que el bastardo de mi padre.

Desearía no haber tenido que encontrarlo.

Pero él...

él me arrebató lo que más amaba en este mundo.

Tal vez, si vuelvo a recordar mi pasado, encuentre la determinación que necesito para seguir adelante. Porque una persona sin una verdadera historia es solo un fantasma sin forma, una sombra que se desvanece sin dejar rastro. Muchos en el palacio creen que mi lealtad se debe solo a que fui salvada del invierno, pero mi compromiso va mucho más allá. Es un vínculo profundo, tejido con recuerdos y heridas. Debo recordar, debo hacerlo. Quizás mi media hermana tenía razón; quizás mi verdadera enemiga no está lejos, sino aquí, en la capital, ocupando el trono de mi señor.

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