La ventana azul parpadea una última vez antes de disolverse en el aire viciado de Tokio. [Misión Aceptada]. Dos palabras simples que sellan el destino de varios hombres esta noche. Ajusto la correa de mi mochila, sintiendo el nylon áspero contra mi uniforme escolar. Para cualquier observador, soy solo otro estudiante de secundaria caminando a casa bajo el cielo gris plomizo de la tarde. Para mí, este trayecto es solo la fase de preparación logística.
Caminar por Tokio es un ejercicio de contención. En mi vida anterior, en Madrid, si alguien te miraba mal en un bar de Malasaña, podías resolverlo con un par de gritos o, en el peor de los casos, a golpes fuera del local. Aquí no. Aquí el silencio es la norma y la violencia es subterránea, clínica, oculta. Me gusta más así. Es más ordenado.
Llego al apartamento que comparto con Ryoko. Mi "madre". Es un edificio modesto pero seguro, el tipo de lugar que un detective honesto puede permitirse. Al abrir la puerta, el olor a curry instantáneo me golpea. Es reconfortante de una manera artificial, como todo en mi vida actual.
—¿Kenji? —la voz viene de la cocina. Suena cansada.
—Tadaima, mamá —respondo, usando el saludo ritual. Me quito los zapatos en el genkan, alineándolos perfectamente. La simetría me calma.
Ryoko Sato aparece en el pasillo. Lleva el traje gris marengo que usa para el trabajo, pero se ha soltado el pelo y se ha quitado la chaqueta. Tiene ojeras profundas bajo los ojos, marcas de guerra de la burocracia policial y noches sin dormir persiguiendo fantasmas. Es una mujer inteligente, afilada como una navaja de afeitar, lo cual hace que mi juego sea infinitamente más peligroso. Vivir con ella es como dormir con un tigre; seguro mientras te reconozca como su cachorro.
—¿Cómo te fue en la escuela? —pregunta, sirviendo dos platos de arroz con curry. Se sienta frente a mí, escrutando mi cara. Es un hábito profesional. Ella lee microexpresiones para ganarse la vida.
—Bien. El profesor Tanaka me hizo resolver una ecuación en la pizarra —digo, adoptando mi máscara de chico tímido. Bajo la mirada hacia mi plato y juego con la cuchara—. Takeshi quería ir al arcade, pero le dije que tenía que estudiar.
Ryoko sonríe, y la tensión en sus hombros se relaja un milímetro. —Ese es mi chico. Takeshi es un buen amigo, pero a veces es un poco... distraído. Ten cuidado cuando salgas con él, Kenji. Las calles no son seguras últimamente.
—¿Por lo de Shinjuku? —pregunto, inocentemente.
Su expresión se endurece. El tigre se despierta. —No deberías leer esas noticias. Son cosas de adultos. Pero sí, hay... elementos nuevos en la ciudad. Alguien está cazando a las pandillas, pero no sigue la ley.
—¿Como un superhéroe? —sugiero, sabiendo que odiará la comparación.
—No —corta ella, tajante, clavando el tenedor en una patata—. Como un asesino. Un psicópata que se cree juez y verdugo. Cuando lo atrape, Kenji, me aseguraré de que pase el resto de su vida en una celda oscura.
Siento un escalofrío, pero no de miedo. Es anticipación. Mi propia madre está cazándome. La ironía es tan deliciosa que casi me hace sonreír, pero reprimo el gesto y lo convierto en una mueca de preocupación.
—Da miedo, mamá. Prometo venir directo a casa después de la escuela.
Terminamos de cenar hablando de banalidades. Me excuso diciendo que tengo un examen de historia. Entro en mi habitación y cierro la puerta con suavidad. El santuario de Kenji Sato: posters de anime genéricos, libros de texto ordenados, una cama sin hacer. Todo es atrezzo.
Me siento en la silla giratoria y espero. Una hora. Dos horas. Escucho los sonidos de la casa: la ducha, el telediario, y finalmente, el silencio cuando Ryoko se retira a su habitación. Espero treinta minutos más por seguridad.
Entonces, cambio de piel.
Me quito el uniforme y saco una caja de herramientas del fondo de mi armario, debajo de una pila de mangas viejos. No hay herramientas dentro. Hay ropa negra, ajustada, térmica. Guantes de polímero reforzado. Y envuelta en un trapo aceitoso, mi Glock 19. El Sistema me la proporcionó tras mi primera "limpieza", materializándose en mi inventario, pero prefiero guardarla físicamente. Me hace sentir que el control es mío, no de la interfaz azul.
Me visto en silencio. Reviso el arma. Cargador lleno. Una bala en la recámara. Seguro puesto. Me pongo una mascarilla negra y una gorra sin logotipos. Abro la ventana. Mi habitación está en un segundo piso, pero hay una tubería de desagüe convenientemente robusta a medio metro.
Bajar es fácil. Desaparecer en las sombras de Tokio, aún más.
El Distrito 4 está en la zona industrial, lejos de las luces de neón de Shibuya y los turistas de Akihabara. Aquí, los edificios son esqueletos de hormigón y el aire huele a óxido y agua estancada. Me muevo por los callejones, evitando las cámaras de seguridad que ya tengo memorizadas. Mi mente traza una línea roja en el suelo, una ruta óptima que minimiza la exposición y maximiza la velocidad.
Treinta minutos después, estoy agazapado en el tejado de un edificio adyacente al almacén objetivo. La lluvia ha empezado a caer, una llovizna fina que empapa mi ropa pero que también amortigua mis pasos.
Activo la habilidad de [Visión Nocturna Básica]. El mundo se tiñe de verde y gris.
El almacén es un hangar de chapa corrugada. Hay dos furgonetas negras aparcadas fuera. Veo a cuatro hombres haciendo guardia. Llevan chaquetas de cuero con dragones bordados en hilo fluorescente. Los 'Dragones de Neón'. Escoria de bajo nivel, traficantes de drogas sintéticas y extorsionadores.
—Patético —murmuro para mis adentros. Su formación es amateur. Dos fuman cerca de la entrada principal, iluminándose las caras con los mecheros, arruinando su propia visión nocturna. Los otros dos caminan en patrones predecibles.
Si fueras tú, probablemente llamarías a la policía. O quizás intentarías grabar un video para TikTok y acabarías muerto. Pero yo no estoy aquí para observar.
El Sistema parpadea: [Objetivos detectados: 12 hostiles en el interior. 4 en el exterior].
Analizo la estructura. Hay una claraboya en el techo del almacén, rota y parcialmente cubierta con una lona. Ese es mi punto de entrada. Pero primero, los guardias. Tengo que ser rápido y silencioso. Si alertan a los de adentro, la transacción se cancela o se atrincheran, y pierdo mi bonificación.
Saco el silenciador —una pieza de metal cilíndrica y fría— y lo enrosco en el cañón de la Glock. El clic final es satisfactorio.
Me deslizo por la escalera de incendios, cayendo al suelo con la gracia de un gato callejero. El ruido de la lluvia cubre el leve impacto de mis botas. Me acerco al guardia más rezagado por su punto ciego. Él se detiene para ajustar su zapato. Grave error.
Estoy a tres metros. Levanto el arma. No siento remordimiento, ni duda, ni la taquicardia que debería sentir un chico de catorce años. Solo siento el cálculo de la balística y la certeza del resultado.
Respiro hondo, el aire frío llenando mis pulmones, y doy el primer paso hacia la oscuridad del almacén.
