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Chapter 1 - Capítulo 1 – Registro inicial

Escribo estas notas porque la información desaparece más rápido que las personas.

 

Durante años recorrí lo que quedaba del mundo conocido, no buscando respuestas —porque ya no las hay— sino fragmentos. Restos. Archivos olvidados en servidores que nadie mantuvo, discos dañados, grabaciones incompletas recuperadas de dispositivos que sobrevivieron más que sus dueños.

 

Gran parte del material se perdió para siempre.

No por una sola causa, sino por el desgaste inevitable del tiempo, la falta de energía, el abandono de infraestructuras y la urgencia de sobrevivir por sobre preservar.

 

Lo que presento aquí no es una explicación de cómo ocurrió todo.

Es un intento de dejar constancia de cómo se vivió antes de que el mundo fuera irreconocible.

 

Entre los registros recuperados, uno destaca por su continuidad y por su valor contextual. No porque el autor comprendiera lo que estaba ocurriendo —todo lo contrario—, sino precisamente por eso.

 

El material pertenece a un adolescente chileno llamado Matías Arancibia.

 

No fue testigo de los eventos finales.

No entendió el alcance de lo que comenzaba.

No intentó advertir a nadie.

 

Solo grabó.

 

Sus registros, aparentemente triviales al inicio, se transformaron con el tiempo en uno de los pocos documentos que permiten observar el tránsito desde la normalidad hacia lo irreversible.

 

Por esa razón, gran parte de este archivo se construye en torno a sus grabaciones.

 

Las siguientes secciones respetan el orden original siempre que fue posible. En los casos donde existen cortes, pérdidas o daños irreparables, se ha indicado.

 

No agrego interpretaciones.

No corrijo errores.

No completo silencios.

 

Este documento no busca respuestas.

Busca memoria.

 

[Archivo 01 – Grabación sin título]

 

El registro comienza de forma inestable.

 

Durante varios segundos, la imagen se mueve sin un objetivo claro. El micrófono capta el sonido del viento antes que cualquier voz. Es un viento constante, cargado de humedad y sal, propio de una ciudad costera.

 

La cámara apunta al suelo: baldosas irregulares, gastadas, con pequeñas grietas. Luego se eleva bruscamente.

 

Valparaíso.

 

Los cerros se levantan unos sobre otros, cubiertos de viviendas estrechas, de colores deslavados por el sol y la bruma. Las casas parecen sujetarse a la pendiente por pura costumbre. Escaleras largas conectan niveles imposibles. Cables eléctricos cruzan el cielo sin orden visible.

 

Al fondo, el océano Pacífico ocupa gran parte del encuadre. No se mueve. No amenaza. Simplemente está ahí, inmenso.

 

—Ya… creo que está grabando.

 

La voz es juvenil. Vacila un poco antes de continuar.

 

La imagen se ajusta y aparece el rostro de un adolescente. Delgado, cabello oscuro algo largo, mirada inquieta. No parece nervioso, pero tampoco cómodo. Usa ropa sencilla, adecuada para el clima cambiante de la ciudad.

 

—Hola —dice—. Supongo.

 

Hace una pausa breve, como si esperara algo que no llega.

 

—Me llamo Matías Arancibia. Tengo quince años. Vivo acá… —la cámara gira— …en Valpo.

 

El enfoque falla durante un segundo.

 

—No sé bien por qué estoy grabando esto. Quería mostrar la ciudad, creo. O probar la cámara.

 

Hace un gesto con la mano, minimizando la explicación.

 

—Esto es básicamente todo. Cerros, casas viejas, escaleras eternas… perros que nadie sabe de quién son. Y el mar.

 

La cámara vuelve al horizonte. Gaviotas cruzan el plano. No hay nada fuera de lo común.

 

—Dicen que Valparaíso está medio aislado —continúa—. No como pueblo chico, pero igual. Estás rodeado de cerros y del océano. No es que puedas irte caminando muy lejos.

 

Una risa corta.

 

—Aunque igual nadie quiere irse.

 

Se escuchan bocinas, voces distantes, una radio antigua sonando en algún punto fuera de cuadro.

 

—Eso… supongo que voy a subir esto después.

 

El video se corta abruptamente.

 

[Archivo 02 – Interior / Tarde]

 

La imagen reaparece dentro de una habitación pequeña. Las paredes están cubiertas de afiches antiguos: dinosaurios, esqueletos, mapas prehistóricos. Hay libros apilados en una repisa, varios abiertos, con páginas dobladas.

 

Un segundo adolescente está sentado frente a un computador.

 

—Este es Sebastián —dice la voz de Matías, fuera de plano.

 

Sebastián levanta la vista, claramente incómodo.

 

—Oye, avisa antes de grabar.

 

—Relájate —responde Matías, entrando al encuadre—. Nadie ve mis videos.

 

Sebastián suspira y vuelve la vista a la pantalla.

 

Es de estatura similar, algo más robusto. Lleva lentes simples, ligeramente torcidos. Su expresión es concentrada, casi absorta.

 

—Está viendo dinosaurios —añade Matías—. Como siempre.

 

—Leyendo —corrige Sebastián—. No viendo.

 

—Da lo mismo.

 

—No es lo mismo.

 

Matías sonríe.

 

—Este tipo es básicamente una biblioteca andante. Si mañana aparece un dinosaurio caminando por la calle, él sería el primero en decir—

 

—Eso no pasaría —interrumpe Sebastián sin levantar la voz.

 

—¿Ves? —Matías mira a la cámara—. Siempre así.

 

Sebastián hace clic en la pantalla. Aparecen ilustraciones detalladas, nombres científicos, diagramas.

 

—¿Qué estás viendo ahora? —pregunta Matías.

 

—Un artículo nuevo —responde Sebastián—. Sobre comportamiento social en terópodos.

 

—…Ajá.

 

—No eran tan solitarios como se pensaba.

 

—A nadie le importa.

 

Sebastián lo mira de reojo.

 

—A ti no. A mí sí.

 

La cámara permanece fija. Dos adolescentes, una habitación pequeña, criaturas extintas en las paredes.

 

—¿Nunca te aburriste de esto? —pregunta Matías, con menos burla.

 

—Nunca.

 

Sebastián vuelve a la pantalla.

 

—Es raro —dice—. Saber tanto de algo que ya no existe.

 

Matías se encoge de hombros.

 

—Mejor así.

 

Sebastián no responde de inmediato.

 

—Sí —dice al final—. Mejor así.

 

La grabación continúa unos segundos más. No ocurre nada extraño. No hay señales.

 

Luego, el archivo termina.

 

Los archivos que siguen fueron grabados antes del Día D.

 

Así fue como comenzaron a ser clasificados años después, cuando resultó evidente que existía un punto de quiebre, aunque en ese momento nadie lo reconociera como tal. No hubo un anuncio, ni una fecha oficial, ni una señal inequívoca que indicara que el mundo estaba a punto de cambiar de forma irreversible.

 

Estos registros pertenecen a los días previos, cuando la normalidad aún persistía y los acontecimientos que luego serían interpretados como advertencias eran tratados como ruido de fondo, exageraciones o simples curiosidades pasajeras.

 

Matías no era consciente de estar documentando nada relevante.

Grababa con la misma ligereza con la que cualquier adolescente registra fragmentos de su vida cotidiana.

 

Precisamente por eso, este material resulta valioso.

 

[Archivo 03 – Exterior / Costa / Tarde]

 

La grabación comienza con el sonido del mar.

 

No hay música. Solo olas rompiendo contra las rocas y el viento golpeando el micrófono de forma irregular. La imagen tarda unos segundos en estabilizarse. Cuando lo hace, el encuadre muestra la costa de Valparaíso: rocas oscuras, húmedas, irregulares, el océano extendiéndose hasta donde alcanza la vista.

 

—Ya, camina normal —dice la voz de Matías, entre risas—. Pareces turista perdido.

 

—Porque soy turista —responde Sebastián—. Me sacaste de mi pieza a la fuerza.

 

La cámara se mueve y enfoca a Sebastián, caminando con las manos en los bolsillos de su polerón, mirando el suelo con evidente desgano. El viento le mueve el cabello y hace que ajuste los lentes constantemente.

 

—Eso se llama vida social —contesta Matías—. Se supone que a esta edad salimos, hablamos con gente, tocamos pasto.

 

—Estoy tocando piedras —murmura Sebastián.

 

—Progreso.

 

Matías ríe. La cámara se sacude un poco con el movimiento.

 

—Contexto —dice, hablando directamente al lente—. Saqué a Sebastián de su cueva porque llevaba como tres días seguidos leyendo cosas raras.

 

—No eran raras.

 

—Eran rarísimas.

 

Sebastián suspira.

 

—Eran artículos.

 

—Ajá. Artículos sobre animales muertos.

 

—Extintos.

 

—Lo mismo.

 

Sebastián se detiene un segundo y mira el mar.

 

—No es lo mismo.

 

Matías apunta la cámara hacia el océano.

 

—Mira eso —dice—. Mar, aire, gaviotas… el mundo real.

 

—El mundo real también tiene historia —responde Sebastián—. Y fósiles.

 

—Siempre arruinas el momento.

 

Siguen caminando por la orilla. A lo lejos se ven personas paseando, algunas pescando, otras simplemente sentadas mirando el horizonte. Todo es normal. Demasiado normal.

 

—¿Y qué estabas viendo ahora? —pregunta Matías.

 

—Nada nuevo.

 

—Mentira.

 

Sebastián duda un segundo.

 

—Bueno… videos.

 

—Ajá.

 

—De supuestos avistamientos.

 

Matías se detiene y gira la cámara hacia él.

 

—¿Ves? Eso es exactamente por lo que te saqué.

 

—No eran serios —aclara Sebastián—. La mayoría son fake. O montajes.

 

—"La mayoría".

 

Sebastián se encoge de hombros.

 

—Internet es así.

 

Matías vuelve a enfocar el mar.

 

—Siempre hay alguien que jura haber visto algo —dice—. Fantasmas, ovnis, criaturas raras. Ahora dinosaurios, supongo.

 

—No es lo mismo.

 

—Todo es lo mismo.

 

Caminan unos metros en silencio. Solo el sonido del mar y del viento.

 

—Igual —añade Matías—, si apareciera algo raro, sería noticia real, ¿no? No un video borroso grabado con una papa.

 

—Supongo.

 

Sebastián patea una piedra pequeña hacia el agua.

 

—Además —continúa Matías—, acá lo más raro que puede salir es un lobo marino robándose un pescado.

 

Sebastián sonríe apenas.

 

—Eso ya pasa.

 

La cámara se eleva un poco, captando el cielo nublado, las gaviotas planeando, el horizonte tranquilo.

 

—En fin —dice Matías—. Esto es Valpo. No pasa nada interesante nunca.

 

La grabación sigue unos segundos más. No ocurre nada fuera de lo común.

 

Ningún sonido extraño.

Ninguna sombra imposible.

Ninguna señal evidente.

 

El archivo termina sin ceremonia.

 

Primer indicio

 

Nota del compilador

 

El registro que sigue no pertenece a Matías ni a su entorno inmediato.

 

Corresponde a un archivo encontrado durante mis desplazamientos, recuperado de una copia local almacenada en un dispositivo que funcionó mucho más tiempo del que se habría esperado dadas las condiciones posteriores.

 

La grabación fue realizada entre los registros costeros de Valparaíso y el siguiente archivo conocido de Matías. En su momento no fue considerada relevante por nadie. No fue viral. No fue noticia. No fue investigada.

 

Sin embargo, tras años de búsqueda y comparación, este archivo se convirtió en el primer punto de coincidencia que encontré en distintos continentes.

 

No muestra nada extraordinario.

No presenta imágenes claras.

No ofrece explicaciones.

 

Solo deja constancia de un sonido.

 

Hoy sé que fue suficiente.

 

[Archivo externo – Australia / Caminata matutina]

 

La grabación comienza de forma estable.

 

La cámara apunta hacia un sendero de tierra compacta, flanqueado por vegetación baja y árboles dispersos. El sol apenas asoma por el horizonte, proyectando sombras largas y suaves. El entorno es tranquilo, casi rutinario.

 

Se escucha el sonido rítmico de pasos.

 

Un hombre adulto aparece brevemente reflejado en el lente cuando ajusta la cámara. Lleva ropa deportiva, auriculares colgando del cuello. A su lado, un perro de tamaño mediano camina relajado, olfateando el suelo.

 

—Vamos, chico —dice el hombre con voz tranquila.

 

El perro mueve la cola.

 

El registro continúa mientras avanzan por el sendero. Se escuchan pájaros, viento leve entre las hojas, el roce de las zapatillas contra la tierra.

 

Todo es normal.

 

Después de unos segundos, un sonido irrumpe en el fondo.

 

No es fuerte.

No es abrupto.

Es profundo.

 

El hombre se detiene.

 

—¿Escuchaste eso? —pregunta, sin dirigirse a nadie en particular.

 

El perro también se queda quieto. Levanta la cabeza. Sus orejas se tensan.

 

El sonido vuelve a escucharse, esta vez un poco más claro. No se distingue su origen. No parece un animal conocido. Tampoco una máquina.

 

El hombre frunce el ceño.

 

—Debe ser el viento —dice, más para tranquilizarse que por convicción.

 

Mira alrededor. No enfoca nada en particular.

 

El perro emite un leve gemido y da un paso atrás.

 

—Vamos —añade el hombre, retomando la caminata—. No pasa nada.

 

Continúan avanzando. El sonido no se repite.

 

El resto de la grabación muestra el sendero, la vegetación, el cielo aclarándose lentamente. No ocurre nada más. El hombre y el perro se alejan del encuadre hasta desaparecer.

 

El archivo termina sin cortes bruscos.

 

Nota del compilador

 

Durante mucho tiempo, este registro fue uno más entre miles.

 

Un audio extraño.

Una reacción animal.

Una explicación descartada.

 

Nada que justificara atención.

 

Solo después, al contrastarlo con otros archivos obtenidos en regiones completamente distintas del planeta, comprendí que este fue el primer indicio documentado de que algo había comenzado a cambiar.

 

No de forma visible.

No de forma violenta.

 

Sino como lo hacen los procesos irreversibles:

en silencio.

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